N. de la R.: Esta nota
reproduce fragmentos de los Libros II y IV de La
República. Como
en toda la obra, el texto corresponde a un diálogo que Sócrates
(narrador en primera persona) sostiene con sus amigos y discípulos
en casa de Polemarco, durante una visita que realiza al Pireo
con Glaucón y Adimanto, hermanos de Platón.
Libro
II
X-
(…)
‑Desde luego ‑dijo Adimanto‑.
Pero ¿qué semejanza adviertes, Sócrates, entre ese ejemplo y
la investigación acerca de lo justo?
‑Yo
lo diré ‑respondí‑. ¿No afirmamos que existe una
justicia propia del hombre particular, pero otra también, según
creo yo, propia de una ciudad entera?
‑Ciertamente
‑dijo.
‑¿Y
no es la ciudad mayor que el hombre?
‑Mayor
‑dijo.
‑Entonces
es posible que haya más justicia en el objeto mayor y que resulte
más fácil llegarla a conocer en él. De modo que, si os parece,
examinemos ante todo
la naturaleza de la justicia en las ciudades y después pasaremos
a estudiarla también en los distintos individuos intentando
descubrir en los rasgos del menor objeto la similitud con el
mayor.
‑Me
parece bien dicho ‑afirmó él.
‑Entonces
‑seguí‑, si contempláramos en espíritu cómo nace
una ciudad, ¿podríamos observar también cómo se desarrollan
con ella la justicia a injusticia?
‑Tal
vez ‑dijo.
‑¿Y
no es de esperar que después de esto nos sea más fácil ver claro
en lo que investigamos?
‑Mucho
más fácil.
‑¿Os
parece, pues, que intentemos continuar? Porque creo que no va
a ser labor de poca monta. Pensadlo, pues.
‑Ya
está pensado ‑dijo Adimanto‑. No dejes, pues, de
hacerlo.

Fuente:
Andrés Barsky, Instituto del Conurbano, UNGS, nota en
la revista Scripta
Nova
XI.
‑Pues bien ‑comencé yo‑, la ciudad nace, en
mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino
que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la
cual se fundan las ciudades?
‑Ninguna
otra ‑contestó.
‑Así,
pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer
esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar
todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda
a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares
y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?
‑Así.
‑Y
cuando uno da a otro algo o lo toma de él, ¿lo hace por considerar
que ello redunda en su beneficio?
‑Desde
luego.
‑¡Ea,
pues! ‑continué‑. Edifiquemos con palabras una ciudad
desde sus cimientos. La construirán, por lo visto, nuestras
necesidades.
‑¿Cómo
no?
‑Pues
bien, la primera y mayor de ellas es la provisión de alimentos para mantener
existencia y vida.
‑Naturalmente.
‑La
segunda, la habitación; y la tercera, el vestido y cosas similares.
‑Así
es.
‑Bueno
‑dije yo‑. ¿Y cómo atenderá la ciudad a la provisión de
tantas cosas? ¿No habrá uno que sea labrador, otro albañil y
otro tejedor? ¿No será menester añadir a éstos un zapatero y
algún otro de los que atienden a las necesidades materiales?
‑Efectivamente.
‑Entonces
una ciudad constará, como mínimo indispensable, de cuatro o
cinco hombres.
‑Tal
parece.
‑¿Y
qué? ¿Es preciso que cada uno de ellos dedique su actividad
a la comunidad entera, por ejemplo, que el Labrador, siendo
uno solo, suministre víveres a otros cuatro y destine un tiempo
y trabajo cuatro veces mayor a la elaboración de Los alimentos
de que ha de hacer participes a los demás? ¿O bien que se desentienda
de los otros y dedique la cuarta parte del tiempo a disponer
para él sólo la cuarta parte del alimento común y pase las tres
cuartas partes restantes ocupándose respectivamente de su casa,
sus vestidos y su calzado sin molestarse en compartirlos con
los demás, sino cuidándose él solo y por sí solo de sus cosas?
Y
Adimanto contestó:
‑Tal
vez, Sócrates, resultará más fácil el primer procedimiento que
el segundo.
‑No
me extraña, por Zeus ‑dije yo‑. Porque al hablar
tú me doy cuenta de que, por de pronto, no hay dos personas exactamente iguales por
naturaleza, sino que en
todas hay diferencias innatas que hacen apta a cada una
para una ocupación. ¿No lo crees así?
‑Sí.
‑¿Pues
qué? ¿Trabajaría mejor una sola persona dedicada a muchos oficios
o a uno solamente?
‑A
uno solo ‑dijo.
‑Además
es evidente, creo yo, que, si se deja pasar el momento oportuno
para realizar un trabajo, éste no sale bien.
‑Evidente.
‑En
efecto, la obra no suele, según creo, esperar el momento en
que esté desocupado el artesano; antes bien, hace falta que
éste atienda a su trabajo sin considerarlo como algo accesorio.
‑Eso
hace falta.
‑Por
consiguiente, cuando más, mejor y más fácilmente se produce
es cuando cada persona realiza un solo trabajo de acuerdo con
sus aptitudes, en el momento oportuno y sin ocuparse de
nada más que de él.
‑En
efecto.
‑Entonces,
Adimanto, serán necesarios más de cuatro ciudadanos
para la provisión de Los artículos de que hablábamos. Porque
es de suponer que el labriego no se fabricará por sí mismo el
arado, si quiere que éste sea bueno, ni el bidente ni los demás
aperos que requiere la labranza. Ni tampoco
el albañil, que también necesita muchas herramientas. Y lo mismo
sucederá con el tejedor y el zapatero, ¿no?
‑Cierto.
‑Por
consiguiente, irán entrando a formar parte de nuestra pequeña
ciudad y acrecentando su población los carpinteros, herreros
y otros muchos artesanos de parecida índole.
‑Efectivamente.
‑Sin
embargo, no llegará todavía a ser muy grande ni aunque les agreguemos
boyeros, ovejeros y pastores de otra especie con el fin de que
los labradores tengan bueyes para arar, los albañiles y campesinos
puedan emplear bestias para los transportes y los tejedores
y zapateros dispongan de cueros y lana.
‑Pues
ya no será una ciudad tan pequeña ‑dijo‑ si
ha de tener todo lo que dices.
‑Ahora
bien ‑continué‑, establecer esta ciudad en un lugar
tal que no sean necesarias importaciones es algo casi imposible.
‑Imposible,
en efecto.
‑Necesitarán,
pues, todavía más personas que traigan desde otras ciudades
cuanto sea preciso.
‑Las
necesitarán.
‑Pero
si el que hace este servicio va con las manos vacías, sin llevar
nada de lo que les falta a aquellos de quienes se recibe lo
que necesitan los ciudadanos, volverá también de vacío. ¿No
es así?
‑Así
me lo parece.
‑Será
preciso, por tanto, que las producciones del país no sólo sean
suficiente para ellos mismos, sino también adecuadas, por su
calidad y cantidad, a aquellos de quienes se necesita.
‑Sí.
‑Entonces
nuestra ciudad requiere más labradores y artesanos.
‑Más,
ciertamente.
‑Y
también, digo yo, más servidores encargados de importar y exportar
cada cosa. Ahora bien, éstos son los comerciantes, ¿no?
‑Sí.
‑Necesitamos,
pues, comerciantes.
‑En
efecto.
‑Y
en el caso de que el comercio se realice
por mar, serán precisos otros muchos expertos en asuntos marítimos.
‑Muchos,
sí.

XII.
‑¿Y qué? En el interior de la ciudad, ¿cómo cambiarán
entre sí los géneros que cada cual produzca? Pues éste ha sido
precisamente el fin con el que hemos establecido una comunidad
y un Estado.
‑Está
claro ‑contestó‑ que comprando y vendiendo.
‑Luego
ésto nos traerá consigo
un mercado y una moneda como signo que facilite el cambio.
‑Naturalmente.
‑Y
si el campesino que lleva al mercado alguno de sus productos,
o cualquier otro de los artesanos, no llega al mismo tiempo
que los que necesitan comerciar con él, ¿habrá de permanecer
inactivo en el
mercado desatendiendo su labor?
‑En
modo alguno ‑respondió‑, pues hay quienes, dándose
cuenta de esto, se dedican a prestar ese servicio. En las ciudades
bien organizadas suelen ser por lo regular las personas de constitución
menos vigorosa a imposibilitadas, por tanto, para desempeñar
cualquier otro oficio. Éstos a tienen que permanecer allí en
la plaza y entregar dinero por mercancías a quienes desean vender
algo y mercancías, en cambio, por dinero a cuantos quieren comprar.
‑He
aquí, pues ‑dije‑, la necesidad que da origen a la aparición
de mercaderes en nuestra ciudad. ¿O no llamamos así a los
que se dedican a la compra y venta establecidos en la plaza,
y traficantes a los que viajan de ciudad en ciudad?
‑Exactamente.
‑Pues
bien, falta todavía, en mi opinión, otra especie de auxiliares
cuya cooperación no resulta ciertamente muy estimable en lo
que toca a la inteligencia, pero que gozan de suficiente fuerza física para realizar trabajos penosos. Venden,
pues, el empleo de su fuerza y, como llaman salario al precio
que se les paga, reciben, según creo, el nombre de asalariados.
¿No es así?
‑Así
es.
‑Estos
asalariados son, pues, una especie de complemento de la ciudad,
al menos en mi opinión.
‑Tal
creo yo.
‑Bien,
Adimanto; ¿tenemos ya una ciudad lo suficientemente grande para
ser perfecta?
‑Es
posible.
‑Pues
bien, dónde podríamos hallar en ella la justicia y la injusticia?
¿De cuál de los elementos considerados han tomado su origen?
‑Por
mi parte ‑contestó‑, no lo veo claro, ¡oh, Sócrates!
Tal vez, pienso, de las mutuas relaciones entre estos mismos
elementos.
‑Puede
ser ‑dije yo‑ que tengas razón. Mas hay que examinar
la cuestión y no dejarla. Ante todo, consideremos, pues, cómo
vivirán los ciudadanos así organizados. ¿Qué otra cosa harán
sino producir trigo, vino, vestidos y zapatos? Se construirán
viviendas; en verano trabajarán generalmente en cueros y descalzos
y en invierno convenientemente abrigados y calzados. Se alimentarán
con harina de cebada o trigo, que cocerán o amasarán para comérsela,
servida sobre juncos a hojas limpias, en forma de hermosas tortas
y panes, con los cuales se banquetearán, recostados en lechos
naturales de nueza y mirto, en compañía de sus hijos; beberán
vino, coronados todos de flores, y cantarán laudes de los dioses,
satisfechos con su mutua
compañía, y por temor de la pobreza o la guerra no procrearán
más descendencia que aquella que les permitan sus recursos.
XIII.
Entonces, Glaucón interrumpió, diciendo:
‑Pero
me parece que invitas a esas gentes a un banquete sin companage
alguno.
‑Es
verdad ‑contesté‑. Se me olvidaba que también tendrán
companage: sal, desde luego; aceitunas, queso, y podrán asimismo
hervir cebollas y verduras, que son alimentos del campo. De
postre les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al
fuego murtones y bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones.
De este modo, después de haber pasado en paz y con salud su
vida, morirán, como es natural, a edad muy avanzada y dejarán
en herencia a sus descendientes otra vida similar a la de ellos.
Pero
él repuso:
‑Y
si estuvieras organizando, ¡oh, Sócrates!, una ciudad de cerdos,
¿con qué otros alimentos los cebarías sino con estos mismos?
‑¿Pues
qué hace falta, Glaucón? ‑pregunté.
‑Lo
que es costumbre ‑respondió‑. Es necesario, me parece
a mí, que, si no queremos que lleven una vida miserable, coman
recostados en lechos y puedan tomar de una mesa viandas y postres
como los que tienen los hombres de hoy día.
‑¡Ah!
‑exclamé‑. Ya me doy cuenta. No tratamos sólo, por
lo visto, de investigar el origen de una ciudad, sino el de
una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso. Pues examinando
una tal ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de
qué modo nacen justicia e injusticia en las ciudades. Con todo,
yo creo que la verdadera ciudad es la que acabamos de
describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si queréis,
contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada
hay que nos lo impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos
que no se contentarán con esa alimentación y género de vida;
importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie, manjares,
perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de
muchas clases distintas. Entonces ya no se contará entre las
cosas necesarias solamente lo que antes enumerábamos, la habitación,
el vestido y el calzado, sino que habrán de dedicarse a la pintura y el bordado,
y será preciso procurarse oro, marfil y todos los materiales
semejantes. ¿No es así?
‑Sí
‑dijo.
‑Hay,
pues, que volver a agrandar la ciudad. Porque aquélla,
que era la sana, ya no nos basta; será
necesario que aumente en extensión y adquiera nuevos habitantes,
que ya no estarán allí para desempeñar oficios indispensables;
por ejemplo, cazadores de todas clases y una plétora de imitadores,
aplicados unos a la reproducción de colores y formas y cultivadores
otros de la música, esto es, poetas y sus auxiliares, tales
como rapsodos, actores, danzantes y empresarios. También habrá
fabricantes de artículos de toda índole, particularmente de
aquellos que se relacionan con el tocado femenino. Precisaremos
también de más servidores. ¿O no crees que harán falta preceptores,
nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros y maestros
de cocina? Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los
teníamos en la primera ciudad, porque en ella no hacían ninguna
falta, pero en ésta también serán necesarios. Y asimismo requeriremos
grandes cantidades de animales de todas clases, si es que la
gente se los ha de comer. ¿No?
‑¿Cómo
no?
‑Con
ese régimen de vida, ¿tendremos, pues, mucha más necesidad de médicos
que antes?
‑Mucha
más.
XIV
‑Y también el país, que entonces bastaba para sustentar
a sus habitantes, resultará pequeño y no ya suficiente. ¿No
lo crees así?
‑Así
lo creo ‑dijo.
‑¿Habremos,
pues, de recortar en nuestro provecho el territorio
vecino, si queremos tener suficientes pastos y tierra cultivable,
y harán ellos lo mismo con el nuestro si, traspasando los límites
de lo necesario, se abandonan también a un deseo de ilimitada
adquisición de riquezas?
‑Es
muy forzoso, Sócrates ‑dije.
‑¿Tendremos,
pues, que guerrear como consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa
sucederá, Glaucón?
‑Lo
que tú dices ‑respondió.
‑No
digamos aún –seguí- si la guerra produce males o bienes, sino
solamente que, en cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello de lo cual nacen
las mayores catástrofes públicas y privadas que recaen sobre
las ciudades.
‑Exactamente.
‑Además
será preciso, querido amigo, hacer la ciudad
todavía mayor, pero no un poco mayor, sino tal
que pueda dar cabida a todo un ejército capaz de salir a
campaña para combatir contra los invasores en defensa de cuanto
poseen y de aquellos a que hace poco nos referíamos.
‑¿Pues
qué? ‑arguyó él‑. ¿Ellos no pueden hacerlo por sí?
‑No
-repliqué‑, al menos si tenía valor la consecuencia a
que llegaste con todos nosotros cuando dábamos forma a la ciudad;
pues convinimos, no sé si lo recuerdas, en la imposibilidad
de que una sola persona desempeñara bien muchos oficios.
‑Tienes
razón ‑dijo.
‑¿Y
qué? ‑continué‑. ¿No lo parece un oficio el del
que ti combate en guerra?
‑Desde
luego ‑dijo.
‑¿Merece
acaso mayor atención el oficio del zapatero que el del militar?
‑En
modo alguno.
‑Pues
bien, recuerda que no dejábamos al zapatero que intentara ser
al mismo tiempo labrador, tejedor o albañil; tenía que ser únicamente
zapatero para que nos realizara bien las labores propias de
su oficio; y a cada uno de los demás artesanos les asignábamos
del mismo modo una sola tarea, la que les dictasen sus aptitudes
naturales y aquella en que fuesen a trabajar bien durante toda
su vida, absteniéndose de toda otra ocupación y no dejando pasar
la ocasión oportuna para ejecutar cada obra. ¿Y acaso no resulta
de la máxima importancia el que también las cosas de la guerra
se hagan como es debido? ¿O son tan fáciles que un labrador,
un zapatero u otro cualquier artesano puede ser soldado al mismo
tiempo, mientras, en cambio, a nadie le es posible conocer suficientemente
el juego del chaquete o de los dados si los practica de manera
accesoria y sin dedicarse formalmente a ellos desde niño? ¿Y
bastará con empuñar un escudo o cualquier otra de las armas
a instrumentos de guerra para estar en disposición de pelear
el mismo día en las filas de los hoplitas o de otra unidad militar,
cuando no hay ningún utensilio que, por el mero hecho
de tomarlo en la mano, convierta a nadie en artesano o atleta
ni sirva para nada a quien no haya adquirido los conocimientos
del oficio ni tenga atesorada suficiente experiencia?
‑Si
así fuera ‑dijo‑ ¡no valdrían poco los utensilios!

XV
‑Por consiguiente ‑seguí diciendo‑, cuanto
más importante sea la misión de los guardianes tanto más preciso
será que se desliguen absolutamente de toda otra ocupación y
realicen su trabajo con la máxima competencia y celo.
‑Así,
al menos, opino yo ‑dijo.
‑¿Pero
no hará falta también un modo de ser adecuado a tal ocupación?
‑¿Cómo
no?
-Entonces
es misión nuestra, me parece a mí, el designar, si somos capaces
de ello, las personas
y cualidades adecuadas para la custodia de una ciudad.
‑Misión
nuestra, en efecto.
‑¡Por
Zeus! ‑exclamé entonces‑. ¡No es pequeña la carga
que nos hemos echado encima! Y, sin embargo, no podemos volvernos
atrás mientras nuestras fuerzas nos lo permitan. (…)
XVI.
‑¿Pero no crees que el futuro guardián necesita todavía
otra cualidad más? ¿Que ha de ser, además de fogoso, filósofo por naturaleza?
‑¿Cómo?
‑dijo‑. No entiendo.
‑He
aquí otra cualidad ‑dije‑ que puedes observar en
los perros: cosa, por cierto, digna de admiración en una bestia.
‑¿Qué
es ello?
‑Que
se enfurecen al ver a un desconocido, aunque no hayan sufrido
previamente mal alguno de su mano, y, en cambio, hacen fiestas
a aquellos a quienes conocen aunque jamás les hayan hecho ningún
bien. ¿No te ha extrañado nunca esto?
‑Nunca
había reparado en ello hasta ahora –dijo- Pero no hay duda
de que así se comportan.
‑Pues
bien, ahí se nos muestra un fino rasgo de su natural verdaderamente
filosófico.
‑¿Y
cómo eso?
‑Porque
‑dije‑ para distinguir la figura del amigo de la
del enemigo no se basan en nada más sino en que la una la conocen
y la otra no. Pues bien, ¿no va a sentir deseo de aprender quien define lo familiar y lo ajeno
por su conocimiento o ignorancia de uno y otro?
‑No
puede menos de ser así ‑respondió.
‑Ahora
bien ‑continué‑, ¿no son lo mismo el deseo de saber
y la filosofía?
-Lo
mismo, en efecto -convino.
-¿Podemos,
pues, admitir confiadamente que para que el hombre se muestre
apacible para con sus familiares y conocidos es preciso que
sea filósofo y ávido de saber por naturaleza?
-Admitido
-respondió.
-Luego
tendrá que ser filósofo,
fogoso, veloz y fuerte por naturaleza quien haya de desempeñar
a la perfección su cargo de guardián en nuestra ciudad.
-Sin
duda alguna -dijo.
-Tal
será, pues, su carácter. Pero ¿con qué método los criaremos
y educaremos? ¿Y no nos ayudará el examen de este punto a ver
claro en el último objeto de todas nuestras investigaciones,
que es el cómo nacen en una ciudad la justicia y la injusticia?
No vayamos a omitir nada decisivo ni a extendernos en divagaciones.
Entonces
intervino el hermano de Glaucón:
-Desde
luego, por mi parte espero que el tema resultará útil para nuestros
fines.
-Entonces,
querido Adimanto, no hay que dejarlo, por Zeus, aunque la discusión
se haga un poco larga -dije yo. -No, en efecto.
-¡Ea,
pues! Vamos a suponer que educamos a esos hombres como si tuviéramos
tiempo disponible para contar cuentos.
-Así
hay que hacerlo. (…)

Libro
IV
I.
Y Adimanto, interrumpiendo, dijo: -¿Y qué dirías en tu defensa,
Sócrates, si alguien te objetara que no
haces nada felices a esos hombres, y ello ciertamente por
su culpa, pues, siendo la ciudad verdaderamente suya, no gozan
bien alguno de ella, como otros que adquieren campos y se construyen
casas bellas y espaciosas y se hacen con el ajuar acomodado
a tales casas y ofrecen a los dioses sacrificios por su propia
cuenta, albergan a los forasteros y además, como tú decías,
granjean oro y plata y todo aquello que deben tener los que
han de ser felices? Estos, en cambio -agregaría el objetante-,
parece que están en la ciudad ni más ni menos que como auxiliares
a sueldo, sin hacer otra cosa que guardarla.
-Sí
-dije yo-, y esto sólo por el sustento, sin percibir sobre él
salario alguno como los demás, de modo que, aunque quieran salir
privadamente fuera de la ciudad, no les sea posible, ni tampoco
pagar cortesanas ni gastar en ninguna otra cosa de aquellas
en que gastan los que son tenidos por dichosos. Estos y otros
muchos particulares has dejado fuera de tu acusación.
-Pues
bien -contestó-, dalos también por incluidos en ella.
-¿Y
dices que cómo habríamos de hacer nuestra defensa?
-Sí.
-Pues
siguiendo el camino emprendido -repliqué yo-, encontraríamos,
creo, lo que habría que decir. Y diremos que no sería extraño
que también éstos, aun de ese modo, fueran felicísimos; pero
que, como quiera que sea, nosotros no establecemos la ciudad mirando a que una clase de gente sea
especialmente feliz, sino para que lo sea en el mayor grado
posible la ciudad toda; porque pensábamos que en una
ciudad tal encontraríamos más que en otra alguna la justicia,
así como la injusticia en aquella en que se vive peor, y que,
al reconocer esto, podríamos resolver sobre lo que hace tiempo
venimos investigando. Ahora, pues, formamos la ciudad feliz,
en nuestra opinión, no ya estableciendo diferencias y otorgando
la dicha en ella sólo a unos cuantos, sino dándola a la ciudad
entera; y luego examinaremos la contraria a ésta. Lo dicho es,
pues, como si, al pintar nosotros una estatua, se acercase alguien
a censurarla diciendo que no aplicábamos los más bellos tintes
a lo más hermoso de la figura, porque, en efecto, los ojos,
que es lo más hermoso, no habían quedado teñidos de púrpura,
sino de negro; razonable parecería nuestra réplica al decirle:
No pienses, varón singular, que hemos de pintar los ojos tan
hermosamente que no parezcan ojos, ni tampoco las otras partes
del cuerpo; fíjate sólo en si, dando a cada parte lo que le
es propio, hacemos hermoso el conjunto. Y así, no me obligues
a poner en los guardianes tal felicidad que haga de ellos cualquier
cosa antes que guardianes. Sabemos, en efecto, el modo de vestir
hasta a los labriegos con mantos de púrpura, ceñirlos de oro
y encargarles que no labren la tierra como no sea por placer;
y el de tender a los alfareros en fila a que, dando de lado
al torno, beban y se banqueteen junto al fuego para hacer cerámica
sólo cuando les venga en gana; y el de hacer felices igualmente
a todos los demás de la ciudad para que toda ella resulte feliz.
Pero no nos requieras a hacer nada de ello; porque, si te hiciéramos
caso, ni el labriego sería labriego ni el alfarero alfarero
ni aparecería nadie en
conformidad con ninguno de aquellos tipos de hombres que componen
la ciudad.
Y aun
de los otros habría menos que decir, porque, si los zapateros
se hacen malos, se corrompen y fingen ser lo que no son, ello
no es ningún peligro para la comunidad; pero los guardianes
de las leyes y de la ciudad que no sean tales en realidad, sino
sólo en apariencia, bien ves que arruinan la misma ciudad de
arriba abajo, de igual modo que son los únicos que tienen en
sus manos la oportunidad de hacerla feliz y de buena vivienda».
Así, pues, nosotros establecemos auténticos guardianes y no
en manera alguna enemigos de la ciudad; y el que propone aquello
otro de los labriegos y los que se banquetean a su placer, no
ya como en una ciudad, sino como en una gran fiesta, ése no
habla de ciudad, sino de cualquier otra cosa. Tenemos, pues,
que examinar si hemos de establecer los guardianes mirando a
que ellos mismos consigan la mayor felicidad posible o si, con
la vista puesta en la ciudad entera, se ha de considerar el
modo de que ésta la alcance y obligar y persuadir a los
auxiliares y guardianes a que sean perfectos operarios de su
propio trabajo, y ni más ni menos a los demás; de suerte
que, prosperando con ello la ciudad en su conjunto y viviéndose
bien en ella, se deje a cada clase de gentes que tome la parte
de felicidad que la naturaleza les procure.
II.
-En verdad creo -dijo él- que hablas con acierto.
-¿Y
acaso -dije- te parecerá que tengo razón en otro asunto que
corre parejas con éste?
-¿De
qué se trata?
-Examina
si estas otras cosas no corrompen a los demás trabajadores hasta
el punto de ocasionar su perversión.
-¿Y
cuáles son ellas?
-La
riqueza -contesté- y la indigencia.
-¿Y
cómo?
-Como
voy a decirte. ¿Crees tú que un alfarero que se hace rico va
a querer dedicarse de aquí en adelante a su oficio?
-De
ningún modo -replicó.
-¿No
se hará más holgazán y negligente de lo que era? -Mucho más.
-¿Vendrá,
pues, a ser peor alfarero?
-También
-dijo-. Mucho peor.
-Y,
por otra parte, si por la indigencia no puede procurarse herramientas
o alguna otra cosa necesaria a su arte, hará peor sus obras,
y a sus hijos o a otros a quienes enseñe, los enseñará a ser
malos artesanos.
-¿Cómo
no?
-Por
consiguiente, tanto con
la riqueza como con la indigencia resultan peores los productos
de las artes y peores también los que las practican.
-Así
parece.
-Hemos
encontrado, pues, por lo visto, dos cosas a que deben atender
nuestros guardianes vigilando para que no se les metan en la
ciudad sin que ellos se den cuenta.
-¿Qué
cosas son?
-La
riqueza -dije- y la indigencia; ya que la una trae la molicie,
la ociosidad y el prurito de novedades, y la otra, este mismo
prurito y, a más, la vileza y el mal obrar.
-Conforme
en todo -dijo-; pero considera, Sócrates, cómo nuestra ciudad,
sin estar en posesión de riqueza, se hallará capaz de hacer
la guerra, sobre todo cuando se vea forzada a pelear con otra
ciudad grande y rica.
-Está
claro -dije- que contra
una sola le será más difícil; pero más fácil si pelea contra
dos de tales ciudades.
-¿Cómo
dices? -preguntó.
-Primeramente
-dije-, si hay que luchar, ¿no lucharán contra hombres ricos
siendo ellos atletas en la guerra?
-Sí
por cierto -replicó.
-Y
bien, Adimanto -pregunté-; un solo púgil preparado lo mejor
posible en su oficio, ¿no te parece que puede luchar fácilmente
con otros dos que no sean púgiles, pero sí ricos y grasos?
-Quizá
no -contestó- con los dos a un tiempo.
-¿Y
si le fuera posible -observé- emprender la huida y golpear,
dando cara de nuevo, a cada uno de los que sucesivamente le
fueran alcanzando, y si hiciera todo esto bajo el ardor del
sol? ¿No podría el tal habérselas aun con más de dos de aquellos
otros?
-Sin
duda -dijo-, no sería nada extraño.
-¿Y
no crees tú que a los ricos se les alcanza por conocimiento
y práctica más de pugilato que de guerra?
-Lo
creo -contestó.
-Por
lo tanto, nuestros atletas podrán luchar probablemente con un
número de enemigos doble y triple que el suyo.
-Lo
concedo -dijo-, porque, en efecto, me parece que llevas razón.
-¿Y
qué sucedería si, enviando una embajada a una de aquellas otras
dos ciudades, dijeran, como era verdad: “Nosotros no queremos
para nada el oro ni la plata ni nos es licito servirnos de ellos
como os lo es a vosotros; luchad, pues, a nuestro lado y quedaos con lo de los contrarios”?
¿Piensas que habría quienes, al oír esto, eligieran el combatir
contra unos perros duros y magros en vez de aliarse con ellos
contra unos carneros mantecosos y tiernos?
-No
creo que los hubiera -dijo-; pero, si se juntan en una sola
ciudad las riquezas de las otras, mira no haya peligro para
la que carece de ellas.
-Eres
un bendito -dije- si crees que se debe llamar ciudad a otra
que no sea tal como la que nosotros formamos.
-¿Y
por qué? -preguntó.
-A
las otras -repliqué- hay que acrecerles el nombre; porque cada una de ellas no es una sola ciudad, sino muchas, como las de los
jugadores. Dos, en el mejor caso, enemiga la una de la otra:
la de los pobres y la de los ricos. Y en cada una de ellas hay
muchísimas, a las cuales, si las tratas como a una sola, lo
errarás todo, pero, si te aprovechas de su diversidad entregando
a los unos los bienes, las fuerzas y aun las personas de los
otros, te hallarás siempre con muchos aliados y pocos enemigos.
Y mientras tu ciudad se administre juiciosamente en la disposición
que queda dicha, será muy grande, no digo ya por su fama, sino
en realidad de verdad, aunque no cuente más que con un millar
de combatientes; y difícilmente hallarás otra tan grande ni
entre los griegos ni entre los bárbaros, aunque muchas parezcan
ser varias veces más grandes que ella. ¿O tal vez opinas de
otro modo?
-No,
por Zeus -dijo.

III.
-De modo -proseguí- que éste será para nuestros gobernantes
el mejor limite al desarrollo que han de dar a la ciudad y al territorio
que, conforme a este desarrollo, han de asignarle dejando
fuera lo demás.
-¿Qué
límite? -dijo.
-Creo
que el siguiente -dije-: mientras
su crecimiento permita que siga siendo una sola ciudad, acrecerla;
pero no pasar de ahí.
-Perfectamente
-dijo.
-Y
así, haremos también otra prescripción a los guardianes: que
atiendan por todos los medios a que la ciudad no sea pequeña
ni parezca grande, sino sea suficiente en su unidad.
-¡Ligera
prescripción, la que les hacemos! -dijo.
-Y
aún más ligera -continué-, esta otra, que ya recordamos antes
cuando decíamos que, en caso de tener los guardianes algún descendiente
de poca valía, han de despedirlo y mandarlo con los demás ciudadanos,
y que si a estos últimos les nace algún retoño de provecho ha
de ir con los guardianes. Con esto se quiere mostrar que, aun
entre los demás de la ciudad, cada uno debe ser puesto a un
trabajo, que ha de ser aquel para el que esté dotado, de modo
que, atendiendo a una sola cosa, conserve él también su unidad y no se divida,
y así la ciudad entera resulte una sola y no muchas.
-¡Bien
por cierto -dijo-, más insignificante es eso que lo otro!
-En
verdad -dije- parecerá, buen Adimanto, que estas prescripciones
son muchas y de peso; pero todas son realmente de poca importancia
con tal de que guarden aquella única gran cosa del proverbio
o más bien, en vez de grande, suficiente.
-¿Y
cuál es ella? -preguntó.
-La
educación y la crianza -contesté-; porque, si con una buena
educación llegan a ser hombres discretos, percibirán fácilmente
todas estas cosas y aun muchas más que ahora pasamos por alto,
como lo de que la posesión
de las mujeres, los matrimonios y la procreación de los hijos
deben, conforme al proverbio, ser todos comunes entre amigos
en el mayor grado posible.
-Y
sería lo mejor -dijo él.
-Y
aún más -dije-: una vez que el Estado toma impulso favorable,
va creciendo a manera de un círculo; porque, manteniéndose la
buena crianza y educación, producen buenas índoles, y éstas,
a su vez, imbuidas de tal educación, se hacen, tanto en las
otras cosas como en lo relativo a la procreación, mejores que
las que les han precedido, igual que sucede en los demás animales.
-Es
natural -dijo.
-Para
decirlo, pues, brevemente: los que cuidan de la ciudad han de
esforzarse para que esto de la educación no se corrompa sin
darse ellos cuenta, sino que en todo han de vigilarlo, de modo
que no haya innovaciones contra lo prescrito ni en la gimnasia
ni en la música; antes bien, deben vigilar lo más posible y
sentir miedo si alguno dice
la gente celebra entre todos los cantos
el postrero, el más nuevo que viene a halagar sus
oídos,
no
crean que el poeta habla, no ya de cantos nuevos, sino de un
género nuevo de canto y lo celebren. (…)
P
Traducción: MLT
Platón (“el de anchas espaldas”) es el apodo
de Arístocles, nacido en el año 427
a.C. en el seno de una familia noble ateniense.
A los 20 años conoce a Sócrates, quien contaba entonces con
63 años y se convertiría en su maestro. Viajó por Megara, Egipto,
la Cirenaica, Tarento y Sicilia, fue esclavo en Aegina
y a su regreso a Atenas, en 387, fundó (siguiendo el modelo
de las sedes pitagóricas) la
Academia, primera escuela de filosofía organizada,
que dirige hasta su muerte en 347. Entre sus campos de investigación
se encuentran la teoría de las ideas, la dialéctica (concebida
como el arte de pensar ligado al lenguaje) y la construcción
matemática-astronómica del cosmos (fuente: filosofia.org).
La redacción de La República se relaciona
con la obsesión por encontrar una forma justa y eficaz de gobierno,
habiéndose desilusionado con las mezquindades e injusticias
de la política en su ciudad (que incluyeron el procesamiento
y ejecución de su querido maestro). El uso de la palabra pólis
(πολις) en La República puede aludir tanto a la noción moderna
de Ciudad con la que se la traduce en este texto, como a la de Estado; tales conceptos
no eran diferenciables en la antigüedad clásica. Los problemas
abordados en el diálogo son, entre otros, los de la justicia
individual y política, las distintas formas de gobierno, la
“forma perfecta” del Estado, la contraposición entre el mundo
como lo perciben los sentidos y el mundo ideal (es el diálogo
donde se formula la inmortal Alegoría de las Cavernas) y el rol del arte en la sociedad. Aunque
resulte chocante su matriz totalitaria (solo atenuada por la
imposibilidad real de llevar a la práctica la mayoría de las
ideas platónicas sobre “el gobierno perfecto”) La
República continúa y continuará siendo un libro
de lectura obligatoria para quien desee emprender seriamente
el camino del conocimiento humano y la reflexión sobre lo justo,
lo bello y lo correcto. En una reciente película, Entre los
muros, del francés Laurent Cantet, una alumna le dice a su profesor
de la escuela secundaria que los libros que este le hace leer
no sirven para nada y que es mejor un libro que le prestaron…
precisamente, La República (el dato
la redime de todo lo insoportable que hasta entonces había sido
para su esforzado docente). Una versión gratuita puede descargarse
del sitio formarse.com.ar.
Aristóteles, discípulo de Platón en la Academia, representa la
antítesis empírico-nominalista de su filosofía de las ideas:
sostiene Coleridge (y reitera Borges) que “los hombres nacen
aristotélicos o platónicos”. De su autoría, y también sobre
la formación de la ciudad clásica, ver en café
de las ciudades:
Número 69 I Cultura y Política de las ciudades
Teoría
general de la ciudad perfecta I Fragmentos
de la
Política aristotélica I Aristóteles