
Villa
Regina en la actualidad (fuente: Google
Earth)
Contrariamente
a lo que a primera vista pareciera, la escala menor en lo espacial
y demográfico presenta habitualmente una serie de características
y rasgos que son fortalezas para la gestión sociocultural, a condición
de reflexionar previamente -tras conocer e investigar- sobre la
relación entre lo dado, lo existente, el punto de partida en el
cual el gestor se instala, y aquello que pretende alcanzar, o
lo que sueña con realizar.
De
todos esos rasgos deriva la proximidad, la cercanía, como un valor
destacado a tomar en consideración por sus ventajas implícitas
y explícitas, tanto para la gestión como para la administración.
Con
todo, los avatares de la historia, especialmente en los tiempos
que corren, con el fenómeno omnipresente de la globalización,
atraviesan y condicionan muchas de esas ventajas, a veces relativizándolas,
otras veces potenciándolas. En este artículo, el autor expone
un ejemplo del primer caso, cuando la proximidad queda “licuada”
por los cambios históricos.

Balsa
sobre el Río Negro en Villa Regina
La
proximidad como fortaleza para la gestión
Con
la excepción de Viedma, emplazada en 1779 en la desembocadura
del río Negro (los ríos Neuquén y Negro constituyen el límite
norte de la
Patagonia argentina); el resto de los asentamientos
en el valle homónimo surgieron entre la segunda mitad del siglo
XIX y el primer cuarto del XX. Durante mucho tiempo, todos tuvieron
el rango de asentamientos
pequeños debido a su escasa
población, dentro de límites durante muchos años no fijados
legalmente pero generalmente de reducidas dimensiones, independientemente
de la extensión más amplia de los departamentos que los contuvieran.
Recién
en las últimas décadas del siglo XX algunas de esas poblaciones
experimentaron crecimientos demográficos notorios, por lo cual
dejaron de pertenecer a aquella categoría mientras simultáneamente
crecían en lo económico y social, diversificando actividades,
transformando condiciones y calidades de vida, así como sus modos
de relación con las poblaciones vecinas. Y si bien los ejidos
y las distancias se mantuvieron constantes, los
contactos internos y externos se multiplicaron y se hicieron
cada vez más rápidos, en consonancia con los increíbles adelantos
científico-tecnológicos simultáneamente producidos en el mundo,
por lo que muchos de estos pueblos hace ya bastante tiempo que
son percibidos por propios y extraños con características propias
de ciudades más grandes, al haber desarrollado una vida política,
social, económica y cultural muy intensa y muy compleja.
De
todos modos, dicho crecimiento ha tenido ritmos y resultados desiguales
en las poblaciones históricamente situadas a la vera del río Negro.
Las múltiples transformaciones obedecen, en líneas generales,
a una favorable articulación de variables internas y externas;
es decir, por un lado aquellas pertenecientes a las respectivas
localidades con sus respectivos grados y modalidades de desarrollo,
y por otro a las condicionantes externas, zonales, regionales,
provinciales, nacionales y, en las últimas décadas, las que son
fruto directo e indirecto de la
globalización.
Éstas
últimas son suficientemente conocidas como para enfrascarme en
ellas. Más interesante resulta la reflexión acerca de lo que estimo
una característica común de esas localidades que continúan en
el rango de pequeñas. Me refiero a la proximidad que se produce
al interior de dichas poblaciones pequeñas, todas básicamente
de origen rural, en función del desarrollo agrícola en el
valle que se extiende desde la confluencia de los ríos Neuquén
y Limay para dar origen al río Negro, hasta la desembocadura de
éste en el Océano Atlántico. Esas localidades son, en general,
de superficie reducida y cuentan con poblaciones también reducidas.
Además, en algunos sectores del valle se hallan a escasos kilómetros
de distancia de otras poblaciones.
Ciertamente,
la proximidad no es un elemento privativo de las poblaciones pequeñas,
puesto que una ciudad puede ser pequeña en cuanto a población
pero grande o muy extendida espacialmente, y en este caso lo más
destacable pudiera ser la dispersión y el distanciamiento antes
que la
proximidad. A la inversa, una ciudad pequeña
en superficie puede tener cientos de miles de habitantes y en
este caso ya no será considerada pequeña. Y en este último caso
el rasgo de proximidad puede estar presente en lo físico-espacial
pero ausente en lo social.
Asimismo,
en la ciudad cosmopolita y ampliamente extendida, la proximidad
puede presentarse como construcción deliberada de zonas particulares
dentro de la ciudad, y con una alta concentración humana. La proximidad,
en este caso, sería buscada para facilitar el desarrollo de infraestructura
y equipamientos con menores costos, a la vez que para planificar
y regular la expansión de la ciudad. Un ejemplo lo constituyen los típicos barrios
de planes sociales en monoblocks,
pero en estos casos la proximidad física resultante suele estar
en pugna con el distanciamiento
de las interacciones sociales motivado por razones diversas,
como por ejemplo el miedo a los otros, a los desconocidos.
En
el caso de las zonas residenciales del tipo country
también ocurre una ventajosa localización concentrada de población,
de infraestructura y de provisión de bienes y servicios múltiples,
que tampoco es complementada necesariamente por una proximidad
afectiva ni comunicativa, puesto que allí el valor buscado es precisamente el aislamiento
como medio para una mayor privacidad.
El
caso extremo lo vemos en un edificio de muchos pisos y cientos
de departamentos, en el que a pesar de la gran proximidad entre
personas e infraestructura, incluso con la posibilidad de contar
con áreas localizadas de intercambio comercial o recreativo, esa
proximidad espacial indiscutible no genera necesariamente una
proximidad en las relaciones e interacciones de los que allí conviven.
Por el contrario, los vínculos suelen ser circunstanciales y
superficiales, aun entre moradores de un mismo piso.
La
proximidad en las poblaciones pequeñas se comprueba a través de
las modalidades en que se presentan los aspectos espaciales, demográficos,
económicos, sociales y culturales. La escala de las pequeñas ciudades
presenta, en general, el rasgo de proximidad o vecindad entre
los diversos lugares y los protagonistas sociales reales (hago
abstracción de los protagonistas externos virtuales, hoy presentes
como un dato casi natural de la realidad).
Muchas
veces, las pequeñas poblaciones suelen ser consideradas desde
varios puntos de vista como poseedoras de condiciones desfavorables para la gestión
pública: por ejemplo desde una racionalidad económica en relación
con los costos de instalación de infraestructura básica de bienes
y servicios en la zona urbanizada, o desde los resultados concretos
de la movilización y consumo cultural, o desde los requerimientos
de la producción y el consumo de bienes económicos locales, precisados
en todos esos casos de una operatividad a escala mayor para reducir
costos y obtener tasas de rentabilidad más elevadas. Sin embargo,
la pequeña escala poblacional posee ventajas que la tornan muy
interesante, sobre todo desde los intereses de la gestión urbana,
sociocultural o estrictamente cultural, campos que deberían abordarse
con un enfoque integrador multidisciplinar.
Podemos
caracterizar esa proximidad como la cercanía producida al interior de los ejidos municipales entre sus
diversos elementos constitutivos -no sólo considerando su
población- como fruto de la brevedad de las distancias espaciales.
Fruto de ella son la proximidad física; las modalidades y frecuencia
de las interacciones sociales y de la comunicación interpersonal
e institucional; la existencia de fuerte memoria compartida y la sensación intensa
de pertenencia junto con otros a un espacio y a una comunidad
comunes. Todos ellos, elementos participantes en los procesos
de constitución identitaria de las personas.
La
proximidad es la principal causante de las formas, condiciones
y frecuencia de los intercambios materiales y simbólicos y de
todo tipo de relaciones al interior de las ciudades pequeñas.
Por ella la ciudad posee una
dinámica más intensa, más compleja y más eficaz en muchos aspectos
o asuntos que en las ciudades grandes, sin que esto sea tampoco
una regla inexorable. Habitualmente se piensa este tipo de ciudad
pequeña como un espacio relativamente armónico, de gran previsibilidad,
casi en tono menor; pero esa imagen, admisible en épocas pasadas,
ya no se compadece con las características
del mundo actual, en el que hasta
los lugares más pequeños se hallan insertos en una trama de interacciones
casi infinitas.
De
modo que la limitación del espacio al nivel de la pequeña ciudad,
especialmente la originada como explotación rural, configura proximidad.
Esta a su vez, a los fines de la gestión urbana y de la gestión
sociocultural, debe convertirse
en un plus, en una fortaleza que el gestor aprovechará inicialmente
para fomentar y expandir mediante actividades diversas las interacciones
e intercambios entre los actores sociales implicados (individuos,
grupos, instituciones, colectividades, organizaciones, etc.),
el medio y sus elementos constitutivos; así como también el desarrollo
del inmenso campo sociocultural real y potencialmente existente
en ciudades pequeñas.

Alumnos
de la Escuela N° 52 en el centro fundacional
de Villa Regina, década de 1920
Resultados
inmediatos y estratégicos de la intervención gestionaria
Las
intervenciones del gestor buscarán alcanzar objetivos
de corto, mediano y largo plazo, verificables y ajustables
como todo objetivo. Pero también perseguirán la realización de
fines estratégicos cuya realización diferida en el tiempo
no será tan fácilmente evaluable ni ajustable. Mientras los objetivos
tienden a ser concretos, tangibles, los fines suelen ser ideales
o intangibles. En el primer caso, las intervenciones de gestión
seguirán la misma impronta de acciones concretas en espacios y
tiempos previstos relacionados con la infraestructura y la dinámica
de la vida material, incluyendo comportamientos humanos observables,
por ejemplo, en la utilización de infraestructura para el desarrollo
del deporte.
Tratándose
de fines socioculturales de gestión se relacionan con la vida
psíquica, espiritual y cultural, como supuestos subyacentes de
los comportamientos y como actitudes a la base de estos; por ejemplo,
el fortalecimiento de una conciencia de participación y solidaridad
entre los habitantes de la pequeña ciudad o la producción de ciudadanía. En estos casos, las intervenciones gestionarias
y el desarrollo de fines que más bien son principios o actitudes
a instalar, no poseen espacios y tiempos previstos sino que son
totalizadores, además de tender a independizarse, a autonomizarse
respecto de los gestores implicados. Las necesidades de infraestructura
y equipamiento y la oferta y consumo sociocultural revisten magnitudes
en principio menores que las existentes en ciudades de dimensiones
mayores.
Las
intervenciones de gestión del primer tipo configuran acciones
generalmente públicas (sin por ello excluir al sector privado)
y actos administrativos (es decir, registrables y documentables);
en cambio, las segundas no suelen dejar huellas de esta clase.
Sin embargo, ambos obran y repercuten en las relaciones humanas
imprimiendo huellas más o menos duraderas en las costumbres y tradiciones de una
comunidad.
De
modo que las intervenciones gestionarias pueden transformar las
componentes socioculturales de un lugar no sólo en lo inmediato
sino también estratégicamente, incluyendo los rasgos idiosincrásicos
de sus habitantes (aunque esto último no sea develado o sea de
difícil reconocimiento). Siempre será cuestión de investigar,
de reconocer los emergentes implicados y de saber decodificarlos
a los fines de optimizar una planificación gestionaria sustentable,
antes de proceder a efectuar las correspondientes intervenciones.
Por
cierto, las calidades de la participación social no son necesariamente
dependientes de las características idiosincrásicas de una comunidad
concreta o de ciertas colectividades que puedan integrarla -con
todo lo que a este factor pueda corresponder en situaciones reales-,
ya que a menudo aquella obedece también a simples razones de oportunidad,
de intereses o de conveniencia. De modo que la gestión sociocultural
puede transformar no sólo las formas de las interacciones y sus
sentidos sino también las
actitudes que se hallen a la base de las mismas.
Décadas
atrás, cuando los estudios de gestión no se habían desarrollado,
abundaban las intervenciones sociales de carácter reactivo, ex
post, casi siempre en procura de efectos correctivos o asistencialistas
en situaciones conflictivas. Hoy, en cambio, existe mayor conciencia
acerca de los beneficios de practicar una intervención gestionaria
de carácter preventivo, anticipativo, en su más amplio alcance,
para sembrar los efectos futuros de la transformación deseada
ex ante la ocurrencia de los sucesos no deseados pero posibles de
suceder.
Vale
aclarar que no me refiero únicamente a la gestión monopolizada
por el poder político o administrativo sino a las múltiples intervenciones
de todo alcance que ocurren en cualquier ciudad con objetivos
preventivos o asistenciales concretos pero que, al reiterarse
regular y constantemente, pueden revestir caracteres finalísticos
aunque a menudo no suelan ser reconocibles.
Podríamos
decir entonces que si es conveniente diseñar metas finalísticas
en las que inscribir el desarrollo de los objetivos de diverso
alcance, cuando los fines no son visibilizados los objetivos concretos
realizados pueden ir construyendo resultados que a la larga configuran
efectos finalísticos. Dicho de otra forma, la realización habitual
de objetivos concretos en una comunidad siembra elementos actitudinales
de alcance estratégico, lo cual favorecerá
el carácter autónomo y conciente de la participación social.

Cooperativa
Colónica de Villa Regina, década de 1920
Agentes
individuales y colectivos de la participación sociocultural
La
participación y la solidaridad sociales, entre otros valores societales,
pueden reconocerse en acto cuando son promovidas por diversos
agentes sociales particulares o por grupos especialmente motivados
para el logro de resultados concretos, pero también pueden estar
creciendo a nivel espiritual, religioso o cívico, independientemente
de la frecuencia y extensión de sus realizaciones. En consecuencia,
las funciones y los roles
sociales en la pequeña escala urbana deben ser enfocados bajo
una nueva luz, resaltando sus puntos fuertes en razón precisamente
de aquello que normalmente no se percibe, como es la proximidad,
y que constituye un valor en orden a la gestión.
Tal
el caso del párroco, el comisionado municipal, el pastor evangélico,
el comisario de policía, el médico y la enfermera, el funebrero,
el dueño del corralón de materiales, la directora y las maestras
de la escuela, los alumnos, etc., los cuales interactúan concientemente
con personas y grupos, pero sin reducir sus interacciones en un
sentido unidireccional, ya que habitualmente son interesados relativamente
concientes en recibir, en su particular esfera de acción social,
los frutos de la participación comunitaria
mediante la formación de condiciones actitudinales que faciliten
la asunción autónoma y constante de aquellas motivaciones por
parte de los integrantes de la comunidad. Otras
veces pueden ocurrir intervenciones sociales de agentes interesados
en proyectos concretos pero ocasionales, tales como promotores
o activistas varios en circunstancias específicas.
Los
ejemplos dados primeramente constituyen una pequeña parte de las
posibilidades reales que cualquiera conoce. En el último caso,
podemos estar frente a colectivos u organizaciones circunstanciales;
por ejemplo, cuando existen motivaciones o necesidades sociales,
específicas o generales, junto con la ausencia de agentes dirigenciales
particulares o institucionales.
En
la vida de una comunidad suelen aparecer momentos de gran impulso a
la agregación de voluntades y esfuerzos individuales en organizaciones
concretas. Algunos son inherentes a la propia vida comunitaria,
tal como momentos de crisis (de estancamiento o de crecimiento);
otras veces obedecen a circunstancias externas, como por ejemplo
el retorno a la vida democrática a fines de 1983. En general,
en este último tipo de circunstancias la dinámica social se acelera
y facilita la emergencia de organizaciones específicas. Ese año
aparecieron en todas partes numerosas organizaciones sectoriales,
multisectoriales, partidarias y multipartidarias, tanto en ciudades
pequeñas como grandes.

Villa
Regina desde la meseta circundante, década de 1920
Ventajas
y limitaciones de la proximidad
La
principal ventaja de la proximidad consiste en sus fortalezas,
consistentes en las facilitaciones que ella permite a la acción
o intervención de gestión. Entre ellas, las siguientes: el desarrollo de múltiples vínculos interpersonales
con mayores niveles de intensidad, tales como la amistad,
la afectividad, la colaboración, la empatía, la confianza, la
asociatividad, la memoria, el sentido de pertenencia, la contención
grupal, etc., y las consecuencias derivadas de éstas. Ello no
significa creer ingenuamente que por poseer esas características
las comunidades pequeñas son siempre armónicas, participativas
y solidarias, y que las grandes son todo lo opuesto, ya que se
sabe que en cualquier escala pueden darse -y de hecho se dan-
todas las contradicciones posibles.
Además,
otras ventajas de la proximidad están representadas en el hecho
de que a distancias menores
corresponden mayores facilidades de contacto entre partes o
elementos internos, como por ejemplo:
- en términos de frecuencia
de los contactos presenciales o físicos, y de intercambios
de cosas materiales, los que suelen ser más numerosos;
- de menor tiempo insumido en función de distancias a recorrer a
esos fines;
- derivado de los anteriores, las relaciones entre operadores gestionarios y participantes tienden
a ser directas, con pocas mediaciones;
- en términos de costos de traslados y transportes de personas y
cosas al interior de la ciudad;
- a menor cantidad de población, tamaño de infraestructura proporcionada;
a superficies reducidas, menor necesidad de infraestructura
descentralizada; en consecuencia, menores
requerimientos de inversión necesarios para el desarrollo
de infraestructura de servicios socioculturales (las necesidades
de infraestructura y equipamiento y la oferta y consumo sociocultural
revisten magnitudes en principio menores que las existentes
en ciudades de dimensiones mayores);
- al concentrarse los espacios públicos, por lo general en el centro
histórico de la pequeña ciudad, allí se reciben y concentran
las demandas de consumo sociocultural y allí mismo se procesan
en tanto la ciudad sigue siendo de reducida población (cuando
la ciudad crece se desarrollan los espacios suburbanos y allí
comienzan las necesidades de infraestructura descentralizada);
- la gran intensidad de las vivencias deja improntas modeladoras
muy fuertes en el psiquismo, la espiritualidad y la sociabilidad
de los protagonistas;
- la duración de esas improntas suele ser muy grande, tal como también
sucede con la memoria
comunitaria.
De
ahí que estas ventajas sean muy importantes para la gestión sociocultural
en particular y para la gestión de la ciudad en general. Por otra
parte, el hecho de que estas ciudades estén situadas la mayoría
a muy corta distancia entre sí también genera proximidad entre
ellas Esto produce una
ampliación de escalas de gestión, desde la
local a la zonal, desde la zonal a la regional y desde ésta a
la provincial, que alienta las intervenciones gestionarias
en proyectos compartidos, valiéndose de la ampliación consiguiente
de los espacios implicados como mercados y como públicos, especialmente
(SCHULMAISTER, 2008; lamentablemente, estas ventajas aún hoy son
escasamente volcadas a una práctica de gestión en equipo y coordinación
entre, por ejemplo, los gestores socioculturales públicos de las
municipalidades; y muchísimo menos aún entre los del campo privado;
concretamente, ello facilitaría la creación de redes de gestión
sociocultural institucionales, es decir, planificadas y permanentes,
entre ciudades vecinas,
con las ventajas de ampliación de oferta y de demanda y de reducción
de costos de producción, y no solo a nivel público, sino también
privado; por ejemplo, entre organismos y centros culturales privados
como bibliotecas, institutos, etc.).
En
consecuencia, el gestor trabajará teórica y prácticamente con el espacio y con el
tiempo, es decir, con la historia, -vectores de la proximidad-,
promoviendo el análisis crítico de sus condiciones reales y virtuales,
así como de los diversos tipos
de contactos e intercambios existentes, necesarios, deseables
y posibles entre los individuos, los grupos sociales y las instituciones
que integran una comunidad.
En
general, la proximidad que genera la aldea o la pequeña ciudad
-más aún si es de tipo rural-, favorece la generación de energías proactivas y, al mismo tiempo, la condensación
de la cultura y su conservación con más intensidad, en general,
que en las escalas mayores.
A
primera vista se trata de fuerzas aparentemente contradictorias,
que en realidad son complementarias y cuyos respectivos resultados
se capitalizan y se potencian mutuamente en el crecimiento comunitario.
Sin embargo, esa relación de fuerzas puede tornarse asimétrica
en ciertas circunstancias, tales como en el caso de que el crecimiento
sea superior o más rápido que las tendencias conservacionistas
de la cultura. En este último
caso, lo nuevo desplazará
fatalmente a lo viejo.
En
la historia de todos los pueblos pequeños del Alto Valle de Río
Negro -cuando todavía eran pequeños- siempre se ha visto la aparición
de esta asimetría. Las razones que pueden aducirse para su explicación
son múltiples, pero especialmente se debe tener en cuenta que
todas las variables sociales -y no sólo algunas- están en movimiento
en todo momento. El ejemplo más fácil de entender lo constituyen
las modalidades actuales de la cultura en tiempos de la globalización,
que simultáneamente unifican y fragmentan, conectan y aíslan, acceden y rechazan
las interacciones sociales.
En
esta etapa, pues, la gestión de la ciudad y en ella la gestión
sociocultural se encuentran
en una encrucijada, pues a mi juicio no pueden revertir la
tendencia del presente a fagocitar el pasado condensado en tradiciones
y costumbres que hasta no hace mucho tiempo podían contarse con
orgullo en el patrimonio histórico cultural intangible.
Desde
ya, no se trata de querer anular el devenir histórico, lo cual
sería un despropósito, ni de forzar ni intervenir culturalmente
para anular la libertad de la vida con el pretexto de mantener
rasgos que suelen considerarse identitarios, sino de reflexionar
acerca de cómo se puede -desde la gestión- aportar
al enriquecimiento de la imagen y la autoimagen identitaria sin
forzar dicho proceso.

Capilla
del Cementerio de Villa Regina, 1926
La
proximidad en retirada
Las
consideraciones precedentes me llevan a reflexionar sobre un fenómeno
real y frecuente en pequeñas poblaciones, sobre todo en las de
tipo rural, por causa de las transformaciones actuales de la vida. Me refiero a las relaciones
de distancia espacial, entre el centro del poblado y el cementerio,
generalmente un cementerio público municipal; y también a la distancia sociocultural que por efectos
del cambio social histórico se produce entre los hombres actuales
y la función social de la salida de escena de la vida, aquello
que antes se llamaba el funeral o el entierro. Más allá de referirme
a la costumbre y al cambio en sus múltiples posibilidades, quiero
mover al lector a reflexionar acerca de las posibilidades de intervención
para contrarrestar ciertas tendencias cuando ello es posible.
Estrictamente
pienso en los cambios de significado y sentido en el
traslado final de los restos físicos del
fallecido. Me sitúo en Villa Regina, cuando los colonos
desmontaron el terreno para hacer un camino que condujera hasta
un recodo de la meseta, lugar en el que organizaron el cementerio
de la flamante colonia a comienzos de 1925 (apenas un año después
de iniciarse la colonización en la localidad) trabajando voluntariamente
a pico y pala los domingos a la mañana durante un mes.
En
esos tiempos no existía ninguna empresa de sepelios. Los
velatorios se realizaban en las casas de los fallecidos o de sus
familias, siendo luego trasladados hasta la
Iglesia, donde se les brindaban las últimas honras
fúnebres, y desde allí en caravana de chatas, sulkys,
y más escasamente de algún Ford T, hasta el flamante cementerio.
Desde la Iglesia se veía en esos años
el camposanto emplazado aproximadamente a unos 1.500 metros en línea
recta. La distancia parecía
infinita porque se prolongaba más allá de la zona poblada,
por lo cual no era recorrida de a pie por nadie, pese a lo exigua
que en realidad era y es, a menos que se tratara de acompañar
algún cortejo fúnebre.
Pero
no sólo el tiempo era diferente entonces, el espacio también lo
era. Las reducidas dimensiones del espacio céntrico de la Colonia Regina
hacían que el cortejo recorriera las calles principales antes
de emprender el camino final. A su paso se suspendían las actividades,
se bajaban las persianas de los comercios, se cerraban las ventanas
de las casas particulares, los transeúntes se detenían, se santiguaban
y persignaban y permanecían en silencio hasta que el cortejo se
alejara. Esa despedida era un ritual comunitario en un contexto espacial que adaptaba sus condiciones
materiales a la función social exigida.
He
aquí el comportamiento social interactivo que la proximidad y
el conocimiento social mutuo al interior de la pequeña población
permitían. Eran tiempos en los que todos se conocían y se tenían
mutuamente en cuenta, por lo cual la muerte de un miembro de la
comunidad afectaba a todos sus integrantes. En consecuencia, el
recorrido efectuado por el cortejo fúnebre no era arbitrario sino
fundado en la necesidad
espiritual que los que quedaban vivos en la aldea tenían de
“despedir” al muerto, además de la poética necesidad de éste de
recorrer por última vez sus calles. Ambos, pues, se despedían.
Existía
así, dada la escala de la colonia, una función espiritual de despedida
de la comunidad a cada uno de sus miembros al pasar
a la otra vida, como se decía y se pensaba por entonces respecto
del óbito. La pequeña distancia de un kilómetro y medio antes
mencionada, apenas engrosada con el recorrido por las calles principales,
producía además un fenómeno
de comunicación de profunda significación. Todos se anoticiaban
acerca del finado pues el ataúd, por años tirado por caballos
y más tarde por un automóvil negro con una cruz inmensa en su
techo, llevaba su nombre en un costado, en letras de papel dorado
que podían leerse desde las veredas.
Noticia,
comentarios, recuerdos del fallecido, de cuando todavía vivía,
actitudes y emociones de la sensibilidad
y registro de su ausencia definitiva se convertían en hechos
sociales, puesto que en esos tiempos la muerte tenía un sentido
comunitario, un valor importante y una consideración por parte
de los vivientes que ni por asomo tiene hoy. Más
intensa era esa experiencia para quienes acompañaban al muerto
hasta su última morada, allí bajo la tierra pelada
y salitrosa, en un paisaje donde lo más alto que se erguía sobre
ella eran las cruces de las tumbas, ya que el cementerio no era
la ciudad de los muertos con sus calles y avenidas y sus moles
y monumentos de cemento tal como es hoy en cualquier ciudad.
Ese
mundo de la experiencia espiritual que las pequeñas poblaciones
rurales permitían ha desaparecido
en general, aun en poblados rurales pequeños y recientes. Actualmente,
el recorrido de un cortejo fúnebre dura un instante y, aun cuando
ocasionalmente circule por alguna calle céntrica de alto tránsito,
el comportamiento de la gente a su paso está signado por la indiferencia
más generalizada, incluso por el no registro colectivo de su paso
(¡no registro en las conciencias, aun con los ojos abiertos!)
y la ausencia de notificación social del fallecimiento.
Evidentemente,
la muerte ya no es lo que era. ¡Y la vida tampoco, que va! Es que
el hombre actual integra una red virtual planetaria y aun cósmica
que lo ha vuelto a un estado similar al que tenía cuando era un
gañán prehistórico. Cuando desconocía lo que existía más allá
del horizonte de su espacio de acción cotidiano organizaba imaginariamente
el mundo celestial a escala cósmica y creaba lazos entre él y los dioses imaginados.
Sin embargo, el comportamiento del hombre actual es más triste
aún, pues sabiendo lo que existe a nivel terrenal e intuyendo
el más allá, en lugar de interactuar dialógicamente y sin límites
espaciales se retrae, se aísla y se esconde tras las máquinas
de interacción virtual.
Obviamente,
no hablo aquí de las comunidades marginales, indígenas, campesinas,
pobres, de zonas periféricas, relictos de un mundo que se disuelve
culturalmente por la expansión del sistema mundial capitalista
sin que por ello sus integrantes
sean promovidos humanamente, por más que se crea que la accesibilidad
a ciertas tecnologías de uso masivo así lo indica. No, me refiero
al mundo de la conciencia de millones y millones de seres humanos.
Me refiero a las comunidades del centro del sistema mundial.
Es
sabido que la acción cultural debe preservar los bienes del patrimonio
histórico cultural. Pero al decirlo suele pensarse exclusivamente
en bienes tangibles, básicamente museables, lo cual representa
un cariz materialista muy importante por cierto, pero que opaca
la dimensión espiritual y psicológica del hombre y la comunidad,
y por ende, otros bienes específicos del patrimonio histórico
cultural intangible. De modo que la gestión debe tomar en
consideración las limitaciones de esa concepción de patrimonio.
Ciertamente,
no se trata de congelar ni de conservar expresiones del pasado
cuando no son experimentadas ni sentidas con las características
que ello tenía en los primeros tiempos de la ciudad. Pero sí de considerar
las posibilidades de intervenir gestionariamente en la ciudad
para crear condiciones que permitan, por ejemplo, dotar al espacio
de los cementerios y al trayecto hasta ellos de las condiciones
de respetabilidad y dignidad que la muerte en si misma merece,
así como a la experiencia del recuerdo y las vivencias espirituales
de los deudos en un mundo cada vez más deshumanizado.
Se
me dirá que, además de los cambios en las costumbres, como por
ejemplo los experimentados por los velatorios (cada vez más un
mero trámite formal, vacío de sentimientos) lo impide la presión inmobiliaria sobre la tierra, o la ausencia histórica
de planificación de los cementerios en los ejidos municipales,
que condicionan, encorsetan e impiden una nueva organización espacial
con sentido humanista (obviamente, no tengo por humanismo la existencia
y el sentido de, por ejemplo, un cementerio vertical como el de Santos, Brasil, con 32 pisos y más
de 30.000 nichos; ni siquiera para esa ciudad, así que ni pensar
en nuestras pequeñas ciudades); o que otro sería el cantar si
se crearan asentamientos poblacionales planificados previamente
en lugar del crecimiento periférico de los ya existentes, o que
hoy existen cementerios privados en los que sí puede hacerse lo
que en los públicos no. Pero yo pregunto, ¿por qué éstos últimos
pueden tener ambientes dignos para la función que atienden? La
respuesta no es otra que porque hay recursos económicos accesibles
que sin duda vencen todos los obstáculos. Ello significa que es posible la intervención gestionaria que transforme el espacio y los
comportamientos humanos con sentidos nuevos y deseables sin
esperar simplemente que el azar someta a aquellos a condiciones
a menudo deficientes y deplorables.
El
ruido, la indiferencia, la oquedad de las mentes y la frialdad
de los corazones masificados y alienados contaminan hoy la convivencia
en todas las escalas. ¿Por qué no proponer entonces una
vuelta al respeto colectivo a la salida de escena, a ese último
pasaje por la vida? ¿Qué tal si para ello se partiera de considerar
la vinculación entre el centro de la ciudad, como caja de resonancia
de la vida comunitaria, y el camposanto, como destino colectivo,
planificando desde un principio en toda nueva organización urbana
esa articulación espacial para revestirla de notas singulares,
especialmente desde la estética, buscando restaurar la conciencia colectiva
acerca de lo inexorable del último viaje?
No
se debe olvidar que la ciudad no constituye una variable de la convivencia social sino que es la convivencia misma. Por su
parte, la pequeña ciudad, o la aldea, tienen más fortalezas a
considerar, puesto que tienen espacio disponible para el crecimiento,
y tiempo, mucho tiempo para crecer. Y eso debe fundar nuevas esperanzas
para la construcción de una sociedad mejor.
CS
El
autor es Profesor de Historia y Máster en Gestión y Políticas
Culturales en el MERCOSUR (Univerdidad de Palermo), gestor cultural,
docente, escritor y columnista en diarios del país y extranjeros.
Es autor, entre otros libros, de Gestión Cultural Municipal. De la trastienda
a la vidriera (2008). Vive en Villa Regina (Río Negro).
Sobre
planificación y gestión de ciudades pequeñas, ver entre otras
notas en
café
de las ciudades:
Número
72 I Planes de las
ciudades (I)
Planeamiento
urbano de ciudades intermedias en la Argentina I Apuntes del encuentro en Goya, Corrientes I Por Marcelo Corti
Números
46 y 47 I Planes de las ciudades
Alta
simplicidad (I) y (II)
I A propósito de la gestión. I Ramón
Martínez Guarino
Bibliografía
GARCÍA
DELGADO, Daniel (Comp.), Hacia
un nuevo modelo de gestión local. Municipio
y Sociedad Civil en Argentina. Oficina de
Publicaciones del CBC, UBA –Universidad Católica de Córdoba.
HERNÁNDEZ,
Tulio, La
investigación y la gestión cultural de las ciudades.
En: Pensar Iberoamérica, Revista de Cultura de la OEI.Nº 4, Junio-Septiembre
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MEJÍAS
LÓPEZ, Jesús, Estructuras y principios de gestión del patrimonio cultural municipal.
Gijón, Ed. Trea, 2008.
SCHULMAISTER,
Carlos, Gestión Cultural Municipal. De la trastienda a la vidriera (2008). Gral.
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TORNERO
BORREDÀ, Genís, La
gestión cultural municipal: el caso de Aielo de Malferit [Valencia].