La dorada cometa,
el plateado viento
Sobre la
competencia entre ciudades y las arquitecturas emblemáticas...
Un
cuento de Ray Bradbury
El
estadounidense Ray
Bradbury
nació
en 1920 y, a partir de la publicación de sus Crónicas
Marcianas en 1950, es considerado como unos de los más
importantes escritores de ciencia ficción (tanto los admiradores
de Bradbury como los puristas del genero coincidirán en cuestionar
las tres palabras anteriores a este paréntesis...). Sus relatos
suelen funcionar como eficaces parábolas de la sociedad contemporánea
y contienen atractivos elementos de crítica social, política
y ecológica, como así también una dimensión
ética muy personal. Borges ha escrito al respecto "¿Qué
ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto al cerrar las páginas
de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta
me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas
fantasías, y de una manera tan íntima?".
Entre sus libros más conocidos se encuentran, además
de las Crónicas, Fahrenheit 451 (1953), El hombre
ilustrado (1951), Las maquinarias de la alegría
(1964) y Las doradas manzanas del sol (1953, publicado en
castellano por Editorial
Minotauro),
del que se extrae este relato. También ha escrito guiones
para cine y televisión, incluyendo algunos para las populares
series Alfred Hitchcock Presenta y La Dimensión
Desconocida. Como consultor especializado, Bradbury concibió
la idea de la Nave Espacial Tierra para el EPCOT Center de Disney,
y contribuyó con el concepto del paseo espacial Orbitrón
para el EuroDisney en Francia.
El
relato que reproducimos adelanta, en una ironía involuntaria,
algunos de los temas más frecuentes de la actual reflexión
urbanística. El crecimiento urbano de Kwan-Si, otrora una
pequeña ciudad, hace necesaria la construcción de
una muralla y, para realizar esta gran infraestructura urbana, su
mandarín decide recurrir a una arquitectura emblemática
y cargada de simbolismos. Pero la obra despierta los recelos
de la ciudad vecina, que ve en el crecimiento de Kwan-Si y en el
simbolismo elegido para su muralla una amenaza a su propia prosperidad
y seguridad. Comienza entonces una carrera enloquecida para conjurar
las mutuas amenazas que se suceden entre una y otra ciudad, pero
también para atraer inversiones y turistas, en un proceso
de marketing urbano y competencia entre ciudades muy parecido a
algunos que presenciamos en la actualidad. Desde una posición
humanista que, en otros de sus textos, roza la ingenuidad, Bradbury
propone en este caso una solución inteligente y madura, proclamando
de paso la posibilidad de una cooperación superadora del
discurso de la competitividad entre ciudades.
Se
utiliza en esta nota la trascripción realizada en el sitio
apocatastasis.com,
a cargo de Henzo Lafuente.

- ¿La forma de un cerdo? -preguntó el mandarín-.
- La forma de
un cerdo -respondió el mensajero y partió-.
- Oh, que mal
día en un mal año -exclamó el mandarín-,
cuando yo era niño la ciudad de Kwan-Si, del otro lado de
la montaña, era muy pequeña. Pero ahora ha crecido
tanto que le pondrán una muralla.
- Pero, ¿por
qué una muralla a tres kilómetros de distancia enoja
y entristece a mi buen padre? -preguntó serenamente la hija
del mandarín-.
- Esa muralla
-dijo el mandarín- ¡tiene la forma de un cerdo! ¿No entiendes?,
la muralla de nuestra ciudad tiene forma de una naranja. ¡El cerdo
nos devorará velozmente!
- Ah.
El mandarín
y su hija se quedaron pensando.
La vida estaba
llena de presagios. En todas partes acechaban demonios. La muerte
nadaba en la humedad de un ojo, el giro de un ala de gaviota significaba
lluvia, un abanico sostenido así, la teja de un techo, y
sí, hasta la muralla de una ciudad era de enorme importancia.
Turistas y viajeros, caravanas de músicos, artistas,
al llegar a estas dos ciudades, interpretando los signos dirían:
- "¿Una
ciudad con forma de una naranja? ¡No, entraré en la ciudad
con forma de cerdo y prosperaré, y comeré y engordaré,
y tendré suerte y riquezas!".
El mandarín
sollozó.
- ¡Todo está
perdido!. Estos símbolos y signos me aterrorizan. Vendrán
días malos para nuestra ciudad.
- Entonces -dijo
la hija-, llama a los mamposteros y los constructores de templos.
Yo te hablaré desde detrás de la cortina de seda y
tú sabrás que decirles.
El desesperado
anciano golpeó las manos.
- ¡Oh, mamposteros!
¡Oh, constructores de ciudades y palacios!
Los hombres
que conocían el mármol y el granito, el ónix
y el cuarzo llegaron rápidamente. El mandarín los
miró intranquilo, atendiendo al susurro que debía
llegar de la cortina de seda, detrás de su trono.
- Os he llamado...
-dijo el susurro-.
- Os he llamado
-dijo el mandarín-, porque nuestra ciudad tiene forma de
una naranja, y la vil ciudad de Kwan-Si tiene ahora la forma de
un cerdo voraz.
Los mamposteros
gimieron y lloraron. La muerte hizo sonar su bastón en el
patio del palacio. La pobreza tosió en las sombras de la
antesala.
- Y por lo tanto
-dijo el susurro, dijo el mandarín-, vosotros, constructores
de murallas, ¡traeréis herramientas y piedras y cambiareis
la forma de nuestra ciudad!
Los arquitectos
y albañiles abrieron la boca. El mandarín mismo abrió
la boca ante lo que había dicho. El susurro susurró.
El mandarín siguió diciendo:
- ¡Y daréis
a las murallas la forma de un garrote que golpeará al cerdo
y lo hará huir!
Los mamposteros
se incorporaron, gritando. Hasta el mandarín, deleitado ante
las palabras que habían salido de su boca, aplaudió
descendiendo del trono.
- ¡De prisa!
-gritó-¡A trabajar!
Cuando se fueron
los hombres, sonrientes y animados, el mandarín se volvió
cariñosamente hacia la cortina de seda.
- Hija -murmuró-,
quiero abrazarte.
No hubo respuesta.
El mandarín miró del otro lado de la cortina. Ella
se había ido.
Cuánta
modestia, pensó el mandarín. Se ha escapado dejándome
con el triunfo, como si fuera mío.

Las nuevas corrieron
por la ciudad, y todos aclamaron al mandarín. Se llevaron
piedras a las murallas. Los fuegos artificiales se dejaron a un
lado, y los demonios de la muerte y de la pobreza no se detuvieron
allí, pues todos trabajaban juntos. Al terminar el mes, habían
cambiado la muralla. Era ahora una gran clava para alejar cerdos,
jabalíes y hasta leones. El mandarín dormía
todas las noches como un zorro feliz.
- Me gustaría
ver al mandarín de Kwan-Si cuando oiga las noticias. ¡Qué
pandemonio y qué histeria! Querrá arrojarse de lo
alto de una montaña. Un poco más de vino, oh, hija
que piensa como un hijo.
Pero la alegría
es como una flor invernal, muere rápidamente. La misma tarde
un mensajero entró corriendo en la sala de audiencias:
- ¡Oh, mandarín,
enfermedades, penas, terremotos, plagas de langostas y pozos de
agua envenenada!
El mandarín
se estremeció.
La ciudad de
Kwan -dijo el mensajero-, si tenia forma de cerdo y que hicimos
retroceder transformando nuestras murallas en un poderoso garrote,
ha cambiado nuestro triunfo en cenizas. ¡Han construido las murallas
de la ciudad como una gran hoguera para quemar nuestro garrote!
El corazón
del mandarín se encogió como un fruto otoñal
en un viejo árbol.
- ¡Oh, dioses!
Los viajeros nos despreciarán, los comerciantes, al leer
los símbolos, darán la espalda al garrote, destruido
tan fácilmente, e irán hacia el fuego, que todo lo
conquista.
- No -dijo un
suspiro como un copo de nieve detrás de la cortina de seda-.
- No -dijo el
sorprendido mandarín-.
- Dile a los
constructores -dijo el susurro que era como una gota de lluvia-
que den a nuestras murallas la forma de un lago brillante.
El mandarín
lo dijo en voz alta para gran alivio de su corazón.
- Y con ese
lago-dijeron el susurro y el viejo- ¡Apagaremos el fuego para siempre!
La alegría
iluminó a la ciudad que había sido salvada otra
vez por el magnífico Emperador de las Ideas. Corrieron
a las murallas y las transformaron otra vez, cantando, no tan alto
como antes, por supuesto, pues estaban cansados, y no tan rápidamente,
pues como habían tardado un mes en modificar la muralla anterior,
habían tenido que abandonar los negocios y las cosechas
y estaban un poco mas débiles y eran un poco más pobres.
Desde entonces
los días se sucedieron horribles y maravillosos, encerrándose
unos en otros como un nido de terribles cajas.
- Oh, emperador
-gritó entonces el mensajero-, ¡Kwan-Si ha cambiado sus murallas,
y son ahora una boca que se beberá nuestro lago!
- Entonces -dijo
el Emperador de pie, muy cerca de la cortina de seda-, ¡que se transformen
nuestros muros en una aguja que coserá esa boca!
- ¡Emperador!
-dijo el mensajero- ¡Transformaron sus murallas en una espada para
quebrar nuestra aguja!
El emperador
se mantenía en pie agarrándose desesperadamente a
la cortina de seda.
- ¡Entonces
cambiad las piedras, que se transformen en una vaina para guardar
la espada!
- ¡Misericordia!
-lloró el mensajero a la mañana siguiente-. Trabajaron
toda la noche y transformaron la muralla en un rayo que destruirá
la vaina.

La enfermedad
se extendió por la ciudad como una jauría de perros
salvajes. Las tiendas se cerraron. La población, que había
trabajado durante meses interminables cambiando las murallas, se
parecía a la muerte misma, entrechocando los blancos huesos
como instrumentos musicales en el viento. Empezaron a aparecer funerales
en las calles, aunque era pleno verano, y tiempo de cosechar y recoger.
El mandarín cayó tan enfermo que tuvo que instalar
la cama junto a la cortina de seda, y allí estaba, impartiendo
miserablemente sus ordenes arquitectónicas. La voz de detrás
de la cortina era débil también ahora, y lánguida,
como el viento en los aleros.
- Kwan-Si es
un águila. Nuestras murallas serán un nido para esa
águila. Kwan-Si es un sol que quemará el nido. Construyan
una luna para eclipsar el sol.
Como una máquina
enmohecida, la ciudad empezó a detenerse.
Al fin el susurro
tras la cortina rogó:
- En nombre
de los dioses.¡Llamad a Kwan-Si!

El último
día de verano cuatro hombres hambrientos llevaron al mandarín
de Kwan-Si, pálido y enfermo, a nuestra ciudad. Otros hombres
sostuvieron a los dos mandarines, que se miraron débilmente.
Sus alientos aleteaban en sus bocas como vientos invernales. Una
voz dijo:
- Terminemos
esto.
El viejo asintió.
- Esto no puede
seguir -dijo la débil voz-. Nuestra gente no hace otra
cosa que cambiar la forma de nuestras ciudades todos los días,
todas las horas. No les queda tiempo para cazar, pescar, amar, reverenciar
a sus antepasados y los hijos de sus antepasados.
- Así
es -dijeron los mandarines de las ciudades de la Jaula, la Luna,
la Lanza, el Fuego, la Espada y esto, aquello, y otras cosas.
- Llevadnos
a la luz del sol -dijo la voz-.
Transportaron
a los viejos bajo el sol y sobre una pequeña loma. Unos pocos
niños flacos remontaban cometas en la brisa de los últimos
días de verano, cometas del color del sol, las ranas y las
hierbas, el color del mar y el color de las monedas y el trigo.
La hija del
primer mandarín estaba junto a la cama de su padre.
- Mirad -dijo-.
- No hay más
que cometas -dijeron los dos viejos-.
- Pero que es
una cometa en el suelo -dijo ella-, nada. ¿Qué necesita para
sostenerse y ser hermosa y verdaderamente espiritual?
- ¡El viento,
por supuesto! -dijeron los otros-.
- ¿Y que necesitan
el cielo y el viento para ser hermosos?
- Una cometa,
por supuesto..., muchas cometas para quebrar la monotonía,
la uniformidad del cielo. ¡Cometas de colores, que vuelen!.
- Sí
-dijo la hija del mandarín-. Tú, Kwan-Si, cambiarás
por última vez tu ciudad para que parezca nada más
ni menos que el viento. Y nosotros tomaremos la forma de una cometa
dorada. El viento hará hermosa a la cometa y la llevará
a maravillosas alturas. Y la cometa quebrará la uniformidad
de la existencia del viento y le dará sentido. Uno no es
nada sin el otro. Juntos, todo es cooperación y una
larga y prolongada vida.
Los dos mandarines
se sintieron tan contentos que comieron por primera vez después
de muchos días. Recobraron las fuerzas, se abrazaron y se
elogiaron uno a otro, llamando a la hija del mandarín un
muchacho, un hombre, una columna de piedra, un guerrero y un verdadero
e inolvidable hijo. Casi inmediatamente se separaron a sus ciudades
llamando y cantando, débiles pero felices.
Pasó
el tiempo y las ciudades se llamaron Ciudad de la Cometa Dorada
y la Ciudad del Viento Plateado. Y se cosecharon las cosechas y
se atendieron otra vez los negocios, y todos engordaron,
y la enfermedad huyó como un jacal asustado. Y todas las
noches del año, los habitantes de la Ciudad de la Cometa
podían oír el buen viento que los mantenía
en el aire. Y los de la Ciudad del Viento podían oír
como la cometa cantaba, susurraba, se elevaba y los embellecía.
- Así
sea.-dijo el mandarín junto a la cortina de seda-.
RB

Ver el sitio Web de Ray
Bradbury.
Sobre
la competencia entre ciudades, ver la nota Visita
guiada a la Ciudad Global, entrevista digital a Saskia
Sassen, en el número 10 de café
de las ciudades.
Sobre
las "arquitecturas emblemáticas", ver entre otras
las notas El
fin de los edificios trofeo, de John Thackara y el "premio"
al proyecto City Life en Milán como peor práctica
urbana del 2005, en los números 4-5 y 39, respectivamente,
de café
de las ciudades. Ver también la nota La
Arquitectura como placebo, de Luis Fernández Galiano,
publicada en Babelia y el Diario de Arquitectura
de Clarín.
Sobre
las murallas urbanas, ver las notas Muralla
para una ciudad, sobre la colección homónima
de Juan Fontana, y Los
muros de la vergüenza, en los números 4-5
y 14, respectivamente, de café
de las ciudades.
Sobre
el marketing urbano, ver las notas La
marquetización de las ciudades,
de Mariona Tomàs, y City
Marketing,
de Edmundo Hernández Rojas, en los números 6 y 34,
respectivamente, de café
de las ciudades.
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