La Juventud
Alegre
Inicio de
un viaje.
Por
Carmelo Ricot

En realidad,
mi verdadera historia con Leticia empezó al encontrarla cuando
viajé a Cusco, unos meses después de recibirme. Ya
la conocía, por supuesto, de la Facultad, e incluso habíamos
formado parte de un mismo grupo en un par de materias, pero, a pesar
de nuestro trato cordial y de buen humor, nuestros grupos de pertenencia
eran diversos. Además, y esto es lo más importante,
siempre la había asociado a otro estudiante, algo más
adelantado que nosotros, al que todos suponíamos su novio
en aquel entonces.
Yo había
llegado hasta Salta con mi hermano Luis y su amigo el Fender;
por distintas razones, ninguno de ellos me acompañaría
en mi viaje iniciático por el antiguo imperio del Sol. Luis
había llegado hasta Lima el año anterior, el Fender,
poco entusiasmado por las culturas andinas, tenía además
unas posibilidades de trabajo concretas en la Capital que quería
potenciar al máximo. Aprovechando que el Fender tenía
un amigo personal en Salta, y este a su vez debía acompañar
a su primo a probar el auto último modelo adquirido por la
familia (unos prósperos productores agrarios de la región),
surgió la idea de llevarme a Humahuaca, para pasar unas horas
en grupo en el corazón del Carnaval quebradeño y dejarme
haciendo noche para tomar al día siguiente el Panamericano
hasta La Quiaca.
Entonces, a
la mañana temprano tomamos la ruta 9 y encaramos hacia el
norte; con la idea de llegar antes del mediodía a Humahuaca.
Pero la lluvia después de Yala, y el consecuente mal estado
de los caminos, nos demoró más de lo esperado y recién
a las 3 de la tarde conseguimos por fin arribar a destino. Aun sorprendido
por la variedad del paisaje físico y humano que atravesaba
por primera vez, me llevaron hasta la terminal de ómnibus
para asegurar mi boleto hacia el norte. Fue allí que me encontré
con Leticia, y tras abrazarnos y comentar en tono cordial las casualidades
concurrentes en nuestro encuentro, convinimos comprar tres pasajes
para las 4 de la mañana, con la idea de trasnochar sin dormir,
guardar los bolsos en un lugar de confianza que Leticia aseguraba
tener en una casa de gente conocida (ninguno confiaba demasiado
en la promesa de atención por 24 horas de la guardería
oficial) y dormir en el micro para llegar a la mañana a La
Quiaca y de allí pasar a Villazón, desde donde tomaríamos
en la tarde el tren a Oruro (ambos sabíamos que, si bien
el horario estipulado para la partida desde Villazón era
la 1 o 1 y media del mediodía, las propias autoridades turísticas,
consulares, y hasta las ferroviarias, aceptaban como un hecho la
demora de 4 o 5 horas).

Quedamos en
encontrarnos un rato más tarde por las calles del pueblo,
o en todo caso en la terminal a la hora de salida del micro; yo
me encargaría de llevar mi mochila a la casa donde estaría
en custodia, y Leticia la traería en la camioneta de los
dueños de casa. Ya nos estábamos despidiendo cuando
apareció una muchacha flaca, de pelos negros enrulados y
mediana estatura, en pantalón de bambula y musculosa, sonriéndome
por detrás de Leticia, sin que yo supiera quien era. No la
asocié con Leticia hasta que Nani (tal su nombre) la abrazó
suavemente y se autopresentó, acción que Leticia completó
informándome que se trataba de su amiga y compañera
de viaje. Hasta entonces (y por eso es que no la asocié en
lo inmediato con Leticia) yo suponía que el tercer pasaje
que habíamos pedido era para el novio de Leticia, quien entonces
no solo no estaba acompañada por él sino que, seguramente,
en los meses pasados entre terminada la facultad y nuestro encuentro,
había cortado su relación (si es que alguna vez había
existido) o al menos ésta no había tenido la importancia
que yo le había asignado en nuestros años de estudiantes.
Tras despedirme,
ahora sí, de Leticia y de Nani, volví al Toyota, donde
mis cuatro acompañantes me esperaban con comentarios irónicos
y, en el caso del Fender y de Sergio (el amigo salteño)
abiertamente obscenos sobre el encuentro que habían presenciado
desde el auto. Tímido como soy, las bromas del grupo me produjeron
algo de vergüenza, pero también me agrado la cierta
envidia que creía percibir, y en general la idea de que en
secreto se pensaba (mis amigos, y con algo más de prudencia
yo mismo) que la compañía azarosa de las dos muchachas
sería el comienzo de una aventura erótica fuera de
lo que en aquel entonces acostumbrábamos a experimentar en
nuestros grupos de amigos.
Tras llevar
mi mochila a la casa que me indicó Leticia (me atendió
un señor de mediana edad, muy formal, que no me dio idea
acerca del tipo de relación que los dueños de casa,
de los cuales uno sería probablemente él, llevarían
con Leticia), dejamos el Toyota cerca de la estación y empezamos
la búsqueda de las comparsas por las calles angostas del
pueblo, procurando la sombra que daban las construcciones bajas
y alineadas para evitar el fuerte sol que ahora había salido
después de que parara la lluvia. Nos guiamos por el rumor
de la música, un eco impreciso de cantos, golpes de percusión
y vientos. Doblando una esquina en esta búsqueda, nos topó
de frente un grupo encabezado por una nutrida banda de músicos,
seguidos por dos mujeres mayores vestidas a la usanza indígena
y acompañadas por un grupo de jóvenes en actitud como
reverencial, y por un grupo más numeroso de bailarines, algunos
con rasgos propios de la región y otros con aspecto de turistas
llegados de San Salvador, de Córdoba o Buenos Aires. Moviéndose
estratégicamente de un lado a otro del grupo, unos tipos
disfrazados de pies a cabeza con unos trajes de diablos parecían,
alternativamente, los más exaltados o los más responsables
de la comparsa, animando o reconviniendo, según fuera preciso,
a los miembros originales y a los que se iban sumando por las calles
del pueblo.

La música
que guiaba a la pequeña multitud era muy simple en su concepción
y factura: los percusionistas, los jóvenes alrededor de las
mujeres, los bailarines, el resto de la comparsa y los que se sumaban
espontáneamente, repetían dos frases en intervalos
cuya duración equivalía aproximadamente a la de las
propias frases:
Soy de la
juventud alegre (o, más bien: Soy dela juven tuálegreee)
y:
¡Que linda nuestra
comparsa!
Entre ambas
frases, las mujeres que seguían a los músicos intercalaban,
con una voz sumamente aguda y afectada, pero precisa, unas estrofas
muy cortas, condicionadas por la necesidad de "entrar"
en el espacio entre las dos frases repetitivas, y difíciles
de entender por el ruido y por lo forzado del tono de voz de las
mujeres, cambiando de letra en cada ocasión. Acompañando
el canto de la multitud y el de las mujeres, los bombos, las cajas
y los bronces acentuaban el sentido monocorde pero entusiasta que
se desprendía de las frases. Me acerqué al grupo de
las dos mujeres y su especie de guardia, y de entre la innumerable
cantidad de frases cuyo sentido no alcancé a entender, rescaté
algunas como estas que, más o menos, me pareció que
decían algo así como:
Zapateando,
zapateando
...
Señores,
¿cómo les va?
...
Los que son
de nuestra quebrada
...
Al principio
sentí curiosidad y simpatía por esa música
y sus performers; al rato, desistí de seguir el canto
de las dos mujeres en procura de entender su significado, y me sumé
a la procesión de bailarines, a la que hacía rato
se habían incorporado Luis, el Fender y los salteños.
El paso de baile era también, como la música, al mismo
tiempo rotundo y simple: un movimiento del torso acompañado
por una palanca de los brazos, una especie de reverencia a alguien
indeterminado (¿la Pachamama?, pensé, en la confusión
de mis pensamientos y en la liberación de mis movimientos).
Sin embargo,
y no sabría decir si a pesar o justamente como consecuencia
de esa misma simpleza, no acertaba yo con los movimientos, por más
que mirando a los bailarines locales creía entender perfectamente
la naturaleza de la danza. Una joven me tomo de la mano e intentó
ayudarme a encontrar los movimientos adecuados: tras unos segundos,
reconocí a Nani, que se había incorporado a la comparsa
unas cuadras después que nosotros. Pasado un rato, me soltó
la mano, supongo que por cierto fastidio ante mi incompetencia para
adecuarme a la ortodoxia del paso, pero con una sonrisa amigable
que disimulaba ese supuesto malestar. Nani tomo entonces la mano
del salteño, bailarín experimentado por lo que se
veía, que la llevó con elegancia hasta que uno de
los tipos vestidos de diablo simuló darle un golpe en la
cabeza con un garrote imaginario, y le sacó del brazo a Nani
para llevarla él mismo hasta donde los músicos encabezaban
la marcha. Para ese entonces yo estaba materialmente hipnotizado
por el ritmo monocorde y rotundo que veníamos acompañando
desde un tiempo indeterminado (por lo pronto, ya había caído
el sol y estábamos al borde de la noche), y apenas me quedaba
un resquicio de actividad mental al margen del seguimiento y acatamiento
de las ordenes virtuales de la comparsa, sus músicos, las
dos mujeres, los diablos y la entidad única que entre todos
componían, o componíamos (y que dicho sea de paso,
ya se había engrosado en más del doble del grupo que
habíamos encontrado a poco de dejar el auto). Vi pasar a
Leticia, de la mano de otro diablo, y recuperé un poco de
capacidad reflexiva, aunque solo para admirar con algo de lascivia
la curva proporcionada de sus muslos apretados por el jean.
Reincorporado al son alucinatorio de las estrofas comparseras, seguí
mi danza y mi canto olvidado de mi mismo y mi circunstancia.

Luis y Carucha,
el primo de Sergio, me vinieron a buscar al rato, indicándome
que ahora querían alcanzar a otra comparsa nutrida que habían
visto al cruzar la plaza de la Municipalidad, bajando la escalera
que lleva al Monumento que dicen del Indio. Absurdamente avergonzado
por mi extravío en la comparsa de la juventud alegre,
esta vez solo acompañé con unos movimientos de compromiso
el comienzo de la comparsa, los músicos cuyo leit motiv
(más propositivo, pero no más complejo que el de la
Juventud) era:
Gracias a Dios,
soy soltero
Gracias a Dios,
soy soltero,
¿Qué
les importa si me macho, si me emborracho con mi plata?
Así nos
fuimos bailando por un rato más; cada tanto, el Fender
me alcanzaba una botella de cerveza comprada en alguna de las despensas
por las que pasábamos (algunas permanentes, otras improvisadas
en los livings o las entradas de las casas),que yo a su vez entregaba,
tras tomar unos sorbos, a mi hermano Luis. Al pasar por la esquina
de atrás de la Terminal, instintivamente nos miramos y nos
fuimos haciendo señas para separarnos de Los Solteros
e irnos a sentar en la confitería, para tomar algo, comer
unos sandwiches y emprender, mis compañeros de viaje de la
mañana, el regreso a Salta.
El Fender
intentó persuadir al resto del grupo de hacer noche en Humahuaca
y regresar al día siguiente, pero Sergio insistió
en que el conocía el camino a la perfección, que la
lluvia ya había pasado, que en todo caso los problemas que
subsistirían en los caminos eran los mismos que encontrarían
también en la mañana, que tenía que ir al banco
provincial en Salta al día siguiente y, last but not least,
que solo había tomado un par de tragos de cerveza y que con
un sándwich de lomito, una gaseosa y un café doble,
quedaría en situación ideal de energía, sobriedad
y vigilia como para manejar toda la noche sin problemas, con la
condición de que le dieran charla durante el viaje o, si
todos se dormían (o si solo quedaba despierto "el Luis",
tan poco afecto a conversar), le dejaran escuchar y canturrear acompañando
unos cassetes de música cuartetera que llevaba en
la guantera.
- Tenés
un auto de lujo y escuchas música de mierda, prepoteó
el Fender sabiendo que Sergio vería en su respuesta
una aceptación de la propuesta de viaje nocturno, más
que un cuestionamiento serio a sus gustos musicales, o a su carencia
de ellos, que por otro lado poco le preocuparía. Su primo,
en cambio, más desconfiado y resentido de la altanería
porteña, más impulsivo, más peleador, apeló
al orgullo regional contrastando al desprecio del Fender
por la música de los pobres del interior la exquisita
elegancia (creo que esas fueron sus palabras, exactas) del canto
de las Cari, por solo nombrar alguna de las incontables expresiones
de excelencia musical en el Norte profundo argentino. Su argumentación
fue algo confusa, o quizás en mi ignorancia yo tomé
la expresión del Carucha como referida a un supuesto señor
Lascari, ignoto folklorista que en realidad nunca había existido,
siendo en realidad las tales Cari un par de hermanas jujeñas
que, recién al promediar la conversación, caí
en la cuenta que eran las dos mujeres que entonaban a La Juventud
Alegre, aquellas a quienes había admirado unos minutos antes
y cuyo cantar lastimero aun resonaba en mi cabeza.
El Fender,
quien en todo encontraba la metáfora futbolera, se detuvo
en el análisis de la forma especial en que las hermanas prolongaban
las dos o tres últimas sílabas de cada copla, como
simulando una imposibilidad de llegar al tono necesario, impedimento
que quedaba instantáneamente desmentido al terminar la copla
las fracciones de segundo minimamente necesarias para que entraran
la frase de presentación o bien la de autoadmiración
que componían la base rítmica de la comparsa. - Es,
sostenía el Fender, quizás con la picardía
ingenua de pretender molestarme, algo así como lo que le
pasaba a Housseman en aquel partido del ´76 contra San Lorenzo,
que jugó absolutamente borracho y que sin embargo fue quizás
el mejor de su vida (3 a 1 en el Viejo Gasómetro, baile y
paliza incluida). En su pedo, El Loco extendía la
gambeta un mínimo instante más que lo que aconsejaría
la ortodoxia, instante que sin embargo era decisivo para confundir
al marcador y hacerlo pasar de largo: si hubiera estado sobrio,
decía Housseman (pero no me acuerdo si acerca de este partido
o en general) terminaría la gambeta más rápido
y sería más fácil adivinar el movimiento de
mi cuerpo y el de la pelota, y quitármela.
- Sí,
dije, contestando en un plano de lenguaje subalterno y restringido
la velada ironía del Fender, sí, yo estuve
ese día en la cancha. A Housseman lo remplazaron poco antes
del final del partido y lo aplaudieron los de San Lorenzo, y al
revés pasó con Irusta, que se lesionó y lo
aplaudieron los de Huracán. Mientras lo decía, llegaban
a la mesa las cervezas, la Sprite de Sergio y unas papas
fritas que precederían a los sandwiches, y al mismo tiempo
entraba por la puerta de atrás una pareja de jóvenes,
de la Capital o de Córdoba, vestidos con ponchos de la región,
amigos de un grupo bullicioso que se había instalado en el
extremo opuesto de la confitería. La chica, muy sonriente,
sostenía como podía al muchacho, completamente ebrio
y cantando, con bastante solvencia para el estado en que se encontraba,
la copla de Los Solteros. Cuando lograron sentarlo a la mesa, las
muchachas del grupo continuaron cantando la estrofa, con una ligera
e intencionada variación con respecto a la letra original:
además de aclarar que en su caso se trataba de ser solteras
lo que había que agradecer a Dios, las niñas interrogaban
con prepotencia por qué debería importar a alguien
si "me macho, si me emborracho con mi macho", festejando
el juego de sentidos entre la primera persona del singular del verbo
regional macharse, embriagarse, con el sustantivo macho
que hasta en otros idiomas que no son el castellano identifica la
particularidad, pero también la atrocidad e incluso los límites
intelectuales, de la soberbia masculina (sutil pero efectivamente
herida por el hecho de atribuir la mujer al compañero, novio
o amante, el único atributo de su función en el acto
de la cópula, quizás significando ser ese el único
aspecto a considerar de entre otros que el hombre pudiera imaginar
como parte de su atractivo y, no menos importante, su poder). Los
bombos, cajas y guitarras que tenía el grupo alrededor de
la mesa indicaban que se trataba de uno de estos grupos de estudio
del folklore andino que se forman en el sur y que en algún
momento de su evolución salen a la búsqueda de las
fuentes de la música por el noroeste argentino, por el Altiplano
de Bolivia, por la Sierra y también la Costa peruana e, incluso,
hasta por Ecuador.
Un hombre de
mediana edad, sentado al lado de nuestra mesa, festejaba la hilaridad
de los jóvenes; me llamó la atención el gesto
ritual de echar al suelo, a la Pachamama madre tierra que yacía
bajo las baldosas del local, un primer sorbo de la ginebra que en
ese momento le servían.

Ahora nuestra
conversación regresaba a Juan Lavalle, cuya peregrinación
como cadáver había sido motivo de interés al
dejar San Salvador (donde había sido asesinado, según
el Carucha, por un marido celoso y no por una avanzada de tropas
federales) y encontrar periódicamente información
en carteles de la Comisión de Monumentos y Sitios Históricos
sobre las distintas etapas de su paseo por las tropas unitarias:
el velorio en Tilcara, el descarne de las tripas en Huacalera, etc.
Para Luis, y más allá de los testimonios históricos
que respetaba, y de la épica que la anécdota agregaba
al lugar, la admiración por "el pelotudo de Lavalle"
(como había sostenido en el auto) era producto de la confusión
política en que la polémica entre federales y unitarios
había sometido al país y, años después,
a la historia nacional "al menos en sus términos canónicos",
siguiendo con esta frase la terminología usada por mi hermano.
Los salteños,
si bien no admiraban ni mucho menos a Lavalle, tardaron en digerir
la agresiva referencia de Luis, que entonces se consideró
obligado a explicar los motivos de su calificación. La pelotudez
de Lavalle no se relacionaba con una supuesta ineptitud mental,
ni siquiera con su fama de "espada sin cabeza", sino con
una interpretación de sus errores históricos, no originados
en una mala apreciación de una correlación de fuerzas
ni en la pertenencia a un bando equivocado, ni siquiera a una cuestión
de desclasamiento o alianzas erróneas, sino a una descomunal
falencia en la estrategia política: concretamente, en el
caso de Lavalle, su entrega política a unos rufianes de guante
blanco sin honor, dilapidando el prestigio que le había procurado
el heroísmo demostrado en campos de batalla de todo el continente.
Un preludio, molesto de tan evidente en la retrospección
histórica, al uso que en el siglo XX hicieron de los militares
las oligarquías y mafias argentinas y latinoamericanas en
general. La categoría de pelotudo, en la interpretación
de Luis, abarcaba casos tan diversos como el de Juan B. Justo ("un
socialista de precaria base filosófica, admirado por los
oligarcas, que lo premiaron dando su nombre a una avenida importante
de Buenos Aires"); Lonardi, "héroe" de un
golpe de estado que a los pocos días terminaría también
con él mismo; Onganía, instrumento de unas fuerzas
que su inexistente intelecto le impedían siquiera concebir.
La condición de pelotudo no aparecía, en el
discurso de Luis, como una cuestión de mayor o menor inteligencia,
sino como la involuntaria circunstancia de ser usado por un bloque
de poder en un sentido absolutamente diverso al que el "pelotudo"
imaginaba estar sirviendo (algo mucho más sutil que una simple
desilusión o un error táctico). No he hablado de esto
con Luis, pero estoy seguro, y procuraré recordarlo, cuando
lo vea, para preguntarle, que respecto a sucesos de años
posteriores al de nuestra cena de Humahuaca, el concepto de pelotudo
no se aplica tanto a un personaje como De la Rúa (popularmente
tildado de imbécil en las interpretaciones más simplistas
de su fracaso, y en particular en los sketchs televisivos
y las historietas) como sí en cambio a personajes como Cafiero
o Cavallo (recuerdo que Luis aclaraba: "ni siquiera hablo de
corrupción, hablo de política: hay grandes pelotudos
que se enriquecieron con la política, sin que esa supuesta
"viveza" disimule la pelotudez que lucían a su
pesar", ante la mirada escrutadora y sorprendida de los salteños).
- ¿Los montoneros,
por caso?, preguntó el Carucha con expresión grave.
- No es el caso,
respondió Luis casi con la misma rapidez con que las Cari
intercalaban sus comentarios entre las dos frases fundacionales
de la Juventud Alegre. Si bien respondían a intereses que
podrían considerarse (en una visión marxista o positivista,
por ejemplo, de la historia) como contrarios a la evolución
necesaria de la economía y la sociedad, sabían perfectamente
lo que (y a quienes) estaban defendiendo en esos enfrentamientos
fantasmagóricos entre caudillos medievales en medio del desierto.
- Ahora te haces
vos el pelotudo, respondió el Carucha con no menos
rapidez y precisión, y con la misma gravedad de la pregunta
anterior; creo que todos pensamos que estaba al borde de un enojo
real: por un instante sentimos la tensión que Luis disipó
con una respuesta que no dejó dudas sobre que estaba tratando
con respeto al resto del grupo, y en particular a su interlocutor.
- No, no (en
un tono deliberadamente ambiguo entre estar negando su actitud de
pelotudo o la pelotudez de los "montos"),
los montoneros más recientes no eran pelotudos; en todo caso,
los que fueron boleta eran tipos y tipas que tenían claro
su objetivo y por qué arriesgaban y entregaban sus vidas.
Los traidores, que vos sabés que los hubo (ahora era su expresión
la que disciplinaba a Carucha), tampoco eran pelotudos, porque
también sabían lo que hacían. Eran fascistas,
traidores, verdugos, hijos de mil putas, como no, pero en todo caso
no eran pelotudos.
- Vas a ahorrar
plata, dijo Sergio mirándome (más interesado en el
sexo ocasional que en la Historia, pero también procurando
evitar que la conversación llevara a algún enojo que
condicionara el regreso, y a la vez llevando la charla a la cuestión
picaresca que daba pie a sus dobles sentidos y sus bromas eficientes),
podés ir a cuartos de hotel para tres, que es lo que sobra
de acá hacia el norte, y pagas tu parte.
- Esa es la
idea, le respondí como sin dar importancia. Por la ventana
de la confitería vi pasar a Nani, Leticia y unas muchachas
enfundadas en chompas y ponchos, con un aspecto similar a las del
grupo de la mesa del fondo, que ahora entonaban un tema de Markama.
Procuré no extender la mirada ni demostrar ninguna emoción,
por si el resto del grupo también las había visto,
para no dar más pasto a las bromas que sabía se sucederían
en los próximos minutos (pensando, además, en la forma
de lograr que el grupo cambiara de tema de la forma más natural
posible).
- ¿Te has culeado
("culeao", fue en verdad como lo dijo) a alguna de las
dos en Buenos Aires?
- A las dos
(dije con seriedad y articulando un gesto de preocupación,
con la misma rapidez que las Cari, que Carucha y que Luis en sus
anteriores intervenciones), pero me parece que cada una piensa que
fue la única y que le toca de vuelta, no se que carajo
voy a hacer. Por ahí me quedo un día más en
Villazón y las dejo que se vayan solas.
- No seas boludo,
cayo el Fender, tan rápido habitualmente y tan ingenuo
en otras ocasiones, te vas a morir de angustia en Villazón
si te quedás más de unas horas. Hacete el galán
el tiempo que puedas, total, si no las viste en todos estos meses,
tampoco tenés que verlas al volver a Buenos Aires.
Carucha miraba
divertido sin entender, Luis y Sergio, los más despiertos,
ya habían entendido y también se sonreían discretamente,
tratando de que el Fender no los viera para seguir gozando
de su desconcierto. En eso llegaron los sandwiches, y entre el reparto
y la habilidad de Luís (que sabía de mi timidez y
quería ayudarme a salir del foco) para llevar la conversación
al costumbrismo de la rivalidad entre provincias, quedó de
lado la cuestión de mis hazañas eróticas, reales
o presumidas, pasadas o por venir.

Tras los cafés,
vimos pasar nuevamente a los Solteros, algo menguados respecto al
número que habían juntado cuando los cruzamos a la
tarde. El Fender propuso integrarnos a la comparsa, que se
dirigía hacia la zona alta del pueblo, pero los salteños
pusieron en cuestión lo avanzado de la hora y la conveniencia
de iniciar el retorno a la civilización (palabras
de Carucha, que al mismo tiempo cerraban irónicamente la
cuestión folklórica de las disputas regionales, y
avisaban, en un plano superpuesto del lenguaje, que las discusiones
del día y de la noche no le habían dejado ningún
resentimiento ni enojo que empañaran el humor con que se
sumaba al grupo).
Los acompañé
hasta el Toyota y nos despedimos lentamente, mientras Sergio acomodaba
algunas cosas en el baúl. A todos los abracé y les
agradecí los días pasados en Salta y, muy especialmente,
el viaje didáctico que habíamos mantenido ese día.
Luis fue el que menos tiempo mantuvo el abrazo, pero me despidió
con las palabras más afectuosas (algo sobre el cuidado, en
un sentido amplio y generoso) y me preguntó si necesitaba
algún dinero extra; le dije que no, más por la aventura
de viajar con poco que por orgullo, pero igual sacó un billete
de cien y me lo puso en el bolsillo de la campera.
Salieron costeando
la vía pasa subir a la ruta; yo caminé a la deriva
por las calles desiertas, escuchando sin embargo en algún
lugar impreciso el ruido de los cueros y los bronces de las comparsas.
Cada tanto me cruzaba con borrachos dispersos, con muchachas risueñas
y con trabajadores que terminaban su jornada, y en una esquina doblé
para no volver a sumarme a los Solteros que seguían su recorrida.
En realidad
trataba de eludir un posible encuentro con Leticia; una superstición
privada me decía que la historia empezaría al arrancar
el ómnibus y no antes, así como mi viaje comenzaría
justo entonces y no antes. Ustedes saben como siguió la historia,
y las vueltas que dio, pero en esa medianoche de Humahuaca, Leticia
era una pura potencialidad, un repertorio de oportunidades con el
atractivo de lo incierto, lo indeterminado, lo aun oscuro y por
develarse.
CR
Sobre
la Quebrada
de Humahuaca,
su paisaje y su cultura, ver la nota de este número de
café de las ciudades.
Sobre
la fiesta en las ciudades, ver también la nota Ganar
la calle I
y
II
en
el número 4-5 de café
de las ciudades.
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