A, ciudad
industriosa y floreciente al pie de la montaña, llegó
a fines del siglo XVIII a una paz duradera con B, puerto decadente
pero encantador sobre el mar celeste y tibio. Aunque las minas
de plata de los alrededores de A estaban ya prácticamente
agotadas, la ciudad era cabecera de un riquísimo hinterland
agropecuario, nacido en principio para abastecer a los
rudos mineros que llegaban en oleadas desde el norte de la
región, pero que con el tiempo se transformó
en feraz productor de cereales, oleaginosas y frutos. La panorámica
ensenada donde se guarecía B comenzó a recibir
los productos del campo fértil de A, y a lanzarlos
a su vez a los 7 mares en busca de los emergentes mercados
que aparecían con la revolución industrial y
la creciente urbanización. Una inteligente política
de alianzas permitió al país sobrellevar las
turbulencias de la diplomacia internacional y proveer de sus
magníficos productos al mismo tiempo a franceses y
prusianos, americanos e ingleses, y a cuanto país llegará
la noticia de su fecunda agricultura.

Pronto,
los nietos y bisnietos de los rudos mineros y las regordetas
prostitutas que habían llegado a A en procura de sustento,
escapando de pestes, tiranías y hambrunas, habían
formado una próspera burguesía, orgullosa de
su riqueza pero secretamente avergonzada de sus oscuros orígenes,
que buscaba en bienes intangibles como la cultura, las artes
y los buenos modales un prestigio cuya sangre no podía
otorgarles a los ojos de los comerciantes de todo el mundo
que llegaban a sus anchas avenidas y a sus flamantes palacios
de inspiración francesa. A decir de uno de los intelectuales
más apreciados de aquel período, "un nuevo paradigma
productivo y económico" se desarrollaba en la laboriosa
ciudad de A, con tan vertiginosa velocidad que sus mismos
habitantes no acertaban a comprender (ni mucho menos a adaptarse
a) los cambios que se sucedían delante de sus ojos,
o que directamente los tenían por protagonistas.
Mientras
tanto B, la pecaminosa ciudad de las ideas liberales llegadas
en los buques franceses y divulgadas en la Universidad local,
de las damas de sociedad viciosas y seductoras, de las danzas
escandalosas de negros y gitanos, se convertía de a
poco en el centro de atracción de la burguesía
de A. El turismo, que comenzó en forma de viajes estacionales
al llegar el verano, se desarrolló de una manera inédita
al abrirse la carretera de peaje que atravesaba la selva entre
el pie de monte y el mar, una proeza de la ingeniería
de la época que asombró a todos sus visitantes
(medio siglo después, el mismo Darwin le dedicó
páginas enteras de sus memorias de viaje).
A principios
del siglo XIX, las actividades relacionadas con la recepción,
alojamiento, transporte, alimentación y recreación
de visitantes habían superado a la actividad portuaria
como principal fuente de riqueza de B, otra vez floreciente
luego de más de siglo y medio de decadencia. Las danzas
pecaminosas habían sido erradicadas de la ciudad para
no ofender a los turistas llegados en tropel desde A, y habían
quedado confinadas a los barrios de negros y gitanos en la
periferia. Sin embargo, una versión más estilizada
y decente de aquellas danzas se bailaba en las posadas del
centro de la ciudad, por haberse puesto de moda entre los
visitantes llegados de A que inundaban las callecitas caprichosas
del centro histórico y del barrio portuario. Damas
de la alta sociedad de B aprendían rápidamente
a bailar esas danzas con la ayuda de sus antiguos sirvientes,
y abrían elegantes cafés donde atraían
al público con la moderada lascivia de esta nueva versión
de las danzas.
Hostales,
ferias callejeras donde se comerciaban los productos artesanales
típicos de B (alguien las llamaba "la experiencia de
B"), representaciones teatrales donde nobles venidos a menos
parodiaban a negros y gitanos cada vez más alejados
del centro de B, eran la base de la nueva economía
de la ciudad portuaria, a quien alguien comparó con
Roma por esa capacidad de reinventarse periódicamente
sobre la ruina de su propia decadencia. Los burgueses de A,
mientras tanto, habían llegado a tomar tal afición
por B que muchos de ellos establecieron residencias secundarias
en el centro de esa ciudad, más precisamente en el
antiguo barrio de los negros y en las cercanías de
los campamentos gitanos, cuyos primitivos pobladores eran
perseguidos por las autoridades locales porque se decía
que ahuyentaban el turismo.

Se cree
que fue a principios de la década de 1820 que los primeros
burgueses de A, hartos de la tranquila vida del pie de monte,
de las rutinas propias de la vida agropecuaria, y probablemente
de esconder sus orígenes dudosos en una ciudad pacata
y conservadora, decidieron instalarse definitivamente en B
y reconvertir sus negocios a la ya hegemónica industria
del turismo (o como se la llamaba en las enciclopedias locales,
"de la experiencia"). Algunos matrimonios con damas de sociedad
de B fortalecieron sus lazos comerciales y legitimaron sus
orígenes sociales, y al poco tiempo la burguesía
de A se convirtió en la nueva clase mixta burguesa
- patricia de B. Dejaban sus campos de A al cuidado de mayordomos
y representantes que no tardaron en estafarlos, una vez que
comprendieron el manifiesto desinterés de sus antiguos
patrones por la rutinaria vida de campo que dejaban atrás.
Pronto,
la producción de frutas, cereales y oleaginosas en
A cayó en una profunda decadencia, lo que motivó
un nuevo retroceso de las actividades portuarias tradicionales
en B. Pero la nueva burguesía de B no lamentó
en absoluto esta contingencia: antes bien, aprovechó
la disponibilidad de espacio en la ensenada y en los antiguos
depósitos para reconvertir el área en una celebración
de su pasada gloria portuaria: nuevos hostales, posadas de
lujo y representaciones teatrales donde no faltaban versiones
casi irreconocibles de las antiguas danzas pecaminosas de
negros y gitanos (ahora interpretadas por jóvenes de
clase media, hijos de los matrimonios mixtos de burgueses
de A con nobles de B), fortalecieron aun más la actividad
turística de la ciudad. La propia universidad se puso
a tono con los vientos de cambio, estableciendo una carrera
de administración turística para la que se trajo
a los mejores profesores de Inglaterra y Francia. Uno de los
primeros museos del siglo XIX (dato que a menudo se olvida
en las revisiones historiográficas sobre el museismo)
se asentó en una antigua barraca abandonada del puerto
de B, que la imaginación de un prestigioso arquitecto
extranjero transformó en un caprichoso y atractivo
compendio de formas inéditas y voluptuosas, de por
si un atractivo más en "la ciudad de la experiencia".
Los campos
de A, devenidos improductivos, fueron de a poco ocupados por
negros y gitanos que tenían prohibida la entrada a
las nuevas zonas turísticas del centro y del barrio
portuario de B. Los burgueses de B (antiguamente de A), si
bien seguían teniendo la propiedad de los campos adonde
se refugiaban negros y gitanos en procura de sustento, toleraban
la ocupación de sus fincas como un modo de librarse
de ambas comunidades en B. Con el tiempo, se puso de moda
un retiro estacional de la burguesía de B en las antiguas
y austeras villas rurales de A, donde los señores del
turismo y "la experiencia" descansaban de su rutina en la
ciudad portuaria de las aguas tibias y celestes, y hasta a
veces tenían tiempo de escapar a un campamento gitano
a excitarse con danzas lascivas y provocadoras (un eco lejano
de las elegantes danzas que se bailaban en B).
CR

Carmelo
Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja
en la prestación de servicios administrativos a la
producción del hábitat. Dilettante y estudioso
de la ciudad, interrumpe (más que acompaña)
su trabajo cotidiano con reflexiones y ensayos sobre estética,
erotismo y política. Ver, entre otras, sus notas sobre
Roma y lo efímero, y sobre Ocaso y renacimiento del
Gasómetro en números
3 y 12,
respectivamente, de café de las ciudades.
El
florecimiento del turismo, que ha contribuido no poco al sentido
de globalización, ha condicionado nuestra percepción
del mundo, incluso de aquellos ambientes que no han sido concebidos
(al menos en principio) con una óptica turística.
Hoy en día, muchas personas en los países del
primer mundo se comportan como turistas no solo cuando están
de vacaciones sino también en la vida cotidiana. La
clásica distinción modernista entre vida, trabajo,
ocio y transporte se diluye. La estetización de la
movilidad propuesta por Francine Houben y el equipo de Mecanoo
es un ejemplo de esta desfocalización de los límites,
como tasmbién lo es la interpretación de la
vida como forma de diversión. El concepto de vida doméstica
como actividad -la gestión de una casa- ha dejado paso
al de vida doméstica como dolce far niente. Esto encuentra
su máxima expresión en los complejos residenciales
que incorporan piscinas y campos de golf y de tenis y que
de esta forma difieren muy poco de las localidades más
propiamente turísticas. Una forma todavía más
extrema de estilo de vida turístico es el Huis ten
Bosch, barrio residencial a una hora de Nagasaki, sorprendente
reconstrucción de una ciudad holandesa hasta con molinos
de viento.
El turismo y la mirada del turismo tienen un efecto equívoco
sobre nuestro sentido del lugar. El turismo se funda sobre
la especificidad y a menudo unicidad del lugar, por lo cual
la torre de Pisa, el Guggenheim de Bilbao, las discotecas
de Ibiza o la terminal de Yokohama hacen de símbolos
que confieren identidad y contribuyen a definir un lugar.
Esta particularidad, sin embargo, comienza a ser menor cuando
el turismo deviene exasperado. Alan Williams y Gareth Shaw
escriben: "el turismo de masas naturalmente no es un
producto único y homogeneo...Pero de todos modos, y
no obstante el hecho de que la noción misma de turismo
se base sobre la peculiaridad de los diversos lugares, el
turismo de masas es un fenómeno cultural y económico
extraordinariamente uniforme".
Fragmentos de la nueva edición de Supermodernism, por
Hans Ibelings, NAi Publishers, 2003, Rotterdam (reproducidos
de Spazio
Architettura n° 62/19)
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