Citizen semiotic
(I)
Aproximaciones
a una poética del espacio.
Por
Fernando Vásquez Rodríguez
N.
de la R.: Debido a su extensión, publicamos Citizen Semiotic,
del colombiano Fernando Vásquez Rodríguez, en dos
ediciones consecutivas de café
de las ciudades.
Cualquier estudio o reflexión sobre la ciudad es siempre
una aproximación, una perífrasis. Las ciudades son
un campo de estudio no sólo de semiólogos; los historiadores,
los geógrafos, los arquitectos, los arqueólogos, los
ecologistas, los artistas..., todos ellos han encontrado en la ciudad
un espacio o un lugar estupendo para la reflexión o para
el hacer creativo. Por lo mismo, una semiosis de la ciudad pretende
bordear o señalar algunos de los signos que la constituyen;
no abarcarlos a todos, por supuesto. Una semiosis de la ciudad apenas
genera ciertos conceptos de entrada, ciertas categorías capaces
de "abrir" zonas de explicación y comprensión
del vasto tejido citadino. Una semiosis de la ciudad, y más
de las urbes latinoamericanas, exige elaborarse a la manera
de un "collage" juntando muchas escrituras, varios
relatos. En el mismo sentido, una semiosis de la ciudad tiene que
desarrollarse desde la óptica de un "ciudadano"
particular que, como se verá más adelante, corresponde
a una fabulación individual de la urbe, del territorio. Muy
seguramente, una semiosis de la ciudad termina confundiéndose
con una
poética del espacio.
1
La ciudad es
una extensión de la casa. Entendiendo la casa como
territorio materno. El útero inicial. Las ciudades son como
placentas. Y, dependiendo de la sangre y de la geografía,
la ciudad va germinando. Eso es importante: las ciudades germinan.
Cada ciudad va teniendo su propia fisonomía, sus propias
características. ¿Quién de nosotros no identifica
"su ciudad" con una serie de cualidades, la mayoría
de las veces antropomorfizadas? Hay sitios, nombres, pistas de filiación.
Entonces, preguntar ¿de dónde eres? quiere decir, ¿qué
ciudad te preñó de sentido? ¿Qué ciudad te
hizo hijo suyo? Si uno responde de dónde es, lo que además
agrega a esa información es la certeza de un origen. Las
ciudades, por lo mismo, son como la otra raza, como la otra sangre
de los hombres.

2
"Nadie
mira a nadie de frente,
de norte
a sur la desconfianza, el recelo
entre
sonrisas y cuidadas cortesías.
Turbios
el aire y el miedo
en todos
los zaguanes y ascensores, en las camas.
Una lluvia
floja cae
como diluvio:
ciudad de mundo
que no
conocerá la alegría.
Olores
blandos que recuerdos parecen
tras tantos
años que en el aire están.
Ciudad
a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo
como una
muchacha que comienza a menstruar,
precaria,
sin belleza alguna.
Patios
decimonónicos con geranios
donde
ancianas señoras todavía sirven chocolate;
patios
de inquilinato
en los
que habitan calcinados la mugre y el dolor.
En las
calles empinadas y siempre crepusculares,
luz opaca
como filtrada por sementinas láminas de alabastro,
ocurren
escenas tan familiares como la muerte y el amor;
estas
calles son el laberinto que he de andar y desandar:
todos
los pasos que al final serán mi vida.
Grises
las paredes, los árboles
y de los
habitantes el aire de la frente a los pies.
A lo lejos
el verde existe, un verde metálico y sereno,
un verde
Patinir de laguna o río,
y tras
los cerros tal vez puede verse el sol.
La ciudad
que amo se parece demasiado a mi vida;
nos unen
el cansancio y el tedio de la convivencia
pero también
la costumbre irremplazable y el viento".
María
Mercedes Carranza
Bogotá,
l982
3
Las ciudades
guardan una directa relación con nuestra memoria. Mejor aún,
con nuestra infancia. Es probable que las ciudades en las cuales
permanecemos muchos años permeen distintas zonas de nuestro
ser, pero sin lugar a dudas es la ciudad de la infancia
la que más recordamos. Uno podría decir que hay
una especie de paternidad o de maternidad respecto a la ciudad en
la que uno nace. Uno es hijo de una ciudad. Y por ella, así
como en otra genealogía, uno posee ciertas "marcas",
ciertos "estilos", ciertas "características".
A veces, un habla; otras, una forma de vestir o una manera de bailar.
Uno lleva a otras ciudades la sangre de la ciudad de su infancia.
Desde luego, esto es así, porque la ciudad de nuestra niñez
está llena de nombres míticos, de "zonas sagradas"
en donde cada quien compraba un helado, jugaba un partido de fútbol
o entraba a mirar algún espectáculo. Me parece, entonces,
que las ciudades vistas desde la lejanía del tiempo
son nostálgicas. A lo mejor ese sea el encanto de las ciudades
viejas; de pronto ese es el motivo por el cual y el cine,
y la música, y la literatura lo han mostrado siempre
se regresa a la "ciudad-niñez".

4
"Las ciudades,
como las personas o las casas, tienen un olor particular, muchas
veces una pestilencia. Mientras recorría las calles rectas
de Trujillo, me sentía envuelto por una transpiración
secreta que emanaba no se sabía de dónde, quizás
de los zaguanes, de los sótanos condenados o de las alcantarillas.
Una presencia olfativa me cercaba y me recordaba a cada paso mi
condición de forastero, de hijo de tierra extraña.
Yo andaba a manotazos bajo el duro sol y los balcones morunos, recordando
que en Lima, años atrás, cuando iba a las calles del
centro, había sentido también el olor de la ciudad.
Lima, decían las viejas, olía a ropa guardada. Para
mí olió siempre a baptisterio, a beata de pañolón,
a sacristán ventrudo y polvoriento. Pero Trujillo olía
a otra cosa. Era un olor amarillo, en todo caso, un olor que tenía
algo que ver con las yemas de huevo, los helados imperial o ese
sol ambarino que penetraba todos los objetos".
Julio Ramón
Ribeyro
Crónica
de San Gabriel
5
Dos acciones
acompañan a la ciudad. La partida y el retorno. Partimos
de la ciudad de la ciudad de nuestra infancia para buscar
otros aires, para confrontar nuestro yo; partimos de la ciudad la
que nos vio nacer para poder ser "adultos". Y retornamos
a ella, siempre después de muchos años, para corroborar
que sí valió la pena, que fue bueno iniciar dicha
aventura. De paso, habría que anotar un tono "mítico",
"épico" en este accionar con respecto a la ciudad:
primero la partida por supuesto que hay una variable: la huída,
repleta de llanto, de despedidas, de "rupturas", de incertidumbres;
después, el retorno, siempre lleno de ansiedad, de esperanza,
de muchos anhelos. Entre la primera y la segunda acción como
si fuera la tensión de un arco el ser humano hace o
forja su vida, consigue un capital, descubre un amor... En síntesis,
se hace hombre.

6
"Así
que después de muchos años me encontré otra
vez en casa. Estaba en la plaza principal (por la que había
pasado infinidad de veces de niño, de muchacho y de joven)
y no sentía emoción alguna; por el contrario, pensaba
que aquella plaza llana, por encima de cuyos tejados sobresale la
torre del ayuntamiento (semejante a un soldado con un antiguo casco),
tiene el aspecto del patio de un cuartel y que el pasado militar
de esta ciudad morava, que sirvió en tiempos de bastión
contra los ataques de húngaros y turcos, había marcado
en su rostro un rasgo de fealdad irrevocable.
Después
de tantos años, no había nada que me atrajera hacia
mi lugar de nacimiento; me dije que había perdido todo interés
por él y me pareció natural: hace ya quince años
que no vivo aquí, no me queda en este sitio más que
un par de amigos o conocidos (y aún a esos trato de evitarlos)
y a mi madre la tengo aquí enterrada en una tumba ajena,
de la que no cuido. Pero me engañaba: lo que llamaba desinterés
era en realidad rencor; sus motivos se me escapaban, porque en mi
ciudad natal me habían ocurrido cosas buenas y malas, como
en todas las demás ciudades, pero el rencor estaba presente;
había tomado conciencia de él precisamente en relación
con este viaje; el objetivo que perseguía lo hubiera podido
lograr, al fin de cuentas, también en Praga, pero me había
empezado a atraer irresistiblemente la posibilidad que se me ofrecía
de llevarlo a cabo en mi ciudad natal, precisamente porque era un
objetivo cínico y bajo, que burlonamente me liberaba de la
sospecha de que el motivo de mi regreso pudiera ser la emoción
sentimental por el tiempo perdido".
Milan Kundera
La Broma
7
Siempre hay
un fundador de la ciudad, un "padre mítico";
y siempre así sea de manera oral habrá
unas leyendas que la constituyen; una "saga". Sin embargo,
las ciudades no se hacen de una vez; no son inmediatas. El tiempo
de construcción de la ciudad es lento. Y por más que
los arquitectos se empeñen en urbanizarla, la ciudad va creando
sus propias ampliaciones, sus propias extensiones y ramificaciones.
Viéndolo bien, la configuración de una ciudad depende
de muchas variables: el clima, la geografía, las personas,
los intereses. Cada una de esas variables impone una perspectiva,
un sentido: si es una ciudad ribereña, las casas, las calles,
el orden interno de la ciudad será de una manera bien distinta
a la de una ciudad del interior. Si es una ciudad tránsito,
en ella apenas comeremos algo para el camino y, escasamente, dormiremos
una noche; si es una ciudad estación, nos quedaremos más
tiempo, a lo mejor unas vacaciones o una temporada de recreo; si
es una ciudad término, en ella permaneceremos largos períodos,
quizá nuestros últimos días, quizá nuestra
agonía. Pero no son únicamente las implicaciones del
paisaje, también cuentan los intereses de los moradores de
una ciudad. Hay ciudades que son hijas de la diáspora, de
la égida. Ciudades éstas en las que se van superponiendo
una casa encima de otra, una azotea, un jardín, una "mejora".
Ciudades desordenadas o con un orden especialsin geometría
o precisión en su direccionalidad; ciudades babélicas.
Y se van extendiendo, se van fusionando hasta convertirse en pequeñas
ciudades dentro de la gran ciudad. Microciudades igualmente complejas.
Un barrio, una comuna, una
favela,
son expresiones de la forma particular como la ciudad se reorganiza
interiormente.

8
"Construir
es colaborar con la tierra, imprimir una marca humana en un paisaje
que se modificará así para siempre; es también
contribuir a ese lento cambio que constituye la vida de las ciudades.
Cuántos afanes para encontrar el emplazamiento exacto de
un puente o una fontana, para dar a una ruta de montaña la
curva más económica que será al mismo tiempo
la más pura (...) He reconstruido mucho, pues ello significa
colaborar con el tiempo en su forma pasada, aprehendiendo o modificando
su espíritu, sirviéndole de relevo hacia un más
lejano futuro; es volver a encontrar bajo las piedras el secreto
de las fuentes. Nuestra vida es breve; hablamos sin cesar de los
siglos que preceden o siguen al nuestro, como si nos fueran totalmente
extranjeros; y sin embargo llegaba a tocarlos en mis juegos con
la piedra. Esos muros que apuntalo están todavía tibios
del contacto de cuerpos desaparecidos; manos que todavía
no existen acariciarán los fustes de estas columnas. Cuanto
más he pensado en mi muerte, y sobre todo en la del otro,
con mayor motivo he buscado agregar a nuestras vidas esas prolongaciones
casi indestructibles. En Roma utilizaba de preferencia el ladrillo
eterno, que sólo muy lentamente vuelve a la tierra de la
cual ha nacido y cuyo lento desmoronamiento e imperceptible desgaste
se cumplen de modo tal que el edificio sigue siendo montaña
aun cuando haya dejado de ser visiblemente una fortaleza, un circo
o una tumba. En Grecia y en Asia empleaba el mármol natal,
la hermosa sustancia que una vez tallada sigue fiel a la medida
humana, tanto que el plano del entero templo se halla contenido
en cada fragmento del tambor. La arquitectura tiene muchas más
posibilidades de las que hacen suponer los cuatro órdenes
de Vitruvio; nuestros bloques, como nuestros tonos musicales, admiten
combinaciones infinitas (...) Casi todo lo que nuestro gusto consiente
ha sido ya intentado en el mundo de las formas; pasé entonces
al de los colores: el jaspe, verde como las profundidades marinas;
el pórfido graneado como la carne, el basalto, la taciturna
obsidiana. El denso rojo de las tapicerías se adornaban con
bordados cada vez más sutiles; los mosaicos de las murallas
o los pavimentos no eran nunca bastante dorados, o blancos, o negros.
Cada piedra era la extraña concreción de una voluntad,
de un recuerdo, a veces de un desafío. Cada edificio era
el plano de un sueño.
Plotinópolis,
Andrinópolis, Antínoe. Adrianoterea... He multiplicado
todo lo posible esas colmenas de la abeja humana. El plomero y el
albañil, el ingeniero y el arquitecto presiden esos nacimientos
de ciudades; la operación exige asimismo ciertos dones de
rabdomante (...) Nuestros exquisitos se quejan de la uniformidad
de nuestras ciudades; lamentan encontrar en todas partes la misma
estatua de emperador y el mismo acueducto. Se equivocan: la belleza
de Nimes difiere de la de Arles. Pero además esa uniformidad,
repetida en tres continentes, contenta al viajero como una piedra
miliar; nuestras ciudades más insignificantes guardan su
prestigio tranquilizador de relevo, de posta, o de abrigo. La ciudad:
el marco, la construcción humana, monótona si se quiere
pero como son monótonas las celdillas de cera henchidas de
miel, el lugar de los intercambios y los contactos, la plaza a la
que acuden los campesinos para vender sus productos y donde se quedan
mirando boquiabiertos las pinturas de un pórtico... Mis ciudades
han nacido de encuentros: mi encuentro con mi rincón de tierra,
el de mis planes de emperador con los incidentes de mi vida de hombre".
Marguerite
Yourcenar
Memorias
de Adriano
9
Las ciudades
son construidas, se organizan, de acuerdo a la concepción
que se tenga de lo público y lo privado. Las ciudades
occidentales, por lo general, han sido pensadas más desde
una relevancia de lo público; de la calle, de la plaza. La
ciudad islámica, en cambio, es secreta; se imponen los adarves,
los patios íntimos, los callejones. Cada ciudad, de otra
parte, obedece a un plan base: hay ciudades damero, ciudades radiocéntricas,
ciudades estelares, ciudades lineales o ciudades pluricéntricas.
Ese plan matriz está soportado en una filosofía o
en una cosmología; a veces son el reflejo del culto a la
racionalidad, o del poder omnímodo de un Dios, o de una ideología
militar. Las ciudades no escapan a las valoraciones o las axiologías
dominantes. Luego no deben extrañarnos esas teorías
de los sectores o los estratos con los cuales se subdividen las
ciudades. Si durante mucho tiempo lo que imperó fue el "centro"
por oposición a la "periferia", hoy vemos cómo
los márgenes han tomado un valor inigualable, alejándose
de las zonas de trabajo o las zonas industriales. Tampoco puede
tomarnos por sorpresa ese continuo desplazamiento de los cementerios
hacia lugares alejados de la ciudad; tal criterio evidencia otra
forma de concebir la muerte y de valorar la tradición. Si
las ciudades se transforman, si cambian como la piel de un ofidio,
es porque encarnan las distintas variaciones de mentalidad de los
hombres que las habitan. Ya lo había dicho Spengler: "sucede
un gran acontecimiento político y el rostro de una ciudad
tomará nuevas arrugas".

10
"Automóviles
salían disparados de calles largas y estrechas al espacio
libre de luminosas plazas. Hileras de peatones, surcando zigzagueantes
la multitud confusa, formaban esteras movedizas de nubes entretejidas.
A veces se separaban algunas hebras, cuando caminantes más
presurosos se abrían paso por entre otros a quienes no corría
tanta prisa, se alejaban ensanchando curvas y volvían, tras
breves serpenteos, a su curso normal. Centenares de sonidos se sucedían
uno a otro, confundiéndose en un profundo ruido metálico
del que destacaban diversos sones, unos agudos claros, otros roncos,
que discordaban la armonía pero que la restablecían
al desaparecer. De este ruido hubiera deducido cualquiera, después
de largos años de ausencia, sin previa descripción
y con los ojos cerrados, que se encontraba en la capital del Imperio,
en la ciudad residencial de Viena. A las ciudades se las conoce,
como a las personas, en el andar. Mirando de lejos y sin fijarse
en pormenores, lo podían haber revelado igualmente el movimiento
de las calles. Pero tampoco es de trascendencia siquiera el que,
para averiguarlo, se lo hubiera tenido uno que imaginar. La excesiva
estimación de la pregunta de dónde nos encontramos
procede del tiempo de las hordas, nómadas que debían
tener conocimiento cabal y plena posesión de sus pastos.
Sería interesante saber por qué al ver una nariz amoratada
se da uno por satisfecho con reparar simplemente y de manera imprecisa
en el color, y nunca se pregunta qué clase de tonalidad tiene,
aunque, sin más, se lo podría expresar la medida de
las vibraciones moleculares. Por el contrario, en un asunto tan
complejo como es una ciudad en la que se vive, se quisiera conocer
todas sus peculiaridades. Esto nos desvía de lo más
importante.
No se debe
rendir tributo especial al simple nombre de la ciudad. Como toda
metrópoli, estaba sometida a riesgos y contingencias, a progresos,
avances y retrocesos, a inmensos letargos, a colisión de
cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno
desequilibrio y dislocación de todo ritmo, y semejaba una
burbuja que bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos
y tradiciones históricas. Las dos personas que subían
por la calle ancha y animada no caían en la cuenta. Pertenecían,
como saltaba a la vista, a una elevada clase social, en el estilo
y en el hablar lo reflejaban; iban noblemente vestidos y traían
las iniciales de sus nombres bordadas en las ropas (en las exteriores
y también, aunque de modo invisible, en las ultrafinas interiores
de la subconsciencia), sabiendo muy bien quiénes eran
y conscientes de que la capital en que se encontraban era su propia
ciudad residencial".
Robert Musil
El hombre
sin atributos
11
La ciudad es
una red, un entramado, un tejido de infinidad de cosas. Hablando
con propiedad, una ciudad es un inmenso código compuesto
por varios sistemas. La analogía entre el cuerpo humano y
la ciudad es sorprendente. Sistemas de vías (arterias), sistemas
de alumbrado (nervios), sistema de alcantarillado (digestión).
Cada elemento de esta red de la ciudad se enlaza o se engarza con
otro y éste, a su vez, con otro más, en una progresión
infinita. Cruces, interacciones, interrelaciones, imbricaciones.
Nudos. Nada está suelto en la ciudad; y si de pronto hay
algo "separado", "anormal", "antisocial",
la ciudad tiene lugares especiales para tales elementos.
Volvamos a la analogía con el cuerpo humano: cada órgano
responde a una función; cada elemento guarda algún
tipo de correspondencia. Por eso la ciudad es como un juego de vasos
comunicantes. La idea de red puede ayudarnos, de otra parte, a entender
la manera como una ciudad se organiza. Hay calles y avenidas; vías;
conductos; cables por encima y por debajo. De un lado, una calle
que confluye en una avenida; de otra, un chorro de carros que desemboca
en un terminal. En la ciudad todo confluye. Nada está suelto.
Tejido citadino. Trabajo de Penélope. La idea de red, de
igual manera, nos remite al concepto de flujo. La ciudad circula:
el tráfico fluye; las personas transitan; las aguas, los
alcantarillados, las conexiones del teléfono y de la luz,
las interconexiones de energía, todo esto tiene un movimiento
acelerado, tiene un ritmo. Nada mejor para evidenciar el fluir de
la ciudad que ese desplazamiento continuo de ida y vuelta
de los buses y busetas, de los carros, las bicicletas y los mismos
peatones. Este bombeo de sangre de la ciudad tiene momentos de mayor
y menor intensidad; hay taquicardias de lo urbano, y hay
bajas de presión. Arritmias.

12
"La forma
verdadera de la ciudad está en ese subir y bajar de los techos,
tejas viejas y nuevas, acanaladas y chatas, cumbreras gráciles
o pesadas, pérgolas de cañizo o cobertizos de fibrocemento
ondulado, barandillas, columnitas que sostienen macetas, albercas
de chapa, tragaluces, lumbreras de vidrio, y sobre todas las cosas
se alza la arboladura de las antenas de televisión, derechas
o torcidas, esmaltadas u oxidadas, en modelos de generaciones sucesivas,
diversamente ramificadas y retorcidas y aisladas, pero todas flacas
como esqueletos e inquietantes como tótems. Separadas por
irregulares y desiguales golfos de vacío, se enfrentan terrazas
proletarias con cuerdas para tender la ropa y tomates plantados
en barreños de zinc; terrazas residenciales con espalderas
tapizadas de trepadoras sobre enrejados de madera, muebles de jardín
de hierro esmaltado de blanco, toldos enrollables; campanarios echando
a vuelo sus campanas; frontones de palacios públicos de frente
y de perfil; áticos y sobreáticos, añadidos
abusivos y no punibles; andamiajes metálicos de construcciones
en curso o que han quedado por la mitad; ventanales con cortinas
y ventanillas de retretes, paredes color ocre y color siena; paredes
color moho de cuyas grietas dejan colgar sus hojas penachos de hierbas;
cajas de ascensores; torres con ajimeces y tríforas; pináculos
de iglesias con sus vírgenes, estatuas de caballos y cuadrigas;
mansiones rebajadas a cuchitriles, cuchitriles reestructurados como
garçonières; cúpulas blancas o rosadas o violetas
según la hora y la luz, veteadas de nervaduras, culminando
en linternas coronadas por otras cúpulas más pequeñas.
Nada de todo
esto puede ser visto por quien mueve sus pies o sus ruedas sobre
el pavimento de la ciudad".
Italo Calvino
Palomar
13
La ciudad tiene
entradas
y salidas.
Es laberíntica. Hay, por lo mismo, accesos ciertos y falsos.
Callejones ciegos, avenidas que conducen a un mismo sitio; calles
sin un fin determinado. Cualquiera que haya visitado una ciudad
extraña se habrá dado cuenta y más si
anda manejando un carro alquilado de los mil vericuetos desconocidos,
de todas las vueltas que se deben dar para llegar a un sitio particular;
de la cantidad de tiempo empleado en buscar esa diagonal, esa carrera
que, a pesar nuestro, estaba justo detrás de donde empezamos
la búsqueda. Nadie puede entrar o salir de una ciudad sin
una cierta preparación, sin una cierta iniciación,
sin un cierto mapa así sea elemental: "entre por
la derecha y verá un edificio amarillo, después siga
directo hasta un árbol enorme, de ahí baje hasta un
parquecito y encontrará la casa que está buscando".
Por ser la ciudad un laberinto, su lógica interna es la
de la pérdida y la del encuentro. Por ser laberíntica,
en ella uno se puede "perder", en esa doble propiedad:
perderse de otros que nos buscan, o perderse uno mismo por deseo
o por mera gratuidad. En la ciudad nos perdemos (bella manera de
subrayar un sentimiento del hombre con respecto al espacio) y, al
hacerlo, nos entregamos al deambular, al ir de un lugar a otro sin
un fin determinado; cuando nos perdemos, la ciudad nos devora. Ciudad
vorágine. Nueva selva.

14
"Pero
al llegar a la gran avenida situada bajo el paso elevado de la vía
rápida se encontraron en un cruce caótico. Diversas
calles que convergían en los ángulos más inesperados...
Gente que cruzaba la calle en todas direcciones... Caras oscuras...
Por este lado, una boca de metro... Por aquél, edificios
bajos, tiendas... Un restaurante chino, el Gran Sabor, llévese
la comida a la casa... Sherman se sentía incapaz de adivinar
cuál de las calles era la que iba en dirección oeste...
Esa, lo más probable es que sea ésa, giró hacia
allí... una calle ancha... coches aparcados en las dos aceras...
más adelante, aparcados en doble, en triple fila... una multitud...
¿Cómo atravesar...? De modo que decidió torcer...
hacia ahí... Había un indicador de calle, pero los
nombres de las calles ya no le servían de orientación...
Calle Nosecuántos Este... Hacia allí... Tomó
una calle, pero al cabo de poco se fundió con otra calle
lateral y se metió por entre unos edificios bajos. Daba la
sensación de que estuviesen abandonados. Al llegar al siguiente
cruce torció -supuso que hacia el oeste- y siguió
la nueva calle a lo largo de unas cuantas manzanas. Seguía
habiendo edificios bajos. No estaba claro si eran talleres o almacenes.
Muros coronados por espirales de alambre de espino. Las calles estaban
desiertas, lo cual está muy bien, se dijo a sí mismo,
y no obstante sentía los nerviosos latidos de su corazón.
Volvió a torcer. Una calle estrecha a cuyos lados se alineaban
casas de siete u ocho pisos; ni rastro de gente; ni una sola luz
en ninguna ventana. Y cuando llegó a la siguiente manzana,
lo mismo. Volvió a torcer, y al doblar la esquina...
...asombroso.
Absolutamente vacío, un enorme terreno abierto. Manzanas
y manzanas -¿cuántas? ¿seis, ocho, una docena?- de terreno
urbano sin un solo edificio en pie. Quedaban las calzadas, las aceras,
las farolas, pero nada más. Ante él se extendía
el retículo fantasmal de una ciudad, iluminado por el amarillo
químico de las farolas. Aquí y allá había
restos de escombros y escoria. La tierra parecía ser de cemento,
pero con subidas y bajadas, con las colinas y los valles del Bronx...
reducidos aquí a asfalto, cemento, y ceniza... todo bañado
por una amarilla luz crepuscular. Tuvo que mirar dos veces para
convencerse de que todavía se encontraba en Nueva York".
Tom Wolfe
La Hoguera
de las Vanidades
FVR
Esta
nota fue publicada originalmente en la revista Signos y pensamiento
y en el libro La cultura como texto - Lectura, semiótica
y educación, de Vásquez Rodríguez.
Su publicación continúa en el próximo número
de café
de las ciudades.
El
autor es colombiano, Licenciado en Estudios Literarios y Magíster
en Educación de la Universidad Javeriana, Bogotá.
Sobre
poéticas del espacio, ver la nota Crisis
de las matrices espaciales
en el número 28 de café
de las ciudades.
Sobre
favelas, ver la nota Políticas
para construir ciudad, no para hacer casitas
(entrevista a Jorge Jáuregui) en el número 12 de café
de las ciudades.
Sobre
entradas y salidas a la ciudad, ver la nota Instrucciones
para entrar a Buenos Aires
en este número de café
de las ciudades.
Citas:
Calvino, Italo,
"Desde la terraza", de "Palomar en la ciudad",
en Palomar, Madrid, Alianza Editorial, 1985, pág.
60.
Carranza, María
Mercedes, "Bogotá, 1982", de "Tengo miedo",
en Tengo miedo, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1983,
págs. 39-40.
Kundera, Milan,
La broma, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1984, pág.
9.
Musil, Robert,
El hombre sin atributos, Vol. 1, Barcelona, Editorial Seix
Barral, 1981, págs. 11-12.
Ribeyro, Julio
Ramón, Crónica de San Gabriel, Barcelona, TusQuets
editores, 1983, pág. 15.
Wolfe, Tom,
La hoguera de las vanidades, Barcelona, Editorial Anagrama,
2000, pág. 84-85.
Yourcenar, Marguerite,
Memorias de Adriano (Traducción de Julio Cortázar),
Barcelona, Editorial Edhasa, 1983, págs. 107-109.
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