El
placer de vagabundear
"Los
extraordinarios encuentros de la calle".
Por
Roberto Arlt

Riña
en el Mesón del Gallo, 1777, Francisco de Goya y Lucientes
Comienzo
por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales
condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio
Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".
Digo esto
porque hay vagos, y vagos. Entendámonos: entre el "crosta"
de botines destartalados, pelambre mugrienta y enjundia con
más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo
bien vestido, soñador y escéptico, hay más
distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo
se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo,
para vagabundear hay que estar por completo despojado de prejuicios,
y luego ser un poquitín escéptico, escéptico
como esos perros que tienen mirada de hambre, y que cuando
los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse se alejan,
poniendo entre su cuerpo y la humanidad una considerable distancia.
Claro
está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas
para el atorrantismo sentimental, pero ¡que se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los
ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en
Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué
llenas de novedades están las calles de la ciudad para
un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuantos
dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos!
¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas
mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras!
Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano.
Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias
de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad.
Granujas que merecerían una estatua por buscavidas.
Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás
del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
El profeta,
ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo
construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada
y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija
ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede
construir un mundo. Los que llevan escrito en la frente lo
que piensan, como aquellos que son más cerrados que
adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto
que los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces
lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más
gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo
admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror
y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces
lo inesperado es una señora dándose de cachetadas
con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las
polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra
asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el
plato.
Los extraordinarios
encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras
que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y
de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada
a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres
y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un
escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso
donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los
ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabunda
infernal.
Porque,
en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles
de España? Goya, como pintor de tres aristócratas
zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla
de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos
monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo
eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad
desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para
convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros
luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas
y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando
en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del
espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más
aún: he llegado a la conclusión de que aquel
que no encuentra todo el universo encerrado en las calles
de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna
de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque
el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o en Calcuta...
Recuerdo
perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores
o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero
yo he aprendido que la escuela más útil para
el entendimiento es la escuela de la calle, escuela agria,
que deja en el paladar un placer agridulce, y que enseña
todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque,
desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los
tontos.
Sin embargo,
aún pasará mucho tiempo antes que la gente se
de cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud
y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán
más sabios, y más perfectos y más indulgentes,
sobre todo. Si, indulgentes. Porque más de una vez
he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho
eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la
calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos,
y con las mujeres honestas y también con las que no
lo eran.
RA
De
Aguafuertes Porteñas, recopilación de
los artículos publicados por Roberto Arlt en el diario
El Mundo, de Buenos Aires, en las décadas de 1920 y
1930. Hay una edición económica de Editorial
Losada, cuya última tirada apareció en agosto
de 2001. Se recomienda su lectura completa, pero en especial,
por su relación con los temas que recorren café
de las ciudades, los aguafuertes Filosofía
del hombre que necesita ladrillos (página 30),
Grúas abandonadas en la Isla Maciel (p. 33),
Los tomadores de sol en el Botánico (p. 57),
Casas sin terminar (p. 62), Sillas en la vereda
(p. 65), El próximo adoquinado (p. 80) y
Persianas metálicas y chapas de doctor (p. 113).
Imperdible: el "secreto de la felicidad" en el aguafuerte
La terrible sinceridad (p. 138). El aguafuerte reproducido
aquí está en la página 92.
Sobre
Arlt (1900 - 1942), ver el sitio dedicado a la literatura
argentina contemporánea.
Sobre
el vagabundeo urbano, ver la nota sobre situacionismo en el
número
7 de café
de las ciudades.
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