N. de la
R.: La terrible sinceridad es
una
reflexión sobre la felicidad que ofrecemos como regalo para nuestros
lectores y lectoras en este nuevo año; Silla en la vereda
es una descripción extraordinaria de una típica situación en un
barrio cordial de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo
XX.
La
terrible sinceridad
Me escribe un lector:
“Le ruego me conteste,
muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz”.
Estimado señor: Si yo
pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe
vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente
a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.
Creo que hay una forma
de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si
no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica
una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es
la sinceridad.
Ser sincero con todos,
y más todavía consigo mismo,
aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo.
Aunque se quede solo, aislado y sangrando. Esta no es una fórmula
para vivir feliz; creo que no, pero sí lo es para tener fuerzas
y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean
y engañan de continuo.
No mire lo que hacen los
demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo.
Sea usted, usted mismo
sobre todas las cosas, sobre el bien y sobre el mal, sobre
el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y
usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio, entonces. Fuerte
a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga
dar de cabeza contra una pared. Interróguese siempre, en el peor
minuto de su vida, lo siguiente:
– ¿Soy sincero conmigo
mismo?
Y si el corazón le dice que sí, y tiene que
tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se
va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a matar, porque
no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra
existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo La vida,
providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue
al fondo, un clavo donde se engancharán sus ropas y... usted se
salvará.
Me dirá usted: “¿Y si
los otros no comprenden que soy sincero?” ¡Qué se le importa a
usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos
con alturas distintas, que nadie
puede ver a más distancia de la que dan sus ojos. Aunque suba
a una montaña, no verá un centímetro más lejos de lo que le permita
su vista. Pero, escúcheme bien: el día en que los que lo rodean
se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero
que marcha guiado por la sinceridad, ese día lo mirarán con asombro,
luego con curiosidad. Y el día en que usted, con la fuerza de
su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene entre sus manos,
ese día serán sus esclavos espirituales, créalo.
Me dirá usted: “¿Y
si me equivoco?”. No tiene importancia. Uno se equivoca cuando
tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después.
¿Por qué? Porque así lo ha dispuesto la vida, que es esa fuerza
misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán.
O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra
viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos.
Y créame llegará un momento en que usted se sentirá
más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos
juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted
va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una patada la
va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si
usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?
La sinceridad tiene un
doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca
del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista,
sensibilidad curiosa y que le permite percibir la mentira, y no
sólo la mentira, sino los sentimientos del que está a su lado.
Hay una frase de Goethe,
respecto a este estado, que vale un Perú. Dice:
“Tú que me has metido
en este dédalo, tú me sacarás de él”.
Es lo que anteriormente
le decía.
La sinceridad provoca
en el que la practica lealmente una serie de fuerzas violentas.
Estas fuerzas sólo se muestran cuando tiene que producirse eso
de: “Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás”. Y si
usted es sincero, va a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas
lo arrastrarán, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa.
Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo
cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente.
Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.
Y de pronto, descubrirá
algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella. La emoción.
La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el
naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado
naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante
las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué
se cree usted? ¿Que es uno de esos multimillonarios norteamericanos,
ayer vendedores de diarios, más tarde carboneros, luego dueños
de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles,
hasta que un golpe de fortuna lo sitúa en el lugar en que inevitablemente
debía estar?
Esos hombres se convirtieron
en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que
realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo
lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía
lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía
más fuertes. ¿Se da cuenta?
Vea amigo: hágase una
base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad
en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie,
que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras,
se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo,
amigo: un hombre sincero
es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo.
Silla
en la vereda
Llegaron las noches de
las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas
de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de “buenas
noches, vecina”, el político e insinuante “¿cómo le va, don Pascual?”.
Y don Pascual sonríe y se atusa los “baffi”,
que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron
las noches...
Yo no sé qué tienen estos
barrios porteños, tan tristes
en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre
oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos
o activos, todos queremos este barrio con su jardín
(sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre
distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también.
Encanto mafioso, dulzura mistonga,
ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos
barrios!; estos barrios porteños, largos, todos
cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas
atorrantas, sus jardines con la palmera al
centro y unos yuyos semiflorecidos que
aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento
que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el
ritmo del tango y del “te quiero”. Fulería
poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una
vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya
la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios
que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche
de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que,
atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones
una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola;
una pareja en la ventana oscura de una sala:
las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media
docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y
nada más. Fulería poética, encanto misho, el
estudio de Bach o de Beethoven junto
a un tango de Filiberto o de Mattos
Rodríguez.
Esto es el barrio porteño,
barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes,
llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que
no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta,
una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el
“jovie”. Silla simbólica, silla que se corre
treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita
que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
– Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta
de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana;
silla que se le ofrece al “propietario de al lado”; silla que
se ofrece al “joven” que es candidato para ennoviar; silla que
la “nena” sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para
demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano
se estanca en una voluptuosa “linuya”, en una charla agradable, mientras
“estrila la d'enfrente”
o murmura “la de la esquina”.
Silla donde se
eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con
otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras
que la señora exclama: “¡Pero, hija! Ocupás toda la vereda”.
Bajo un techo de estrellas,
diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad
ciudadana.
En el respiro de las fatigas,
soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer;
silla engrupidora, atrapadora, sirena
de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba,
pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para
a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando.
¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted
dice: “No, no se molesten”. Pero, ¿qué? ya fue volando la “nena”
a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y
sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió
charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones?
En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa
silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado,
sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba
para saludar! Tenga cuidado. Por
ahí se empieza.
Está, después, la otra
silla, silla conventillera, silla de “jovies”
tanos
y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde
hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos
en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba
sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias
en algún patio.
En un quicio de puerta,
puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón
de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los “jovies”, funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón,
dan la lata sobre “eregoyenisme”.
Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda,
piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté
sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa
poco. Los corazones son
los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos,
las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con
la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada
con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...
RA
El
autor fue escritor y periodista, argentino (1900-1942).
Los
textos pertenecen a Aguafuertes
Porteñas, recopilación de los artículos publicados por Arlt
en el diario El Mundo, de Buenos Aires, en las décadas de 1920
y 1930. Hay una edición económica de Editorial Losada: se recomienda
su lectura completa y en especial, por su relación con los temas
que recorren café
de las ciudades,
los aguafuertes Filosofía del hombre que necesita ladrillos, Grúas
abandonadas en la Isla Maciel,
Los tomadores de sol en el Botánico, Casas sin terminar, El próximo
adoquinado y Persianas metálicas y chapas de doctor.
Ver también
en café
de las ciudades:
Número 14
I La mirada del flâneur
El
placer de vagabundear
I “Los extraordinarios encuentros de la calle”. I Roberto Arlt
Glosario
de palabras “lunfardas” (jerga o slang
de Buenos Aires):
Atorrantas:
Callejeras, vagas, sinvergüenzas. El origen de la palabra atorrante
se origina (supuestamente) a fines de siglo XIX, cuando unos homeless usaron los caños de cemento A. Torrant,
importados de Francia para la construcción del sistema de cloacas
de la ciudad, como improvisado dormitorio.
Baffi:
Bigotes
Baratieri:
Barato (el mecanismo de formación de la palabra es transformar
el adjetivo en un supuesto apellido italiano)
Cabrera: Enojada
Engrupidora:
Engañadora
Eregoyenisme:
Yrigoyenismo, corriente mayoritaria
de la Unión Cívica
Radical en el primer tercio del siglo XX, tendencia política de
los seguidores del Presidente Hipólito Irigoyen. La palabra está
deformada por la pronunciación del inmigrante italiano.
Estrila:
Se enoja (fuente: Diccionario
de la lengua lunfarda)
Fulería:
Indigencia, ordinario, mala calidad / Deslealtad, viveza (fuente: Diccionario
de la lengua lunfarda)
Jovie:
Viejo (el mecanismo de formación de la palabra es la simple inversión
de sus silabas)
Linuya:
Pereza (fuente: Diccionario
de la lengua lunfarda)
Misho:
Indigente (fuente: Diccionario
de la lengua lunfarda )
Mistonga:
Humilde, insignificante (fuente: Diccionario
de la lengua lunfarda)
Purretes:
Niños
Tanosy
galaicos: italianos y españoles, aun cuando no sean napolitanos
ni gallegos
Turrean:
El verbo turrear indicaría lo propio del
“turro”, de la persona deshonesta o malintencionada