Cinco ciudades
continuas
"Solo
cambia el nombre del aeropuerto".
Por
Italo Calvino
Los relatos
que siguen integran la saga de ciudades continuas descriptas en
el clásico Las Ciudades Invisibles, de Italo Calvino,
cuya lectura (o relectura) completa recomendamos a nuestros lectores
por su poética y a la vez rigurosa descripción de
la maravilla urbana y de los problemas que amenazan a las ciudades
contemporáneas.

1.
Leonia
La ciudad de
Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana
la población se despierta entre sabanas frescas, se lava
con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone botas flamantes,
extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún
sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último
modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico,
los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No
solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas,
periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también
calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más
que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran,
la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día
se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta
si la verdadera pasi6n de Leonia es en realidad, como dicen, gozar
de las cosas nuevas y diferentes, o no mas bien el expeler, alejar
de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que
los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover
los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso,
como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo
porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar
mas en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros
nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de
año en año la ciudad se expande, y los basurales deben
retroceder mis lejos; la impotencia de los desperdicios aumenta
y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro
cada vez más vasto. Añádase que cuanto más
sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales,
mas mejora la sustancia de los detritos, resiste al tiempo, a la
intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza
de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina
por todos lados como un reborde montañoso.
El resultado es este: que cuantas más cosas expele Leonia,
más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza
que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad
se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva:
la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios
de anteayer y de todos sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en
el desmesurado basurero no estuvieran presionando, mas allí
de la cresta extrema, basurales de otras ciudades que también
rechazan lejos de si montañas de desechos. Tal vez el mundo
entero, traspasados los confines de Leonia, está cubierto
de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una
metrópoli en erupción ininterrumpida. Los limites
entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos
donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente,
se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro
de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una
botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud
de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores,
flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano
trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes
finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida
cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli
siempre vestida de nuevo. Ya en las ciudades vecinas están
listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse
en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales.

2.
Trude
Si al tocar
tierra en Trude no hubiese leído el nombre de la ciudad escrito
en grandes letras, hubiera creído llegar al mismo aeropuerto
del que partiera. Los suburbios que tuve que atravesar no eran distintos
de aquellos otros, con las mismas casas amarillentas y verdosas.
Siguiendo las mismas flechas se contorneaban los mismos canteros
de las mismas plazas. Las calles del centro exponían mercancías
embalajes enseñas que no cambiaban en nada. Era la primera
vez que iba a Trude, pero conocía ya el hotel donde acerté
a alojarme; ya había oído y dicho más diálogos
con compradores y vendedores de chatarra; otras jornadas iguales
a aquella habían terminado mirando a través de los
mismos vasos los mismos ombligos ondulantes.
¿Por que venir a Trude? me preguntaba. Y ya quería irme.
-Puedes remontar vuelo cuando quieras- me dijeron-, pero llegaras
a otra Trude, igual punto por punto; el mundo está cubierto
de una única Trude que no empieza y no termina, cambia
sólo de nombre del aeropuerto.

3.
Tecla
El que llega
a Tecla poco ve de la ciudad, detrás de las cercas de tablas,
los abrigos de arpillera, los andamios, las armazones metálicas,
los puentes de madera colgados de cables o sostenidos por caballetes,
las escalas de cuerda, los esqueletos de alambre. A la pregunta:
-¿por qué la construcción de Tecla se hace tan larga?-
los habitantes, sin dejar de levantar cubos, de bajar plomadas,
de mover de arriba abajo largos pinceles: -Para que no empiece
la destrucción- responden. E interrogados sobre si temen
que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a resquebrajarse
y hacerse pedazos, añaden con prisa, en voz baja: -No sólo
la ciudad.
Si, insatisfecho con la respuesta, alguno apoya el ojo en la rendija
de una empalizada, ve grúas que suben otras grúas,
armazones que cubren otras armazones, vigas que apuntalan otras
vigas. -¿Que sentido tiene este construir?-pregunta-. ¿Cuál
es el fin de una ciudad en construcción sino una ciudad?
¿Dónde está el plano que siguen, el proyecto?
-Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no podemos interrumpir
-responden.
El trabajo cesa al atardecer Cae la noche sobre la obra en construcción.
Es una noche estrellada. -Este es el proyecto- dicen.

4.
Cecilia
Me recriminas
porque cada relato mío te transporta justo en medio de una
ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad
y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de
alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento.
En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez
a un cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
-Hombre bendecido por el cielo- se detuvo a preguntarme-, ¿sabes
decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
¡Que los dioses te acompañen! -exclamé-. ¿Cómo
puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
-Compadéceme- repuso, soy un pastor Trashumante. Nos toca
a veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no
sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales:
los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la
Hierba a la Sombra. Las ciudades para mi no tienen nombre; son lugares
sin hojas que separen un pastizal de otro, y donde las cabras se
espantan de los cruces y se desbandan. Yo y el perro corremos para
mantener junto el rebaño.
-Al contrario que tú- afirmé-, yo reconozco sólo
las ciudades y no distingo lo que está afuera. En los lugares
deshabitados toda piedra v toda hierba se confunde a mis ojos con
toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces: he conocido muchas ciudades
más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre
ángulos de casas todos iguales: me había perdido.
Pregunte a un transeúnte: -Que los inmortales te protejan,
¿sabes decirme dónde nos encontramos?
-¡En Cecilia, y así no fuera! -me respondió-. Hace
tanto que caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos
salir...
Lo reconocí, a pesar de la larga barba blanca: era el pastor
de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas, que
ya ni siquiera hedían, tan reducidas estaban a la piel y
los huesos. Mascaban papeles sucios en los cubos de desperdicios.
-¡No puede ser! -grité- También yo, no sé cuando,
entré en una ciudad y desde entonces sigo metido en sus calles.
¿Pero cómo he hecho para llegar donde tu dices, si me encontraba
en otra ciudad, alejadísima de Cecilia, y todavía
no he salido de ella?
-Los lugares se han mezclado- dijo el cabrero-, Cecilia está
en todas partes; aquí en un tiempo ha de haberse encontrado
el Prado de la Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas de
la plazoleta.

5.
Pentesilea
Para hablarte
de Pentesilea tendría que empezar por describiste la entrada
en la ciudad. Tu imaginas, claro, que ves alzarse de la llanura
polvorienta un cerco de murallas, que te aproximas paso a paso a
la puerta, vigilada por aduaneros que echan miradas desconfiadas
y torcidas a tus bártulos. Hasta que no has llegado estas
afuera; pasas debajo de una arquivolta y te encuentras dentro de
la ciudad; su espesor compacto te circunda; tallado en su piedra
hay un dibujo que se te revelaría si sigues su trazado todo
en espigas.
Si crees esto, te equivocas: en Pentesilea es distinto. Hace horas
que avanzas y no ves claro si estas ya en medio de la ciudad
o todavía afuera.
Como un lago de orillas bajas que se pierde en aguazales, así
Pentesilea se expande durante millas en torno a una sopa de ciudad
diluida en la llanura: conventillos pálidos que se dan
la espalda en prados híspidos, entre empalizadas de tablas
y techos de
zinc. Cada tanto en los bordes del camino un espesarse de construcciones
de magras fachadas, altas altas o bajas bajas como un peine desdentado,
parece indicar que de allí en adelante las mallas de la ciudad
se estrechan. En cambio prosigues y encuentras otros terrenos baldíos,
después un suburbio oxidado de oficinas y depósitos,
un cementerio, una feria con sus carruseles, un matadero, te alejas
por una calle de tiendas macilentas que se pierde entre manchones
de campo despeluzado.
Las gentes que uno encuentra, si les preguntas:
-¿Para Pentesilea? -Hacen un gesto circular que no sabes si quiere
decir: "Aquí", o bien: "Más allá",
o "Doblando", o si no: "Del lado opuesto".
-La ciudad- insistes en preguntar.
-Nosotros venimos a trabajar aquí por las mañanas-
te responden algunos, y otros-:
Nosotros volvemos aquí a dormir.
-¿Pero la ciudad donde se vive? -preguntas.
-Ha de ser- dicen por allí- y algunos alzan el brazo oblicuamente
hacia una concreción de poliedros opacos, en el horizonte,
mientras otros indican a tus espaldas el espectro de otras cúspides.
-¿Entonces la he pasado sin darme cuenta?
-No, prueba a seguir adelante.
Así continuas, pasando de una periferia a otra, y
llega la hora de marcharse de Pentesilea. Preguntas por la calle
para salir de la ciudad, recorres el desgranarse de los suburbios
desparramados como un pigmento lechoso; llega la noche; se iluminan
las ventanas ya mis escasas ya mis numerosas.
Si escondida en alguna bolsa o arruga de este mellado distrito existe
una Pentesilea reconocible y recordable para quien haya estado,
o bien si Pentesilea es solo periferia de sí misma y tiene
su centro en cualquier lugar, he renunciado a entenderlo. La
pregunta que ahora comienza a rodar en tu cabeza es más angustiosa:
¿fuera de Pentesilea existe un fuera? ¿O por más que te alejes
de la ciudad no haces sino pasar de un limbo a otro y no
consigues salir de ella?
IC
El
autor nació en 1923 en Cuba, donde su padre dirigía
una estación experimental de agronomía; a los dos
años la familia regresó a San Remo, Italia. Calvino
recibió de sus padres una educación avanzada y se
matriculó en la Facultad de Agronomía de la Universidad
de Turín. No obstante, al estallar la Segunda Guerra Mundial
interrumpió sus estudios y al ser llamado al servicio militar
desertó y se unió a los partisanos junto con su hermano.
Al finalizar la guerra, se mudó a Turín, donde se
matriculó en letras, entró en contacto con Cesare
Pavese y fue contratado por la editorial Einaudi. A mediados de
los años ´50, publica tres novelas alegóricas, El
vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente,
incluidas en la trilogía Nuestros Antepasados (nombre que
hemos utilizado para una serie de notas
publicadas en diversos números de cdlc).
Luego vinieron Las Cosmicómicas (entre la ciencia ficción
y el surrealismo), Las ciudades invisibles (1972), Si una noche
de invierno un viajero y Palomar. Murió en 1985.mientras
trabajaba en una serie de conferencias para la Universidad de Harvard.
La amenidad y simpleza de su escritura no ocultan la profundidad
de sus reflexiones sobre el mundo contemporáneo, desarrolladas
en el marco de un comprometido humanismo.
Otras
ciudades invisibles de Italo Calvino: Dorotea
y Ottavia,
en los números 27 y 39, respectivamente, de café
de las ciudades.
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