N.
de la R.: Esta nota reproduce el primer capítulo de Redoble
por Rancas (1970), primera de las 5 novelas de la serie La
guerra silenciosa.

Por la misma
esquina de la plaza de Yanahuanca por donde, andando los tiempos,
emergería la Guardia de Asalto para fundar el segundo cementerio
de Chinche, un húmedo septiembre, el atardecer exhaló
un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco
surcado por la leontina de oro de un Longines auténtico.
Como todos los atardeceres de los últimos treinta años,
el traje descendió a la plaza para iniciar los sesenta
minutos de su imperturbable paseo.
Hacia las siete
de ese friolento crepúsculo, el traje negro se detuvo, consultó
el Longines y enfiló hacia un caserón de tres pisos.
Mientras el pie izquierdo se demoraba en el aire y el derecho oprimía
el segundo de los tres escalones que unen la plaza al sardinel,
una moneda de bronce se deslizó del bolsillo izquierdo del
pantalón, rodó tintineando y se detuvo en la primera
grada. Don Herón de los Ríos, el Alcalde, que hacía
rato esperaba lanzar respetuosamente un sombrerazo, gritó:
"¡Don Paco, se le ha caído un sol!".
El traje negro
no se volvió.
El Alcalde de
Yanahuanca, los comerciantes y la chiquillería se aproximaron.
Encendida por los finales oros del crepúsculo, la moneda
ardía. El Alcalde, oscurecido por una severidad que no pertenecía
al anochecer, clavó los ojos en la moneda y levantó
el índice: "¡Que nadie la toque!" La noticia
se propaló vertiginosamente. Todas las casas de la provincia
de Yanahuanca se escalofriaron con la nueva de que el doctor don
Francisco Montenegro, Juez de Primera Instancia, había extraviado
un sol.
Los amantes
del bochinche, los enamorados y los borrachos se desprendieron de
las primeras oscuridades para admirarla. "¡Es el sol del doctor!",
susurraban exaltados. Al día siguiente, temprano, los comerciantes
de la plaza la desgastaron con temerosas miradas. "¡Es el sol
del doctor!", se conmovían. Gravemente instruidos por
el Director de la Escuela —"No vaya a ser que una imprudencia
conduzca a vuestros padres a la cárcel"—, los escolares
la admiraron al mediodía: la moneda tomaba sol sobre las
mismas desteñidas hojas de eucalipto. Hacia las cuatro, un
rapaz de ocho años se atrevió a arañarla con
un palito: en esa frontera se detuvo el coraje de la provincia.
Nadie volvió
a tocarla durante los doce meses siguientes. Sosegada la agitación
de las primeras semanas, la provincia se acostumbró a convivir
con la moneda. Los comerciantes de la plaza, responsables de primera
línea, vigilaban con tentaculares miradas a los curiosos.
Precaución inútil: el último lameculos de la
provincia sabía que apoderarse de esa moneda, teóricamente
equivalente a cinco galletas de soda o a un puñado de duraznos,
significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó
a ser una atracción. El pueblo se acostumbró a salir
de paseo para mirarla. Los enamorados se citaban alrededor de
sus fulguraciones.

El único
que no se enteró que en la plaza de Yanahuanca existía
una moneda destinada a probar la honradez de la altiva provincia
fue el doctor Montenegro.
Todos los crepúsculos
cumplía veinte vueltas exactas. Todas las tardes repetía
los doscientos cincuenta y seis pasos que constituyen la vuelta
del polvoriento rectángulo. A las cuatro, la plaza hierve,
a las cinco todavía es un lugar público, pero a las
seis es un desierto. Ninguna ley prohíbe pasearse a esa hora,
pero sea porque el cansancio acomete a los paseantes, sea porque
sus estómagos reclaman la cena, a las seis la plaza se
deshabita. El medio cuerpo de un hombre achaparrado, tripudo,
de pequeños ojos extraviados en un rostro cetrino, emerge
a las cinco, al balcón de un caserón de tres pisos
de ventanas siempre veladas por una espesa neblina de visillos.
Durante sesenta minutos ese caballero casi desprovisto de labios,
contempla, absolutamente inmóvil, el desastre del sol. ¿Qué
comarcas recorre su imaginación? ¿Enumera sus propiedades?
¿Recuenta sus rebaños? ¿Prepara pesadas condenas? ¿Visita
a sus enemigos? ¡Quién sabe! Cincuenta y nueve minutos después
de iniciada su entrevista solar, el Magistrado autoriza a su ojo
derecho a consultar el Longines, baja la escalera, cruza el portón
azul y gravemente enfila hacia la plaza. Ya está deshabitada.
Hasta los perros saben que de seis a siete no se ladra allí.
Noventa y siete
días después del anochecer en que rodó la moneda
del doctor, la cantina de don Glicerio Cisneros vomitó un
racimo de borrachos. Mal aconsejado por un aguardiente de culebra,
Encarnación López se había propuesto apoderarse
de aquel mitológico sol. Se tambalearon hacia la plaza. Eran
las diez de la noche. Mascullando obscenidades, Encarnación
iluminó el sol con su linterna de pilas. Los ebrios seguían
sus movimientos imantados. Encarnación recogió la
moneda, la calentó en la palma de la mano, se la metió
en el bolsillo y se difuminó bajo la luna.
Pasada la resaca,
por los labios de yeso de su mujer, Encarnación conoció
al día siguiente el bárbaro tamaño de su coraje.
Entre puertas que se cerraban presurosas se trastabilló hacia
la plaza lívido como la cera de cincuenta centavos que su
mujer encendía ante el Señor de los Milagros. Sólo
cuando descubrió que él mismo, sonámbulo, había
depositado la moneda en el primer escalón, recuperó
el color.
El invierno,
las pesadas lluvias, la primavera, el desgarrado otoño y
de nuevo la estación de las heladas circunvalaron la moneda.
Y se dio el caso de que una provincia cuya desaforada profesión
era el abigeato, se laqueó de una imprevista honradez.
Todos sabían que en la plaza de Yanahuanca existía
una moneda idéntica a cualquier otra circulante, un sol que
en el anverso mostraba el árbol de la quina, la llama y el
cuerno de la abundancia del escudo de la República y en el
reverso exhibía la caución moral del Banco de Reserva
del Perú. Pero nadie se atrevía a tocarla. El repentino
florecimiento de las buenas costumbres inflamó el orgullo
de los viejos. Todas las tardes auscultaban a los niños que
volvían de la escuela. "¡Y la moneda del doctor?",
"¡Sigue en su sitio!", "Nadie la ha tocado",
"Tres arrieros de Pillao la estuvieron admirando". Los
ancianos levantaban el índice; con una mezcla de severidad
y orgullo: "¡Así debe ser; la gente honrada no necesita
candados!".

A pie, o a caballo,
la celebridad de la moneda recorrió caseríos desparramados
en diez leguas. Temerosos que una imprudencia provocara en los pueblos
pestes peores que el mal de ojo, los teniente-gobernadores advirtieron,
de casa en casa, que en la Plaza de Armas de Yanahuanca envejecía
una moneda intocable. ¡No fuera que algún comemierda bajara
a la provincia a comprar fósforos y "descubriera"
el sol! La fiesta de Santa Rosa, el aniversario de la Batalla de
Ayacucho, el Día de los Difuntos, la Santa Navidad, la Misa
de Gallo, el Día de los Inocentes, el Año Nuevo, la
Pascua de Reyes, los Carnavales, el Miércoles de Ceniza,
la Semana Santa y, de nuevo, el aniversario de la Independencia
Nacional sobrevolaron la moneda. Nadie la tocó. No bien llegaban
los forasteros, la chiquillería los enloquecía: "¡Cuidado,
señores, con la moneda del doctor!" Los fuereños
sonreían burlones, pero la borrascosa cara de los comerciantes
los enfriaba. Pero un agente viajero, engreído con la
representación de una casa mayorista de Huancayo (dicho sea
de paso: jamás volvió a recibir una orden de compra
en Yanahuanca) preguntó con una sonrisita: "¿Cómo
sigue de salud la moneda?". Consagración Mejorada le
contestó: "Si usted no vive aquí, mejor que no
abra la boca". "Yo vivo en cualquier parte", contestó
el bellaco, avanzando. Consagración —que en el nombre llevaba
el destino— le trancó la calle con sus dos metros: "Atrévase
a tocarla", tronó. El de la sonrisita se congeló.
Consagración, que en el fondo era un cordero, se retiró
confuso. En la esquina lo felicitó el Alcalde: "¡Así
hay que ser: derecho!" Esa misma noche, en todos los fogones,
se supo que Consagración, cuya única hazaña
conocida era beberse sin parar una botella de aguardiente, había
salvado al pueblo. En esa esquina lo parió la suerte.
Porque no bien amaneció los comerciantes de la Plaza de Armas,
orgullosos de que un yanahuanquino le hubiera parado el macho a
un badulaque huancaíno, lo contrataron para descargar, por
cien soles mensuales, las mercaderías.
La víspera
de la fiesta de Santa Rosa, patrona de la Policía, descubridora
de misterios, casi a la misma hora en que un año antes la
extraviara, los ojos de ratón del doctor Montenegro sorprendieron
una moneda. El traje negro se detuvo delante del celebérrimo
escalón. Un murmullo escalofrió la plaza. El
traje negro recogió el sol y se alejó. Contento de
su buena suerte, esa noche reveló en el club: "¡Señores,
me he encontrado un sol en la plaza!".
La provincia
suspiró.
MS
Manuel
Scorza nació en Lima en 1928. Poeta, novelista y militante
político varias veces obligado a exilarse del Perú,
entre sus obras destacan
Las
Imprecaciones (1955, Premio Nacional de Poesía 1958), el
ciclo La guerra silenciosa, que integran
Redoble
por Rancas (1970), Historia de Garabombo el invisible (1972), El
jinete insomne (1976), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba
del relámpago (1978), y La Danza Inmóvil (1983). Murió
en un accidente aéreo en 1983.
Nos
hemos permitido la licencia editorial de ilustrar esta nota con
fotografías de otras plazas y calles andinas: específicamente
de la provincia argentina de Jujuy.
Nuestros
otros antepasados…:
Número
62 I Cultura de las Ciudades – Nuestros Antepasados (VII)
La
dolce vita I
Roma, eco y escenario de una dulce decadencia I Marcelo Corti
Número
34 I Nuestros antepasados
Comala
I La novela, el pueblo y la ciudad. I Ricardo Greene F.
Número
29 I Nuestros antepasados
Robocop
I Detroit ya no es lo que era. I Marcelo Corti
Número
22 I Nuestros antepasados (IV)
Taxi
Driver I ¿Me estás hablando a mí? I
Marcelo Corti
Número
17 I Cultura Nuestros antepasados (III)
¿Dónde
queda Springfield? I El hogar de los Simpsons I Marcelo
Corti
Número
16 I Cultura Nuestros antepasados (II)
El
cuarteto de Alejandría I La ciudad, y su Poeta.
I Marcelo Corti
Número
15 I Cultura Nuestros antepasados (I)
Uno
contra todos I El Manantial, un melodrama de la Arquitectura.
I Marcelo Corti
|