Vivir en una ciudad significa vivir en
compañía de extranjeros. Nunca dejaremos de ser extranjeros:
nos mantendremos como tales, sin interés en interactuar,
pero, por ser vecinos los unos de los otros, destinados
a enriquecernos recíprocamente.
Hay una paradoja que hoy es absolutamente
relevante; no se trata de una paradoja psicológica, sino
lógica. Cuanto más reducidos son el espacio y la distancia,
mayor importancia les atribuye la gente; cuanto más se desvaloriza
el espacio, menos protectora es la distancia y más obsesivamente
la gente traza y altera fronteras. Y es en especial en las
ciudades donde se produce esta furiosa actividad de trazar
y alterar las fronteras entre las personas.
Frederik Barth, el gran antropólogo noruego contemporáneo, ha puesto de relieve
que, en contra de la errónea opinión común, las fronteras
no se trazan para separar diferencias, sino que, por el
contrario, cuando de trazan fronteras es precisamente cuando
surgen de improviso las diferencias, cuando nos damos cuenta
y tomamos conciencia de su existencia. Dicho de un modo
más claro: emprendemos la búsqueda de diferencias justamente
para legitimar las fronteras.
Si miramos a nuestro alrededor veremos
a otros individuos iguales que nosotros. Por mucho que busquemos
no encontraremos a nadie que sea exactamente igual a uno
mismo. Todos y cada uno de nosotros estamos hechos tan sólo
de diferencias; en el planeta hay 6.000 millones de hombres
y mujeres, pero cada uno de ellos es diferente de los demás;
no hay individuos absolutamente idénticos, es imposible.
Existimos porque somos diferentes, porque tenemos diferencias,
y sin embargo, algunas de estas diferencias nos molestan
y nos impiden interactuar, ser amistosos, demostrar interés
por los demás, preocuparnos el uno por el otro, ayudarnos;
y, sean cuales sean, lo que las determina es la naturaleza
de las fronteras que hemos trazado. Cada frontera crea sus
propias diferencias, que son consistentes y relevantes.
Por consiguiente, al intentar comprender
nuestras diferencias y las dificultades que éstas generan,
tenemos que formularnos nuevas preguntas; sobre todo una:
¿a qué obedece esta obsesión por trazar fronteras? La respuesta
es que hoy en día esta obsesión se deriva del deseo, consciente
o inconsciente, de procurarnos un rincón suficientemente
confortable, acogedor y seguro, en un mundo que se nos muestra
salvaje, imprevisible, amenazador; resistir a la corriente,
protegernos de fuerzas externas que parecen invencibles,
y que no podemos controlar ni detener, ni siquiera impidiendo
su presencia en los alrededores de nuestra casa, en nuestras
calles, Sea cual sea la naturaleza de tales fuerzas, las
conocemos por un nombre que ilumina a la par que confunde:
globalización o, como prefería decir Alberto Melucci,
«planetarización».
Hoy, en nuestro planeta, todos sin excepción
dependemos de los demás, y sin embargo no hay nadie que
ostente la responsabilidad, nadie que ejerza el control
sobre aquello que denominamos «espacio global». Cuando pensamos
en ese espacio, nos viene a la mente la imagen de un western
hollywoodiense, de aquel salvaje Oeste en que la gente se
comporta de un modo inesperado, y en el que los vencedores
no son en realidad los que permanecen en el campo de batalla,
sino los que lo abandonan antes que los demás. Se trata
de un espacio salvaje, y ciertamente los ciudadanos –con
los medios de los que disponen–
no pueden oponerse al espacio global, que escapa a su control.
Las diferencias que acaban siendo significativas
e importantes a causa de la naturaleza de la frontera, y
de las intenciones que hay detrás de esta frontera, son
las diferencias atribuidas a las personas que tienen la
indecente tendencia a cruzar las fronteras y aparecer por
sorpresa en sitios a los que no han sido invitados; un tipo
de gente de la que nos defenderíamos con circuitos cerrados
de televisión, que instalaríamos aunque sólo fuera para
ver quién pasa por la calle.
En Inglaterra, mi país, existen organizaciones
de vigilancia. Los vigilantes de barrio permanecen de servicio
varias horas al día controlando las calles por donde pasan
extranjeros. Por tanto, los extranjeros que no pertenecen
a ese lugar se convierten en los más importantes representantes
de ese género de diferencia que debemos evitar. ¿Pero de
qué tipo de extranjeros se trata?
Para explicar su ambiente y su origen,
recordemos en primer lugar que las ciudades, en las que
vive ya más de la mitad del género humano, son en cierto
modo vertederos para los problemas creados y no resueltos
en el espacio global. Y lo son en muchos aspectos; existe
por ejemplo un fenómeno global de contaminación del aire
y del agua, y la administración municipal de cada ciudad
debe acarrear con sus consecuencias: tiene que luchar sin
otros recursos que los locales para purificar el agua y
el aire o para contener la marea. El hospital de su barrio
puede estar en crisis, está en crisis, refleja esta crisis,
estas dificultades, estas preocupaciones financieras; refleja
el desconocido y remoto conflicto en curso entre los gigantes
farmacéuticos, que están peleándose por los llamados «derechos
de propiedad intelectual» y elevan los precios e introducen
en el mercado determinados fármacos, de forma que dicho
hospital ya no puede atender a sus pacientes.
También el terrorismo global proviene
de ese salvaje Oeste a que aludíamos, del descontrolado
espacio global, pero en última instancia son los bomberos
locales quienes hicieron frente en Nueva Cork a los efectos
del acto terrorista del 11 de septiembre, o la policía y
los bomberos de Madrid quienes intentaron salvar a las víctimas
del atentado de la estación de Atocha. Todo recae sobre
la población local, sobre la ciudad, sobre el barrio. En
definitiva, imponiendo la rápida modernización de lugares
muy lejanos, el gran mundo del libre cambio, de la libre
circulación financiera, ha creado una enorme cantidad de
gente superflua que ha perdido todo medio de sustento y
no puede seguir viviendo como sus antepasados. Individuos
forzados a desplazarse, a abandonar aquellos lugares en
los que ya no son más que prófugos, y a convertirse en inmigrantes
económicos. Poco después llegan a una ciudad, y una vez
más los recursos locales deben ocuparse de ellos.
Vienen a la ciudad y se convierten en
el símbolo de esas misteriosas, y por consiguiente aterradoras,
fuerzas de la globalización. Vienen de quién sabe dónde,
y son, como dice Bertolt Brecht, «ein Bote des Unglücks», mensajeros de desgracias.
Llevan consigo el horror de guerras lejanas, de hambre,
de carencias, y representan nuestra peor pesadilla: que
nosotros mismos, a causa de la presión de este nuevo y misteriosos
equilibrio económico, podemos acabar siendo superfluos,
podemos perder nuestros medios de supervivencia y nuestra
posición social. Representan la fragilidad y precariedad
de la condición humana, y nadie quiere que día tras día
le recuerden esas cosas horribles que preferiría olvidar.
Así, por innumerables motivos, los inmigrantes se han convertido
en los principales portadores de las diferencias que nos
producen más miedo, y contra las cuales trazamos fronteras.
Pero no son los únicos. Desde el principio,
la modernidad ha producido «gente supérflua»,
entendiéndose esta expresión en el sentido de inútil, de
que las capacidades laborales de esa gente no pueden ser
explotadas provechosamente. Por decirlo de una vez por todas,
sin medias tintas, para las personas de bien sería mejor
que esa gente desapareciera del mapa. Se trata de una gente
que no tiene expectativas, a la que ningún esfuerzo de imaginación
lograría hacer reingresar en una sociedad organizada de
una manera muy determinada. La industria moderna (tanto
la constructora de un orden como la representante del denominado
«progreso económico») ha producido gente superflua. La construcción
de un orden comporta siempre la eliminación de los superfluos,
puesto que si se pretende que las cosas mantengan un orden,
si se pretende sustituir la situación actual por un orden
nuevo, mejor y más racional, acabará por descubrirse que
cierta gente no puede formar parte de dicho orden, y será
preciso excluirla del mismo, expulsarla. En eso consiste
el progreso económico. ¿Pero qué es, en esencia, el progreso
económico? Su mito se reduce a lo siguiente: poder realizar
cualquier cosa con menor esfuerzo y dedicación y con el
mínimo gasto. Conseguir ese objetivo equivale a que ciertos
métodos se vuelvan superfluos y dejen de ser económicamente
plausibles, y a su vez convierte en superflua a la gente
que había conseguido vivir adaptándose a dichos métodos.
En fin, no es una novedad: siempre y en
todas partes, desde el inicio de la modernidad, ha habido
gente superflua a nuestro alrededor, pero ahora es diferente.
La modernización, ese nuevo estilo de vida que genera gente
superflua, estaba limitada al principio a alguna zona de
Europa: era un privilegio, y el resto del mundo podía servir
como vertedero para la superfluidad que se producía primero
en Europa y más adelante en sus ramificaciones. Pero la
población superflua de la Europa que, a lo largo del
siglo XIX, se estaba modernizando era arrojada a tierras
como América, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, que disponían
de territorios deshabitados, ya que la gente que vivía en
ellos no contaba para nada: eran débiles, eran salvajes,
no eran más que un obstáculo añadido.
Pues bien, la modernidad ha vencido, y
celebramos el triunfo mundial del estilo de vida moderno
–libre cambio, libre economía, libre consumo, y McDonald’s
en todas partes–, pero ello significa que actualmente la gente superflua
ya no sólo es un producto de Europa, posteriormente arrojado
al resto del mundo: es producto de cualquier parte, dado
que el modelo productivo moderno se está instalando en todos
los países.
Los extranjeros vienen, pues, como lo
hicieron antes que ellos nuestros progenitores, nuestros
abuelos y bisabuelos, que cargaron sus maletas y emigraron,
desde ciudades superpobladas de Alemania, Suecia, Polonia
o Rusia, a Norteamérica, Canadá o Suramérica. Ahora ellos
hacen lo mismo, pero moviéndose en dirección inversa, y
desembarcan en Milán, en Copenhague y en tantas otras ciudades
buscando las mismas cosas que buscaron nuestros progenitores,
es decir, pan y agua, puesto que también ellos quieren vivir.
Pero son estas ciudades ya densamente pobladas –como Milán,
Copenhague, Estocolmo o París–
las que deben hallar un puesto donde darles acogida, entre
otras muchas cosas. Éste es el tipo de extranjero que provoca
más miedo en las ciudades contemporáneas por los motivos
que ya he intentado exponer.
Pero no son ésos los únicos, dado que
también nosotros tenemos a nuestra gente superflua, gente
a la que no podemos mandar a ninguna otra parte porque no
hay forma de hacerlo: el planeta está lleno, no quedan espacios
vacíos; nuestra gente superflua se halla todavía entre nosotros.
Hubo un tiempo en que los individuos superfluos lo eran
sólo provisionalmente, durante el tiempo en que se les consideraba
parados, desempleados. «Desempleado» es una palabra engañosa,
pues sugiere más de lo que dice. Estar desempleado quiere
decir que, para los seres humanos, la norma es tener empleo,
que estar desocupado es un accidente, algo extraño, anómalo,
contra lo que hay que luchar. Pero actualmente, cada vez
más, oímos a cierta gente decir de otra gente que es superflua:
no es que está desempleada, sino que sobra. Observen que
el concepto de superfluidad no implica promesa alguna de
mejora, ni de remedio, ni de subsidio. No, nada de eso.
Si eres superfluo, lo eres para siempre jamás. Existe una
palabra cruel, inhumana, que se inventó en los Estados Unidos
pero que se propagó como un violento incendio por toda Europa:
se trata de la palabra «desclasado» [underclass]. Ser desclasado significa simplemente estar fuera del sistema de
clases. No se trata, por lo tanto, de una clase inferior:
no hablamos de alguien que está hundido, pero que puede
albergar la esperanza de subir hacia arriba por una escalera
que tiene justo ahí, si alguien le ayuda. No. Ser desclasado
significa estar fuera, excluido, no servir para nada: la
única función positiva que el desclasado puede realizar
es la de inducir a las personas decentes, a las personas
corrientes, a aferrarse al tipo de vida que llevan, puesto
que la alternativa es demasiado horrible para poder ser
tomada en consideración: la alternativa es caer en la marginación.
En los períodos de depresión económica,
se oye a los políticos decir que se espera una recuperación
del consumo; lo cual significa que un ciudadano normal y
corriente, con cuenta bancaria y tarjeta de crédito, deberá
ir a las tiendas y comprar a crédito, tras lo que vendrá
la recuperación, y todos tan contentos. Pero los desclasados
no disponen ni de cuenta bancaria ni de tarjeta de crédito,
no compran mercancías que pueden producir beneficios; más
bien precisan mercancías que requieren subsidios y no ofrecen
ganancias, y por consiguiente no serán éstos los consumidores
que hallarán el modo de sacarnos de la crisis, que nos conducirán
a la recuperación económica, sino al contrario. Ésa es la
razón por la que la sociedad funcionaría mucho mejor si
los desclasados desaparecieran del mapa.
Así pues, existe en las ciudades esa doble
presión, y esa tendencia a construir muros. Ya he hablado
de fronteras, de trazar fronteras, de crear dentro de la
ciudad áreas seguras que estén alejadas de aquéllas a las
que «no se va», para referirse a la cuales Steven Flusty ha acuñado un término muy feliz: «espacios vetados»
[interdictory spaces]; vetados porque desaniman a la gente a pararse ante ellos o le
impiden la entrada; según él, son la expresión más rentable
de la actual arquitectura urbana norteamericana, su más
importante producto. Las tecnologías que sirven para impedir
el acceso y para mantener a distancia a la gente representan
en este momento el sector más vanguardista de la arquitectura
estadounidense.
Sabemos perfectamente que todo es posible
en América, pero exactamente lo mismo está sucediendo en
la vieja Europa, y probablemente también en nuestras propias
ciudades. Esas áreas residenciales, los barrios cercados
[gated communities] en los que no se puede entrar salvo que se haya sido invitado,
que disponen de vigilantes armados las veinticuatro horas
del día y circuitos cerrados de televisión, son el reflejo
de los ghettos involuntarios a los
que se ha arrojado a los desclasados, los prófugos y los
inmigrantes recientes. Estos ghettos voluntarios son el resultado de la aspiración de defender la propia
seguridad procurándose sólo la compañía de los semejantes,
y manteniendo alejados a los extranjeros.
Richard Sennett,
un notable sociólogo angloamericano, nos ofrece las conclusiones
a las que ha llegado en su detallada investigación sobre
la experiencia norteamericana: el fenómeno de buscar cada
vez más la compañía de los semejantes se deriva de la resistencia
a mirarse profunda, de forma humana. Y Sennett
ha descubierto que cuanto más se separan las personas, en
estos barrios cercados de hombres y mujeres que se les asemejan,
menos capaces son de tratar con extranjeros; y a su vez,
cuanto menos capaces son de tratar con extranjeros, mayor
miedo les tienen; por consiguiente, buscan cada vez con
mayor avidez la compañía de sus semejantes. En fin, que
se forma un círculo vicioso que no puede romperse.
He querido subrayar que las ciudades son
vertederos, y que en ellas se buscan desesperadamente soluciones
locales a problemas producidos por la globalización, pero
querría añadir un par de consideraciones más. Es cierto,
las ciudades son vertederos, pero también son campos de
batalla y laboratorios. ¿Campos de batalla para qué? Para
la batalla entre la mixofilia
y la mixofobia, términos poco
usados pero que se explican por sí mismos. La mixofilia
es un fuerte interés, una propensión, un deseo de mezclarse
con las diferencias, o sea, con los que son distintos a
nosotros, porque es muy humano y natural, y fácil de comprender,
que mezclarse con extranjeros abre la vía a aventuras de
todo tipo, a la aparición de cosas interesantes, fascinantes.
Se pueden vivir experiencias fantásticas, experiencias desconocidas
hasta entonces. Y pueden entablarse nuevas amistades, buenas
amistades, de esas que nos acompañarán toda la vida. Eso
es algo impensable en un pueblecito pequeño, estático, en
el que todo el mundo sabe qué están haciendo en su cocina
todos los demás, en el que nadie sorprende a nadie y en
realidad no se espera de nadie nada interesante.
Esto era lo que hacía atractiva a la ciudad,
lo que empujaba a que la gente se trasladase en masa a la
ciudad. Un dicho alemán, referido a las ciudades medievales,
dice así: «Stadtluft macht frei», el aire de la ciudad te hará libre; y en efecto, en
las ciudades pueden suceder muchas cosas sorprendentes,
excitantes, que no ocurren en ningún otro lugar. Por otra
parte, existe la mixofobia, pues
se vive constantemente con extranjeros –sobre todo si tienes
prejuicios hacia ellos, puesto que la basura global es arrojada
en tus calles y ya has oído hablar de los peligros que se
derivan de los desclasados, y has oído decir que los inmigrantes
son ante todo parásitos de tu bienestar e incluso terroristas
potenciales, que antes o después seguro que te matarán–,
de forma que vivir entre extranjeros es una experiencia
que ciertamente crea ansiedad. Consiguientemente, se intenta
evitar, hasta el punto de que muchas personas han decidido
transmitir este «instinto de evitar» a las generaciones
futuras, y han llevado a sus hijos a escuelas segregadas,
en las que puedan ser inmunes a este mundo horrible, al
terrible choque con otros niños que provienen de familias
de tipo erróneo.
Estas dos tendencias
coexisten en la ciudad, y personalmente no creo que tal
coexistencia sea en sí misma una solución. Así pues, lo
que podríamos, podemos y deberíamos hacer es contribuir
a alterar sus proporciones: hacer algo para incrementar
la mixofilia y reducir la mixofobia.
No podemos ciertamente esperar eliminarla completamente,
y creo que instituciones como la Academia Della Carità (1) se proponen precisamente esto: favorecer en las ciudades las posibilidades
de la mixofilia. Las raíces ya
están plantadas: están en la naturaleza humana, y es preciso
desarrollarlas a expensas de la alternativa.
Finalmente, estas ciudades son laboratorios
en los que se descubren, se experimentan y se aprenden ciertas
condiciones que son indispensables para dar solución a los
problemas globales. Es justo lo contrario de lo que decía
antes, cuando hablaba de la supremacía del espacio global,
que carga sus problemas a nuestras espaldas: aquí, a espaldas
de la gente del lugar. Ahora estoy hablando de algo que
va en la dirección contraria. Aquí, en la ciudad, podemos
ser útiles aprendiendo una habilidad que será indispensable
para obtener una coexistencia segura, pacífica y amistosa
en el mundo entero.
He hablado de los inmigrantes. Pues bien,
gracias a los inmigrantes que proceden de lugares remotos,
el «choque de civilizaciones» del que habla Samuel Huntington
se ha transformado de repente en un encuentro de vecinos:
gente real, hombres y mujeres –seguramente ataviados de
forma un tanto extraña– que quizás
hablan nuestra lengua con un acento horrible, con un acento
impropio; que quizás puedan descansar en horas distintas
a las nuestras y ser distintos en muchos aspectos, pero
que sin embargo son seres humanos, vecinos a quienes más
tarde o más temprano encontraremos en los restaurantes,
en las calles, en las tiendas, en los despachos, por todas
partes. Sobre ellos se proyectan las hermosas palabras de
Madeleine Bunting, una sagaz periodista
británica, que afirma que el espíritu de la ciudad se forma
mediante la acumulación de minúsculas interacciones cotidianas
con el conductor del autobús, con los demás pasajeros, con
el quiosquero, con las camareras de los bares, y de palabras
sueltas, de saludos fugaces, de esos pequeños gestos apresurados
que allanan las ásperas aristas de la vida urbana.
Pues bien, si hay seres humanos que aceptan
y aprecian a otros seres humanos y se esfuerzan en dialogar
con ellos, de pronto las diferencias culturales dejan de
ser un casus belli. Podemos ser diferentes y vivir juntos, y podemos aprender el arte
de vivir con la diferencia, respetándola, salvaguardando
la diferencia de uno y aceptando la diferencia del otro.
Este aprendizaje puede hacerse de día en día, imperceptiblemente,
en la ciudad. He podido observar que muchas áreas –por ejemplo,
en las ciudades inglesas desgarradas por la guerrilla urbana– han ido transformándose lentamente en barrios normales
y corrientes. Muchas personas andan por la calle y les separa
su color de piel, pero esto no les impide departir amistosamente
y estar juntas por un rato.
Podemos, pues, aprender este arte en la
ciudad, y desarrollar realmente unas capacidades que habrán
de servir no sólo en el plano local, en el espacio físico,
sino también –al fin y al cabo– en el espacio global. Y quizás, por tanto, estaremos
más preparados para afrontar la enorme tarea que, nos guste
o no, tenemos por delante, y que ha de marcar por completo
nuestra vida: el deber de dotar de humanidad a la comunidad
de los hombres.
Me gustaría terminar evocando un recuerdo.
Puesto que los viejos tienen cierta tendencia a recordar,
voy a permitírmelo, ya que soy viejo. Cuando era estudiante,
tuve un profesor de antropología que me decía (me acuerdo
perfectamente) que los antropólogos llegaron a fechar los
albores de la sociedad humana gracias al descubrimiento
de un esqueleto fósil, el esqueleto de una criatura humanoide
inválida, con una pierna rota; pero se había roto la pierna
siendo niño, y había muerto a la edad de treinta años. La
conclusión del antropólogo era simple: allí había existido
forzosamente una sociedad humana, porque esto no habría
podido darse en un rebaño, donde una pierna rota termina
con la vida del inválido, ya que no puede sustentarse por
sí mismo.
La sociedad humana es distinta de un
rebaño de animales porque alguien puede sostenerte; es distinta
porque es capaz de convivir con inválidos, hasta el punto
de que históricamente podría decirse que la sociedad humana
nació junto con la compasión y con el cuidado de los demás,
cualidades sólo humanas. La preocupación de hoy en día se
centra en este punto: trasladar esta compasión y esta atención
a escala planetaria. Soy consciente de que las generaciones
que nos han precedido se han enfrentado a esta tarea, pero
ustedes deberán seguir por este camino, les guste o no,
empezando por su casa, por su ciudad, ahora mismo.
No alcanzo a pensar en nada que sea más
importante que esto. Tenemos que empezar por aquí.
(1)
Institución dedicada al estudio de
la marginación social en el ámbito metropolitano de Milán,
y que en el año 2004 organizó el congreso «Fiducia e paura nella città».
(N. del E.) (volver
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