Clarín - Martes | 31.01.2006

 

La arquitectura como placebo


Las "obras de autor" experimentan un crecimiento inflacionario que está devaluando su valor publicitario, pero eso todavía no afecta a la algarabía de los medios.


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LUIS FERNANDEZ GALIANO.


La arquitectura de las celebridades tiene más vinagre que vino. Tomando prestadas las metáforas evangélicas de Joseph Ratzinger (el actual Papa Benedicto XVI), la ciudad europea es una viña devastada por jabalíes. Una construcción paulatina y cultivada arrasada por fuerzas económicas y mediáticas que imponen su apetito animal a la lentitud vegetal de la continuidad urbana. Esos factores suministraron las arquitecturas de autor como placebos de orientación e identidad en el territorio mutante de la globalización.

Pero la proliferación de estos iconos erosiona su ficción curativa, y la sonoridad de sus trinos se apaga en el estrépito de los tiempos. Es probable que nuestros diálogos urbanos se formulen entre el dinero que embiste y los artistas que cantan, por más que el vino de su voz haya dejado de emborracharnos. Regresando a la teología enológica benedictina, las arquitecturas simbólicas producen más resaca que euforia.

La reacción contra las obras emblemáticas no tiene tanto origen en su papel tradicional de propaganda del poder o en su función contemporánea de motor de la industria turística cuanto en su multiplicación incontrolada, con la secuela inevitable de dilución de la singularidad y menoscabo de la calidad. La metástasis icónica ha alimentado también protestas proteccionistas, como el reclamo de mayor protagonismo para la nueva generación de arquitectos británicos en los proyectos para los Juegos Olímpicos de 2012. O el reclamo de los italianos por la proliferación de encargos a extranjeros que ponen en riesgo "la investigación arquitectónica iniciada en los treinta".

Aunque algunas de estas demandas sean mezquinas, entran en sintonía con el clima emocional de una Europa, demográficamente envejecida, incapaz de competir con Asia. Pero, emplean como combustible la irritación por los excesos del star system, unas vedettes fatigadas que no siempre suministran la calidad que se espera de ellas.

Este no es precisamente el caso de los autores de los dos manifiestos mencionados: los jóvenes británicos, además de menospreciar a los extranjeros, se enfrentan a la generación de los dos lores de la alta tecnología, Foster y Rogers (cuyos méritos arquitectónicos son incomparables con los de sus detractores) y los veteranos italianos llevan mucho tiempo sin construir edificios de interés semejante a los de las estrellas internacionales que aspiran a excluir de su país.

Por mucho que censuremos las extravagancia formal o el costo de las obras de autor, conviene recordar que —como solía decir Alejandro de la Sota— los arquitectos procuran dar liebre por gato, ofreciendo a la sociedad mayor esfuerzo del que a menudo demanda. Sólo aquellos que han renunciado a esa integridad autoexigente pueden ser secuestrados por la complacencia censurable del que da menos de lo que promete su prestigio.

En ocasiones se producen accidentes, como en el Parlamento de Escocia, una obra de belleza emocionante que le permitió a Enric Miralles ganar el Premio Stirling póstumamente a pesar del escándalo por su enorme presupuesto.

Sin embargo, ningún gran proyecto se libra de la polémica periodística y del escándalo político y, tanto la ópera de Sidney como el museo Pompidou o el Guggenheim bilbaíno fueron "capolavori" recibidos con el mismo estrépito que hoy rodea la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o la Ciudad de la Cultura de Galicia, dos obras titánicas que acaso sean también las obras maestras de sus autores, por más que hoy sólo podamos ver la desmesura de su escala con una conciencia de culpa que agría el vino en la copa.

Si las arquitecturas de autor merecen moderarse, será sin duda porque expiatoriamente hayamos decidido construir menos edificios y hacer más ciudad, porque sólo desde la continuidad física y temporal de lo urbano podemos aspirar a canalizar las corrientes turbulentas que transforman el mundo material, y sólo desde la conciencia de la prioridad de lo colectivo podemos procurar capear las tempestades históricas que sacuden el universo social. Pero no será porque una generación emergente u otra en declive reclamen medidas proteccionistas frente a las estrellas extranjeras.

La alta competición arquitectónica es exigente y los arquitectos que defraudan sufren una erosión inmediata en su reputación que se traslada enseguida al entorno profesional o académico. Y, con algún retraso, al público y a los clientes. En ese desfase es donde proliferan la mayor parte de las patologías. Aunque también podríamos clasificar como tales los disparates que cada generación construye con la convicción unánime de haber hallado la piedra filosofal, cuando a menudo son producto de modas que se desvanecen.

Pero la decadencia de algunas celebridades y la caducidad intrínseca de la moda se suman estos días para emitir una señal de alarma arquitectónica similar a los "profit warnings " que publican las empresas cotizadas para informar al mercado de que sus beneficios serán inferiores a los previstos.