A Hugo Estari
y sus hermanos, a Poca, Berenjena, el Gordo Rego,
los Bravo, los Danieles, Carlitos Delsart y las barras del
CAP y el San Martín.
La
pelota a paleta se juega en dos tipos de cancha: abierta
y cerrada (o frontón y trinquete, según la jerga más ortodoxa).
Para los ajenos, una rápida inferencia hace suponer que
la esencia de ambas canchas es la misma y que la cobertura
de las cerradas permite independizar la práctica de las
condiciones del clima. Nada más inexacto. El juego de pelota
en abierta o cerrada es radicalmente diverso
en su desarrollo y en las habilidades que demanda.
En
las canchas abiertas, el principal deber del pelotari es
evitar que la pelota
lo sobrepase: incluso el delantero, teóricamente cubierto
por el compañero a sus espaldas, debe estar atento a que
la pequeña esfera de caucho no se pierda por un costado
tras rebotar en dos, tres o cuatro paredes, o supere a un
zaguero mal acomodado tras una respuesta exigida. En la
cerrada, solo el techo, la delgada reja lateral o las galerías
del primer y segundo piso dejan la pelota fuera de juego;
la pared de fondo y la compleja disposición de la pared
“corta” y su “share” auxilian,
en cambio, al jugador sobrepasado. Un tiro violento, que
sobrepase al zaguero, es tanto seguro en la abierta, pero
retorna en la cerrada y sigue en juego. El zaguero puede
entonces jugar más adelantado en la cancha y, en la mayoría
de los casos, limitar a su compañero a efectuar los saques
y cuidar “los dos paredes y el tambor”, como ya explicaremos.
Podría
desprenderse de esta condición técnica que los jugadores
de abierta y cerrada respondieran a dos estereotipos de personalidad heterogéneos:
más heroico el de abierta, para el que toda oportunidad
es la última; más ladino el de cerrada, para el que la pelota
siempre vuelve y que en todo caso debe procurar que no vuelva
para sus rivales. Pero esta inferencia, algo más sutil que
la que negamos al principio, pareciera más bien un recurso
narrativo que deberá considerar quien algún día escriba
el relato de la pelota argentina.

El
juego de pelota a paleta tiene dos rasgos asociados que
explican su tratamiento en esta revista. Es, por un lado,
un juego condicionado por la arquitectura;
en otros deportes, el espacio es más difusamente una geografía
disputada de acuerdo a estrategias (el chileno Juan Borchers
ha planteado las implicancias “socio-territoriales” de un
fútbol jugado en una cancha más amplia y/o por más jugadores),
en la pelota, las paredes son parte del juego. El reglamento
de la Federación Metropolitana
establece incluso las características constructivas que
deben tener las paredes y contrapisos
y la disposición de las luminarias. Algo similar ocurre
en deportes de la misma familia, como el paddle
o el squash, pero esto nos lleva
al segundo rasgo anunciado: la pelota, introducida y difundida
en Argentina y Uruguay por la masiva inmigración vasca (inmigración
que podría decirse iniciada por Juan de Garay…), generó
una auténtica subcultura extendida en todo el área pampeana, presente
en cada pueblo y ciudad del interior y en cada barrio de
las grandes ciudades, más de un siglo antes que se introdujeran
esas especialidades desde el norte de América.

La
cancha de paleta tiene aproximadamente entre 8 y 9
metros de ancho por 25
a 30 de largo y 9 de altura. La pared
larga está dividida en 6 secciones, marcadas por franjas
verticales (al igual que sus respectivas mitades) prolongadas
sobre el piso; sirven para ubicar
en el espacio a los jugadores y para indicar la línea
desde la que se efectúa el saque y que a su vez debe ser
superada por este: la del “3”.
El frontón está dividido por un fleje de acero horizontal
a unos 80 centímetros
del suelo, el suncho, sobre el cual debe rebotar la pelota
para que el tiro sea válido. Sobre uno de los costados,
el de la pared corta en las canchas abierta, el de la larga
en las cerradas, el tambor o “tambur”,
un chanfle en el encuentro del
frontón y la pared lateral, agrega una complicación
extra al juego: al pegar en él, la pelota sale hacia
el costado, en un recorrido más o menos paralelo al frontón.
Es una pelota difícil de responder si es muy baja y muy
violenta o, por el contrario, muy débil y pronta a picar
dos fatídicas veces en el suelo antes de la llegada del
delantero; en cambio, un tambur alto permite
al rival acomodarse y quedar en situación de rematar el
tanto mediante un golpe muy preciso o muy distinto de lo
que fue su amague inicial. Algo similar ocurre con las combinaciones
de “tres o cuatro paredes”, cuyos efectos son bien conocidos
por los jugadores con experiencia y requieren de alguna
otra circunstancia para ser realmente peligrosos: altura,
velocidad, sorpresa o en general una momentánea descolocación
del oponente.
La
tercera pared es la corta, que solo llega hasta aproximadamente
el “uno” y está ubicada según los casos a derecha o izquierda
del frontón: a la derecha generalmente en la cancha abierta,
a la izquierda en la cerrada, donde se prolonga en una galería
a nivel del primer piso y, según los casos, una hilera de
ventanas u otra galería en el segundo. Cortando la pared
de fondo también suele disponerse una galería en el segundo
piso, que continúa la lateral en caso de haberla. A nivel
del campo de juego, esta pared está cortada en toda su longitud
por un particular dispositivo arquitectónico: el share. Se trata de un techo inclinado de madera u hormigón,
de algo más de un metro y medio de altura (deja así lugar
para público sentado o agachado) que penetra unos 80 centímetros en la cancha; debajo de este techo
discurre una reja y debajo de ésta un antepecho. En el share se encuentra también la puerta de entrada a la cancha,
cuya ubicación más prudente es la posterior, ya que de encontrarse
adelante el jugador que entra en último lugar debe tener
mucho cuidado de no ser alcanzado por un pelotazo de los
otros jugadores en su práctica previa. La pelota sigue en
juego si pega en el antepecho del share
o de la primera galería, o en el techo del share
(sin importar en este cado cuantas veces pique). En cambio,
el tanto termina si la pelota alcanza la reja: el punto es para quien
la tiró, si hubo antes un pique, o para quien debía recibirla
si no lo hubo. Decíamos en un
párrafo anterior que la tarea generalmente atribuida
al delantero, además del saque que pone en juego la pelota
en cada tanto, es la de “levantar” los tambores y las temibles
y filosas “dos paredes”, enviadas con potencia y a baja
altura para que reboten en la pared larga y el frontón y
alcancen la reja tras picar a gran velocidad.
Finalmente,
el techo de las canchas cerradas solo tiene un objetivo
de cierre y no influye en el juego: si la pelota pega en
él, es tanto para el receptor, pero se supone que en una
cancha abierta hubiera salido también de la cancha sin picar
y también hubiera sido “mala pelota”. El diseñador deberá
tener en cuenta, eso sí, la posibilidad de generar una iluminación natural mediante claraboyas
o ventanas laterales, y que la disposición de estas
y de las luminarias no encandile a los jugadores (cuando
el techo es de hormigón, las grandes vigas de apoyo pueden
actuar como pantallas que eviten este problema). En las
canchas abiertas es conveniente que el frontón no se disponga
sobre el cuadrante oeste, para que el sol de la tarde (cuando
habitualmente se juegan los partidos) no moleste a los jugadores,
en especial los zagueros (los delanteros tienen alguna protección
dada por la pared corta).
El
desequilibrio en cada tanto se alcanza por vía de dos estrategias
contrapuestas: la más conservadora es la de jugar “a buena”, vale decir procurando
que la pelota describa en el tiro el recorrido reglamentario,
supere el fleje y pique dentro del campo de juego sin quedar
servida para el contrario. Esta opción requiere disciplina
y concentración en esperar el error del rival. La otra
posibilidad es la de buscar el momento oportuno para intentar
el tambur bajo o el dos paredes
filoso que busque la reja, o alguna variante de tres o cuatro
paredes con efecto, o la cortada baja e inalcanzable para
el rival. Como en todo deporte, una vez detectada la debilidad
táctica o sicológica del rival, la estrategia más elemental
indica apuntar sobre ese flanco.

Ignorada
por la prensa masiva, despojada de glamour y de legitimidad olímpica,
la pelota a paleta ha sido un culto de trotamundos y noctámbulos,
asociada a garitos y almacenes de ramos generales, una elite
anónima y de escasa visibilidad para el deporte espectáculo,
para el arte popular y aun para los mitólogos de la vida
campera y para los actuales descubridores de patrimonios
culturales construidos o intangibles. Paralela a los torneos
oficiales, la más apasionante competencia de la pelota se
desarrolló en el circuito de los legendarios
desafíos por dinero, no demasiado evidente en los clubes
más grandes donde el juego era uno entre tantos, pero abierto
en las canchas de pueblo y en los clubes de barrio casi
exclusivamente destinados a los pelotaris
y los juegos de azar. Oscar Messina,
un boyero analfabeto y radical del sur de Santa Fe, al que
una deformación de su brazo izquierdo y el nombre su pueblo
de origen le dieron el apodo de
“Manco de Teodelina”, fue en las
décadas del ’50 al ’70 el exponente más admirado de este
modo de vida bohemio. Luego de los desafíos, el Manco festejaba
sus triunfos entre copas y recitados criollos (su otra especialidad)
hasta bien entrada la madrugada.

¿Hay
una decadencia de la pelota a paleta en la
Argentina? Es en todo caso difícil de refutar
o de afirmar, si se tiene en cuenta el carácter de cerrada
cofradía que tuvo el juego en su historia: ¿cómo medir la
decadencia o el auge de un juego que nunca se preocupó por
esos parámetros? Puestos a examinar sus debilidades, cabe
señalar algunas evidencias:
-
El circuito del juego por dinero coloca al deporte en un
ámbito ajeno al de la competencia de aficionados, incluso
con horarios y ritos asociados de escasa legitimidad social.
-
Las canchas ocupan mucho espacio para la cantidad de jugadores
que pueden jugar, algo que además, en el caso de clubes
o complejos polideportivos, ocasiona fricciones con las
otras comunidades deportivas.
-
Las canchas, tienen necesariamente dos o tres lados ciegos,
lo cual reduce la
capacidad de público que puede mirar los partidos. En
los Países Vascos se han dispuesto paredes traseras de cristal
templado que permiten la observación del partido y hasta
su televisación, disposición constructiva
que en Argentina pude ser demasiado onerosa en relación
a la escasa popularidad del deporte.
-
El deporte no es practicado por mujeres, lo cual reduce
la posibilidad de juegos mixtos existente en otras disciplinas
individuales como el paddle o
el squash y en particular el tenis,
objeto además de mayor difusión mediática y enorme popularidad.
-
La escasa difusión internacional del deporte, limitada a
la región, los Países Vascos y México, y además en dichos
casos con variantes sustanciales al juego tal como se lo
conoce en la Argentina.
Ajenos
sin embargo a esta “decadencia”,
indiferentes a la ignorancia de los medios y del gran público,
inconscientes de ser los continuadores de una cultura popular,
los pelotaris argentinos siguen
manteniendo en los clubes y en los pueblos la mística de
la paleta criolla.
MC
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la página de la Federación Metropolitana de
Pelota
Paleta en la Web.