Del espacio
público a lo público en la ciudad escindida
Desplazamientos
epistemológicos y conflictos arquitectónicos.
Por
Julio Arroyo

1
El presente
trabajo se enmarca en una investigación en curso que se plantea
la indagación del concepto, la imagen y el valor del espacio
público en la ciudad contemporánea de rango medio
de la Argentina (tomando como referencia el caso de la ciudad de
Santa Fe). La premisa es que el espacio público urbano sufre
transformaciones materiales y simbólicas que ponen
en cuestión el conocimiento disciplinar urbano-arquitectónico
y con ello los modos de operar proyectualmente en el ámbito
de lo público.
La tendencia,
aún vigente, a explicar la ciudad como una estructura supone
una continuidad lógica y empírica del fenómeno
urbano que en el presente no se verifica en razón de los
procesos de transformación que, tanto en el orden de las
relaciones socioculturales como físico espaciales de la ciudad,
alteran la estabilidad de las relaciones entre formas del espacio,
actividades sociales y significados culturales.
La continuidad
del espacio público se explica a partir de la noción
estructural de centralidad (estado, instituciones civiles) como
núcleo generador de sentido. La centralidad se expresa en
lugares físicos (plazas, monumentos, edificios institucionales,
equipamientos sociales), con fuertes connotaciones simbólicas
que territorializan la ciudad, es decir, organizan el espacio urbano
generando estratificaciones y jerarquías, diferenciando público
de privado, posibilitando procesos de identificación social.
Actualmente, esta noción de continuidad fundada en el concepto
de centralidad pierde preeminencia en la misma medida en que se
intensifica la fenomenología de la discontinuidad, en
la que formas, actividades y significados se recomponen de razón
de contingencias antes que por vínculos estructurales, haciendo
del espacio público un devenir antes que una categoría
precisa.
El trabajo se
propone abordar la discontinuidad como un estado de hecho de estas
ciudades, estado que requiere de una revisión de los fundamentos
epistemológicos para encontrar una lógica de intervención
que asuma la ciudad como una topología de lo diverso y lo
múltiple antes que como una estructura unitaria de sentido,
es decir, reconocer los desplazamientos entre el espacio público
como una topología estable de lugares centrales y lo público
como un devenir de lugares dis-tópicos en los que el
sentido de lo urbano se dispersa.

2
En la cultura
disciplinar la ciudad ha sido pensada mayormente como estructura,
es decir, como una totalidad en sentido lógico, ontológico
y metodológico que, aunque compleja, es reductible a centralidades
explicativas, núcleos en los que radica el sentido mismo
de la ciudad. Nociones que pueden considerarse de alta incidencia
en la construcción disciplinar han colaborado para que la
ciudad sea entendida como una totalidad. Nociones tales como ciudad-arquitectura
(Sitte), ciudad-obra de arte (Munford), ciudad-imagen (Lynch)),
ciudad-tipo morfología (Rossi), ciudad-forma urbana (Krier),
ciudad-significado (Aymonino) o ciudad-sistema (Chadwick, McLoughlin,
Folley) son indicativas de líneas de pensamiento que, aún
con sus diferencias, permiten inferir la totalidad del fenómeno
desde el momento que proponen un núcleo explicativo (forma,
imagen, sistema, belleza, tipo) que permite subsumir lo diverso
y complejo de la ciudad en una estructura unitaria de sentido. No
obstante, el clima cultural de la posmodernidad (declinación
de los grandes relatos modernos, transferencia al campo de
las ciencias humanas de los paradigmas de la incertidumbre, la virtualidad
y el caos, la expansión del pensiero debole, las transformaciones
socio-productivas del capitalismo de acumulación flexible
de base informacional, conciencia de problemas supra-nacionales,
etc.), conceptos de parte de ciudad, ciudad-collage, urbanismo de
proyecto, ciudad post-urbana, han reorientado la atención
hacia las partes y fragmentos antes que al sistema urbano completo
permitiendo una captación empírica de las diferencias
y una redefinición de los problemas de la ciudad y el ambiente.

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La hipótesis
de este trabajo se basa en el reconocimiento de la multiplicidad,
de lo rizomático antes que de lo arborescente del
espacio público de la ciudad. Se propone como un trabajo
de reflexión académica que se estima es pertinente
en momentos en que los discursos disciplinares y políticos
acerca de la ciudad no logran dar cuenta de sus procesos ni menos
actuar con alguna efectividad. Al menos en el caso de las ciudades
argentinas de rango medio, sumidas en profundos y desvastadores
conflictos, ni veinte de años de vida democrática
ni una década del más salvaje capitalismo han podido
canalizar con alguna coherencia los procesos de la ciudad. No
debe confundirse la multiplicidad con lo complejo, lo complejo
admite siempre la posibilidad de su simplificación. No es
el caso de la multiplicidad que no se reduce sino que mantiene un
estado de co-presencias de elementos. La multiplicidad no permite
pensar la ciudad como reflejo, es decir, determinada por algo externo
que le confiere sentido y del cual es representación dentro
formaciones lógicas e ideológicas del tipo causa-efecto,
infraestructura-superestructura, sujeto-objeto, imagen-mundo, signo-significado.
En la multiplicidad no hay subsunción en lo Uno sino heteróclitos
que eluden toda codificación que permita colocar los
términos en justas correspondencias; sólo reconoce
elementos que, al combinarse, cambian de naturaleza
en el juego de lo urbano.

4
En esta perspectiva,
la ciudad no es considerada como una pretendida topología
precisa, un sistema integrado de lugares centrales y territorios
centralizados que generan identidad y afirman memorias. Pensar la
ciudad como topología precisa es pensar en estratificaciones
de lo urbano, en sus ordenamientos más estables, sus jerarquías,
de los que es posible deducir relaciones de escala que dan referencia
a los sujetos. En la ciudad-lugar territorio es posible inferir
la totalidad desde los hechos particulares y lo particular desde
lo total, un efecto iterativo debido a la repetición de centralidad
(lógica, ontológica, metodológica) que la estructura
hace efectiva.
Transferido
al campo de la arquitectura, el espacio público pensado como
una estructura topológica implica un sistema del tipo formas
- actividades – significados por el cual el diseño de la
forma física se corresponde con la ocupación práctica
del espacio desencadenándose un proceso de significación
social que debería remitir al valor de lo público.
La arquitectura como lenguaje del espacio público se legitimaría
en la medida en que logre esta relación de correspondencias
entre la forma física, el uso social y el significado público
del espacio que proyecta. Una ciudad de buena arquitectura descansa
sobre la posibilidad de una efectiva continuidad y homogeneidad
cognitiva, perceptiva y valorativa de su espacio público.
Es precisamente
este presupuesto de continuidad y homogeneidad del espacio público
lo que la ciudad escindida pone en cuestión. Nuestras ciudades
atraviesan un momento angustiante por el afloramiento de tendencias
a la anarquía, la anomia y la atopía tanto en su dimensión
sociocultural como físico-espacial. El problema que esta
potencia intenta ventilar es que los constructos disciplinares no
estarían preparados para afrontar el problema del espacio
público desde los fenómenos de distorsión
de la topología urbana, que pervierten la noción de
lugar y territorio, colocando a lo público en un estado
larvado y virtual.

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En un intento
de revisar estos constructos se apela a Jacques Derrida. El autor
propone la revisión de la estructuralidad de la estructura.
La estructuralidad de la estructura ha estado siempre neutralizada
por el centro, que el autor entiende como el origen fijo, el punto
en que ninguna sustitución de contenidos, de elementos, de
términos es ya posible. El centro orienta y equilibra la
estructura dando coherencia al sistema, pero sobre todo hace que,
en tanto principio de organización de la estructura, limite
el juego de la misma. En centro abre y cierra el juego, dice el
autor y agrega: "...siempre se ha pensado que el centro, que
por definición es único, constituía dentro
de una estructura justo aquello que, rigiendo la estructura, escapa
a la estructuralidad...", es decir, está dentro y fuera
de la estructura puesto que, siendo necesario para la existencia
de la misma, su pertenencia a ella anularía su exigencia
de irreductibilidad. Esta paradoja es muy inquietante puesto que
pone en crisis el deseo de orden y estabilidad que el centro
garantiza. En la historia de Occidente, el centro ha tomado la designación
de Sujeto, Dios, Razón, Hombre, Historia o Naturaleza, representando
siempre una invariante que alude a una presencia que por sí
misma ordena los elementos del sistema y los integra en una estructura
verdadera. Pero Derrida se instala en un punto en que se sospecha
que el centro sea tal; siendo que es el punto en el que no es posible
transferir o desplazar los significados, pensar su inexistencia
vuelve indiferente toda referencia a un origen o a un fin, arkhé
o telos, quedando los elementos envueltos en una historia de
sentido, que se expresaría como el juego de la estructuralidad
de la estructura que el autor se propone rescatar. La arqueología
y la escatología reducen la estructuralidad de la estructura
y hacen de esta última una presencia plena y fuera del juego;
el origen y el fin tienen por función poner a salvo a la
estructura de los avatares de la historia de sentido. En esto se
ha fundado la epistemología de la ciudad.
Con ello Derrida
señala la existencia de un acontecimiento de la estructura
que se manifiesta vivamente en nuestra época, pero que es
inherente a la propia historia de la noción de estructura
y que está relacionado con esta necesidad de pensar la estructuralidad
colocándose en el punto de ruptura o de desintegración
de la obviedad del centro, en la indagación de aquellos
lugares de certeza y verdad que adquieren naturalidad y que, recorriendo
la metafísica de Occidente constituyen centralidades fundadoras
y organizadoras de las estructuras cognitivas y valorativas que
aplicamos inadvertidamente, dando por sentado pertinencia. Las estructuras
-y la ciudad es una de ellas- tienen centros (materiales y simbólicos)
que las explican, centros que, en la posición derrideana,
constituyen a la vez la condición de posibilidad y la negación
del juego de la estructura. La urbanística y la arquitectura,
al hacer (entiéndase: construir, pensar, interpretar) la
ciudad, establecen referencias a esos centros fundadores: categorías
constitutivas que en su perenne inmovilidad estarían ocultando
o impidiendo el juego de lo urbano, en un intento de neutralizar
la angustia que produce el hecho de sentirse tomado por sorpresa
por ese juego que, para el caso, es el juego de lo inter-subjetivo
y lo inter-objetual que propone la vida urbana.

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Al poner en
sospecha el centro, Derrida afirma que "…todo se convierte
en discurso con la condición de que por tal se entienda que
el significado central, originario y trascendental no está
nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias".
En efecto, siendo que todos los elementos de una estructura se remiten
en la última instancia de su significación al centro
u origen, el lugar en el que la significación ya no es posible
(recordar que significación es siempre sustitución,
transposición de significados) queda vacío y, por
lo tanto, la totalidad pierde a la vez sentido lógico y posibilidad
práctica; en consecuencia, queda abierto el campo a un juego
sin fin de la significación: un continuo discurso sin
centro. El centro sólo aparecerá como una función
en un sistema de diferencias, o sea, en el marco de unos términos
de acuerdo que por sí mismos no constituyen ley, axioma o
fundamento ontológico. En la ciudad, público / privado,
por ejemplo, serían términos de este acuerdo posible,
que definirían un sistema de diferencias que confiere validez
al hecho de pensar en una centralidad de lo público (público
como bien público, interés público, espacio
público, en donde público es siempre un valor superior,
general y común naturalizado en el entendimiento social)
para explicar la vida urbana. Pero no existiría el espacio
público como una categoría determinada y determinante
de la ciudad sino que el espacio público sería un
concepto, un instrumento de validez metodológica para
hacer ciudad sin que por sí mismo prometa ninguna verdad,
certeza o legitimidad.

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La urbanística
ha explicado el fenómeno de la ciudad como centralidades
dicotómicas, capaces de explicar por sí mismas la
totalidad de lo urbano. Así civitas / urbis (semiosis del
ciudadano), lleno / vacío (facticidad del objeto), monumental
/ doméstico (ordenamiento escalar), público / privado
(territorialidad de la geografía), interior / exterior (demarcaciones
del espacio), aquí / ahora (demarcaciones del tiempo), historia
/ espacio (determinismo social), historia / tiempo (determinismo
existencial), naturaleza / cultura (constitución del lugar),
hecho / derecho (actuación de la ley), etc. Estas dicotomías
están activas, explícita o implícitamente en
los discursos disciplinares o políticos, en los imaginarios
y las simbolizaciones, en las expectativas y los deseos. Operan
con la pretensión de fundamentar, describir y controlar el
fenómeno urbano en toda su extensión.
Siguiendo a
Derrida, se podría afirmar que la ciudad, en tanto un discurso
continuo, es un encadenamiento de signos (ciudadanos, objetos,
escalas, territorios, espacios, tiempos, sociedades, lugares, etc.)
que hacen un juego sólo posible en ausencia de un centro
único, a la vez que necesitado de unas reglas que el centro
propicia. De esta paradoja de lo urbano se deduce que, en todo caso,
ciudadano, objeto, escala, etc., son funciones de centralidad, valores
diferenciales del sistema-ciudad cuya importancia es metodológica
antes que ontológica.
El pensamiento
derrideano objeta no sólo el centro sino también
la totalidad que le es concomitante. En un trabajo anterior
(Arroyo, Julio; La ciudad escindida. El impacto en lo urbano
del capitalismo tardío; en Estudios Sociales Revista
Universitaria Nº 15, Santa Fe, 1998) se planteaba que la ciudad
contemporánea, y no sólo las grandes metrópolis
sino también las ciudades medias, constituye de hecho una
frustración de la totalidad. Son ciudades escindidas, en
las que los elementos del sistema no reconocen estructuras monolíticas
en las que se verifiquen correspondencias entre formas espaciales,
actividades sociales y significados simbólicos, correspondencias
merced a las cuales habría una remisión de sentido
entre lugar, instituciones y ciudadanía, entre espacio, forma
y hombre, etc., que expresarían de manera inequívoca
la ciudad como un hecho total, un mundo en el que el sujeto de conciencia
consuma la razón de la historia mediante la forma. La forma
dada como texto urbano –centrado y concluso a partir de la noción
de historia, razón o belleza, fundamentos que por afirmación,
negación o síntesis han explicado la ciudad en Occidente-
deviene un discurso abierto, una performatividad en clave menor,
polifónico y discordante, hecho de remanentes y fragmentos,
de imaginarios y de ensueños. Se planteaba que el discurso
de la ciudad escindida enfrenta tres tendencias a la crisis:
de lo público como ámbito de los acuerdos, de la arquitectura
como lenguaje y de la percepción del espacio y del tiempo
como experiencia continua.

8
Este trabajo
reconoce la preocupación que provoca en el presente de nuestras
ciudades dar forma al espacio público a través de
la arquitectura, más precisamente a partir del proyecto arquitectónico
entendido como un específico instrumento de actuación
en la ciudad. Arquitectos y urbanistas se enfrentan a la irremediable
condición de administrar un saber no hegemónico
(un discurso no unificador, incapaz de representar simbólicamente
una totalidad de formas, usos y significados), de enfrentarse al
espacio público como un ámbito carente de inclusividad
y generalidad (y por lo tanto exento de valor de representación
social total de las relaciones sociedad / ambiente) y al paisaje
de la ciudad en su parecerse cada vez más a un sistema browniano
(por lo tanto, una entidad que carece de linealidad y determinismo
que proporcionen la aludida continuidad perceptiva, valorativa y
cognitiva).

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Frente a la
indeterminación de la ciudad escindida la discontinuidad
es la principal manifestación fenomenológica. Algunos
conceptos resultan pertinentes para pensar estos fenómenos.
Gilles Deleuze y Félix Guattari desarrollan el concepto de
estratificaciones como espesamientos en el cuerpo de la tierra
(ciudad) a la vez molares y moleculares: acumulaciones, coagulaciones,
sedimentaciones, plegamientos. Son cinturas, pinzas, articulaciones
de medios codificados y sustancias formadas que le confieren a los
estratos una unidad de composición. Todo tiende a fijarse
en las estratificaciones (grilla, plaza, estado, imaginarios, etc.)
aun cuando los estratos poseen gran movilidad en el sentido de que
uno siempre es capaz de servir de sustrato a otro, o de repercutir
en otro. Sobre todo entre dos estratos se producen fenómenos
especialmente interesantes de inter-estratos: transcodificaciones
y pasos de medios, mezclas.
Las crisis de
la ciudad escindida ponen la atención en las fricciones entre
estratos, en los puntos de deslizamiento y plegamiento que producen
transcodificaciones, impulsos que arrastran fuera de los estratos
(metaestratos), momentos de rearticulación. Lo que se rearticula
es siempre un contenido y una expresión, (los autores aluden
a Hjelmslev), entre los cuales -se apresuran a aclarar- no hay causa-efecto,
significado-significante sino presuposición recíproca,
isomorfía. Los elementos centralizantes (grilla, estado,
sociedad, imaginarios) no deberían desaparecer puesto que
toda desestratificación demasiado brutal corre el riesgo
de ser suicida, o cancerosa, es decir, unas veces se abre al
caos, al vacío o a la destrucción, vuelve a cerrar
sobre nosotros los estratos, que se endurecen aún más,
y pierden incluso sus grados de diversidad, de diferenciación
y de movilidad..., pero sí se deslizan, se pervierten y rearticulan.
Queda claro que no es posible la ciudad sin grilla, estado, sociedad
o imaginarios (a la vez formas y sustancias de la ciudad).
Cuando las expresiones
de estos elementos estructurantes logran coincidencia espaciotemporal
adquieren fuerza territorializante. Deluze y Guattari dirán
que los territorios "...se hacen en los estratos por medio
de agenciamientos (...) que actúan en zonas de descodificación
de los medios y extraen un territorio". Siempre hay una territorialidad
que el agenciamiento descubre (mi plaza, mi escuela), territorialidad
"...que está hecha de fragmentos descodificados de todo
tipo, extraídos de los medios, pero que a partir de ese momento
adquieren un valor de ´propiedades´". La expresión del
agenciamiento deviene un sistema semiótico, "...un régimen
de signos bajo la forma de un despliegue maquínico, y el
contenido, un sistema pragmático, acciones y pasiones, una
enunciación".
La imbricación
de elementos lleva a que puedan, por sí mismos, generar
lo público sin la necesidad de representar una instancia
superior a ser representada, lo que implicaría descentrar
el espacio público de la ciudad respecto de la centralidad
de lo público. Se intenta plantear la hipótesis de
la existencia de territorialidades públicas que se desplazan,
derivan, fugan respecto de los territorios topológicos buscando
funciones de centralidad, siempre diferenciales, coyunturales, relativas
tanto a las esferas más próximas como a las más
distantes. El espacio público tradicional ya no expresa la
centralidad de lo público, pero aún así se
rearticula en cada juego de lo urbano. La estructura deviene juego.

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En el momento
del juego de lo urbano sobreviene la dis-topía. Allí
donde la centralidad de lo público se repliega, donde la
legalidad de la centralidad del lugar pierde valor de legitimación,
el espacio urbano queda abierto a los agenciamientos sociales.
Agenciamientos,
efectos de territorialización y líneas de desterritorialización
ejecutan el juego de lo urbano, el juego de la estructuralidad que
los elementos de centralidad procuran conjurar pero que, en ausencia
(devaluación, degradación) de ellos, el juego no sería
posible puesto que no habría estructura de la cual sospechar
su descentramiento. Nuestras ciudades se vuelven extrañas
a los ojos disciplinares y por lo tanto sobreviene la angustia
de la experiencia de una discontinuidad de la totalidad.

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Así visto,
la experiencia del espacio público es la del acontecimiento,
el devenir, de lo dis-tópico. No la de la continuidad. Por
eso la hipótesis que se presenta contempla que el espacio
público sea pensado (actuado, reflexionado, conceptualizado)
como rizoma (rizoma-canal) antes que como árbol
(árbol-raíz). El árbol es una topología,
un modelo jerarquizado con estructura, totalidad y continuidad sujeto
a determinación, pero el rizoma es una probabilidad abierta
a conexiones de heteróclitos, a conectar de manera contingente
elementos que cuentan por su diferencia antes que por su similitud,
que producen heterogeneidad, multiplicidad y rupturas significativas,
características que explicarían las organizaciones
inestables en el tiempo y el espacio de lo público, tal
como se presenta hoy en día.
El juego de
lo urbano se asimila a un rizoma deleuziano, un estado fluido de
agenciamientos que territorializan sólo para ser de inmediato
atravesados por líneas de fuga que desterritorializan. El
juego de lo urbano enfrenta a la experiencia del acontecimiento
antes que a la percepción de la presencia, el hecho, la consumación.
Lo público como acontecimiento responde a la temporalidad
del momento que está entre algo que ya fue y algo que todavía
no es, un advenir que no termina de consumarse y que sin
embargo genera una fuerte intensidad (afectiva, intelectual). Se
vive lo público aún cuando no se lo puede sujetar
en una estructura única de sentido.
La perspectiva
deleuziana permite pensar de nuevo el lugar, pero desplazado de
su centralidad simbólica totalizadora, de su determinación
de territorio. Del mismo modo permite pensar al territorio no
desde su centro constitutivo sino desde los bordes, desde las
fronteras siempre inestables, sujetas al traspaso furtivo, la clausura,
el corrimiento. El espacio público es así un territorio
magmático que se re-dibuja a lo largo del día, de
los momentos, de las situaciones, de los sujetos dando lugar a la
experiencia de lo público como adjetivo de la eventualidad
de la vida en la ciudad antes que del espacio-público como
sustantivo, es decir, sustancia de la ciudad.

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La pregunta
que sigue es cómo enfrentar esta situación desde el
concepto y la práctica del proyecto. Ignasi de Solà-Morales
propone el término arquitectura débil, el cual
más allá de la reconocida adhesión al pensiero
debole de Gianni Vattimo, aporta a una reflexión acerca
del sentido de la obra arquitectónica y el proyecto en el
presente de nuestras ciudades. El autor afirma que "…las propuestas
del arte contemporáneo se deberán construir no a partir
de una referencia inamovible, sino con la necesidad de proponer
para cada paso, simultáneamente, el objeto y su fundamento".
Esta acción en la coyuntura de los hechos desplaza el sentido
de prefiguración total del proyecto, en su comprensión
más difundida entre los arquitectos de ser un instrumento
de determinación de la forma en función de un sistema
de referencias que en el presente es nomádico. Esto implica
aceptar que entre formas, usos y significados no se verifican codificaciones
de tipo lingüísticas que suponen unos signos –formas
físicas y usos sociales- linealmente remitidos a unos significados
-políticos, culturales, sociológicos- estables y universales,
sino que de esa relación se deben esperar "…la experiencia
de la superposición (por la cual) el significado no se construye
a través de un orden sino a través de piezas que acaban
tal vez tocándose". En este punto adquiere relevancia
nuevamente la temporalidad deleuziana del entremedio de lo que
ya fue y lo que todavía no es, una permanente continuidad
de segmentos yuxtapuestos cuya fenomenología es compatible
con la distopía contemporánea.
La experiencia
de la inestabilidad del espacio público con sus emergentes
que tanto afirman como desplazan conceptos, imágenes y valores
acerca de lo público, poniendo esta dimensión de lo
urbano en un juego de discursiva sin fin, desafía a la
estabilidad del proyecto porque ya no se espera la forma justa
-persistente y paradigmática- sino la forma eventual, efímera,
lábil, virtual de las apropiaciones instantáneas y
las acciones tácticas que suponen agenciamientos diversos,
superpuestos. Desde contingencias de lo cotidiano, como vendedores
ambulantes que se estancan coagulando el espacio y manifestaciones
que en su recurrencia generan rutinas alternativas en las dinámicas
urbanas, hasta la crónica realidad de equipamientos públicos
saturados y obsoletos que obligan a todo tipo de argucias para preservar
su practicabilidad por vacancias de áreas urbanas, edificios
públicos abandonados (una ominosa carga en ciudades urgidas
por más y mejores espacios y equipamientos) pasando por paisajes
urbanos visual y auditivamente contaminados, desordenados y caóticos,
de infraestructuras insuficientes y obsoletas, se abre una vasta
serie de hechos que siendo indicativos de una realidad de lo público
no confirman el carácter primacial y categórico que
los supuestos confieren al espacio público. Antes bien, estos
efectos públicos aluden a una experiencia físico-espacial
y sociocultural de lo público como una cualidad que devienen
de agenciamientos antes que de axiologías asumidas.
A esta experiencia
de lo público le correspondería un despliegue de
la proyectualidad antes que la determinación del proyecto.
La proyectualidad es una condición potencial inherente a
la acción humana que se despliega en el momento intempestivo
de la acción directa, del estado de hecho, de la emergencia
en acto de la ciudad física y social. En la proyectualidad
no hay un fundamento único y reconocible y un destino conciente
sino efectos de presencia. En el proyecto hay una suerte de domesticación
de la proyectualidad, que el arquitecto realiza aplicando las prescripciones
y determinaciones de su saber disciplinar. Esta pretensión
del proyecto de ser una práctica pertinente cuyo objeto es
la transformación de la ciudad, tanto lo legaliza como lo
deslegitima, en un contexto social dominado por urgencias que exigen
el corto plazo del aquí y el ahora y un contexto físico-espacial
caracterizado por fracturas y contradicciones de todo tipo.
La noción
de proyectualidad es compatible con el concepto de arquitectura
débil propuesto en el sentido de que no niega la experiencia
estética sino que la asocia con lo eventual del acontecimiento
y lo intempestivo del pliegue de la realidad, esa condición
por la cual el sujeto y el objeto no constituyen polaridades sino
imbricaciones de mutua determinación. Dice Solà Morales
que "…la realidad aparece como un continuo en el cual el tiempo
de los sujetos y el tiempo de los objetos exteriores están
circulando en una misma cinta sin fin y donde el encuentro entre
lo objetivo y lo subjetivo sólo se produce cuando esa realidad
continua se pliega en un desajuste de su propia continuidad".
En la realidad de nuestras ciudades, en las que los sujetos parecen
atrapados y sobredeterminados tanto por la ciudad simbólica
como por la ciudad material, la proyectualidad es la táctica
de descubrimiento de oportunidades y de la explotación estética
de las mismas en un contexto denso de problemas y preocupaciones.

13
Roberto Fernández
expresa que a la condición actual de la ciudad, que en tan
alto grado modifica las relaciones entre arquitectura y ciudad,
se la enfrenta diferenciando problemas -fractura urbana,
crisis de la ciudad pública, modelo de mercado, especialización
funcional, debilitamiento de la sustentabilidad ambiental urbana,
pérdida de calidad de la centralidad urbana y deslocalización
de inversiones- de oportunidades -acciones de sutura y conexión
urbana, usos mixtos del suelo, aumento de la calidad de los equipamientos,
servicios e infraestructuras, capitalización social de la
renta del suelo, diversificación de las condiciones de centralidad,
entre otros-. Propone rearticular problemas y oportunidades sobre
"…un basamento crítico y teórico susceptible
de relacionar crítica (máxima) y proyecto (mínimo)".
La primera "…apuntaría a no perder de vista el contexto
de problemas que el grado de desarrollo de la fase avanzada del
capitalismo le asigna, mediante los procesos de globalización,
a la calidad de vida social de las ciudades, en tanto que el proyecto
mínimo supone admitir un nuevo rol, básicamente ligado
al potenciamiento de la efectividad cultural (ya no socio productiva)
de la arquitectura". Esta proposición desplaza nuevamente
al proyecto de su condición de determinación técnica
de la forma para colocarlo en el campo de las prácticas
culturales, lo cual supone instrumentos no habituales tales
como el manejo del discurso, la operación sobre imaginarios
colectivos y sistemas simbólicos, que complementaria o sustitutivamente
producirían la forma como una narrativa, no necesariamente
verificable en un objeto-obra, que incluye "...el diseño
de formas de gestión, el montaje de acuerdos genéricos
entre intereses privados y conveniencias públicas, la posibilidad
de engendrar efectos de transformación urbana que desborden
en el territorio circunscrito del proyecto, etc".

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Los autores
citados contribuyen a apuntalar la hipótesis de este trabajo
acerca del desplazamiento del espacio público a lo público
y del proyecto a la proyectualidad. Tales desplazamientos exigen
de revisiones epistemológicas y metodológicas que
han sido presentadas con intención de ser disparadoras de
una necesaria revisión de la arquitectura y el urbanismo
tanto como disciplinas de conocimiento y prácticas tecno-culturales.
En este punto se abre el debate ético del arquitecto urbanista
entre la pertinencia de insistir en el proyecto como determinación
que prefigura la forma en un acuerdo con usos y significados codificados
o aceptar la proyectualidad de la copresencia de formas, usos y
significados que, en la coyuntura del devenir ciudad, genera experiencias
que, siguiendo a Solà-Morales, son las del acontecimiento
cuya temporalidad es la de un azaroso instante que "…guiado
sobre todo por la casualidad, se produce en un lugar y en un momento
imprevisible".
Cómo
proyectar en y para el instante, cómo atrapar con el proyecto
-si corresponde todavía- la potencia escurridiza de la proyectualidad
de lo público, cómo codificar la ciudad escindida,
distópica y discrónica, en la que tiempo y espacio
no se anudan en una topología continua sino en episodios
discretos, desagregados y solapados, cómo producir la forma
en lo informe, en definitiva, son las preguntas que se imponen para
atender las urgencias de nuestro presente.
JA
El
autor es arquitecto, Profesor de Proyecto, Teoría y Crítica
de la Arquitectura de la Facultad
de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad Nacional
del Litoral, Santa Fe, Argentina
Sobre
espacio público, ver también la nota Espacio
público, condición de la ciudad democrática,
de Jordi Borja, en este número de café
de las ciudades.
Sobre
Santa Fe, ver también el comentario a La
Grande,
de Jose Luis Saer, en el número 40 de café
de las ciudades.
Citas
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