Cada
escritor crea sus precursores, decía Borges comentando
a Kafka. La actual fascinación
por Roberto Bolaño (a la cual adhiero) permite una relectura
contemporánea del escritor más reivindicado por el chileno,
el tantas veces discutido Julio Cortazar. “Los detectives salvajes” ha
sido en ese sentido asimilado a Rayuela, y las derivas
de sus protagonistas por el DF tienen un claro contacto
con las andanzas parisinas de Olivera y sus adláteres por París o Buenos Aires.
Al
cumplirse 20 años de su muerte, café
de las ciudades definió así a Cortazar:
“Escritor universal, pero profundamente argentino, su Rayuela unió Buenos Aires, Montevideo y París
en la oscura historia de amor de Olivera y la Maga. Con menos vocación
experimental que su novela, pero con una certera y delicada
escritura, sus cuentos están entre los mejores del siglo
XX”. Como homenaje, “como invitación a leerlo para quienes no lo
conocen, y a releerlo para quienes lo hemos disfrutado”,
se ofrecía también su “Tristeza del cronopio”
(“Historias de Cronopios y de Famas”, 1962):
A
la salida del Luna Park un
cronopio advierte
que su reloj atrasa, que su reloj atrasa, que su reloj.
Tristeza
del cronopio frente a una
multitud de famas que remonta Corrientes a las once
y veinte
y el, objeto verde y húmedo, marcha a las once y cuarto.
Meditación
del cronopio: "Es tarde,
pero menos tarde para mi que para los famas,
para los famas es cinco minutos más tarde,
llegarán a sus casas más tarde,
se acostarán más tarde.
Yo
tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos
acostarme,
yo soy un cronopio desdichado y húmedo".
Mientras
toma café en el Richmond de
Florida,
moja el cronopio una tostada con sus lagrimas
naturales.
Interpretado
habitualmente como una metáfora del peronismo, cuando
no del incesto, Casa tomada (incluida en “Bestiario”,
1951) tiene también una diversidad de lecturas alternativas,
incluyendo las que refieren a los estudios urbanos.
Instrucciones para subir una escalera (“Historias de
Cronopios y de Famas”, 1962)
remite jocosamente a una relación entre cuerpo y arquitectura,
en la clase de cuestionamiento al realismo ingenuo y
distorsión de lo cotidiano que caracteriza buena parte
de su obra.
CR

Casa
tomada
Nos
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua
(hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales)
guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos
habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo
que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la
mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once
yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar
y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre
puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer
que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó
dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió
María Esther antes que llegáramos a comprometernos.
Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea
de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de
hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada
por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos
allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían
con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse
con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearíamos justicieramente antes de que
fuese demasiado tarde.
Irene
era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte
de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo
en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto,
yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado
en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene
no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas
para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos
para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía
en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso
ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose
a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba
yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi
gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si
había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no
llegaba nada valioso a la
Argentina.
Pero
es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de
Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué
hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer
un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo.
Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor
lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con
naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor
para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas.
No necesitábamos ganarnos la vida, todos
los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba.
Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba
una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas
viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo
y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde
se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo
no acordarme de la distribución de la casa. El comedor,
una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira
hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera
donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios
y el living central, al cual comunicaban los dormitorios
y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con
mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera
que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba
al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la
parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba
la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado
de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente
antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho
que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta
estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande;
si no, daba la impresión de un departamento de los que
se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos
siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos
más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en
los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a
sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra
en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo
en los mármoles de las consolas y entre los rombos de
las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con
plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo
recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho
de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego
la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar
la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo
que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor
o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo,
como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado
susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo
o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía
desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra
la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré
de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba
puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo
para más seguridad.
Fui
a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta
con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve
que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del
fondo.
Dejó
caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás
seguro?
Asentí.
-Entonces
-dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo
cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un
rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un
chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los
primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos
dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos.
Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años.
Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros
días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos
con tristeza.
-No
está aquí.
Y
era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al
otro lado de la casa.
Pero
también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo,
no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados.
Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme
a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría
platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque
siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios
al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene
estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer.
Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero
por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección
de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el
tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas,
casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que
era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate
este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de
trébol?
Un
rato después era yo el que le ponía ante los ojos un
cuadradito de papel para que viese el mérito de algún
sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien,
y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.
(Cuando
Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida.
Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo,
voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene
decía que mis sueños consistían en grandes sacudones
que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios
tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador,
los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte
de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos,
el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido
al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de
roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina
y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos
poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza
y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy
pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando
tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la
casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos
despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso
que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta
voz, me desvelaba en seguida.
Es
casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche
siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde
la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la
cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque
el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a
mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los
ruidos, notando claramente que eran de este lado de
la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el
pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No
nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la
hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancel y nos quedamos
en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han
tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba
de las manos y las hebras iban hasta la
cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste
tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No,
nada.
Estábamos
con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en
el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como
me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos
así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré
bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla.
No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar
y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Instrucciones
para subir una escalera
Nadie
habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera
tal que una parte sube en ángulo recto con el plano
del suelo, y luego la parte siguiente se coloca
paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular,
conducta que se repite en espiral o en línea quebrada
hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo
la mano izquierda en una de las partes verticales, y
la derecha en la horizontal correspondiente, se está
en posesión momentánea
de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños,
formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto
más arriba y adelante que el anterior, principio que
da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación
producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero
incapaces de trasladar de una planta baja a un primer
piso.
Las
escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente
incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse
de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza
erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los
peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y
respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera
se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada
a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o
gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en
el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte,
que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte
equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero
que no ha de confundirse con el pie antes citado), y
llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta
colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste
descansará el pie, y en el primero descansará el pie.
(Los primeros peldaños son siempre los más difíciles,
hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia
de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación.
Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo
el pie y el pie).
Llegado
en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente
los movimientos hasta encontrarse con el final de la
escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá
hasta el momento del descenso.
JC
Una
buena
página sobre Julio Cortazar (1914-1984),
en litelaberinto.com.
Carmelo
Ricot es suizo y vive en Sudamérica,
donde trabaja en la prestación de servicios administrativos
a la producción del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe (más que
acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos
sobre estética, erotismo y política. De su autoría,
ver Proyecto
Mitzuoda (c/Verónicka
Ruiz) y sus notas en números anteriores de café de las
ciudades, como por ejemplo
Urbanofobias
(I)
en el número 70, El
Muro de La Horqueta
(c/ Lucila Martínez A.) en el número 79, y La
foto de la calle México en el número 90.
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