Taxi
"Un
callejón sin salida, un cul de sac, una trampa".
por
Gustavo Jalife

De regreso de
un largo viaje volví al país con mi esposa y mi hijo,
necesitado de trabajo. Me dije: "No importa qué,
mañana empiezo". Once meses después, aún
desocupado y al borde de la locura, un amigo me llama: "Un
primo mío compró un taxi y necesita que alguien lo
maneje de noche".A esa altura de las cosas hubiera aceptado
manejar un sulky en Plaza Italia. Las condiciones fueron sencillas
y rápidamente llegué a un acuerdo: miércoles
a domingos de 19 a 7; 35% de la recaudación, lunes y martes
libres. Empecé.
Nada sabía
de taxis excepto que eran, como en Senegal, amarillos y negros,
combinación cromática que, desde niño, me provoca
una extraña e incómoda tara: nunca recuerdo qué
color va arriba y cual abajo. Sin embargo, los autos son una de
mis debilidades y, debido a ello, sospechaba que la tarea no presentaría
dificultades. "Un auto que anda en la noche es, al fin y
al cabo, un complejo laboratorio erótico en donde se mezclan
y confunden sustancias tan sensibles e inestables como el sexo,
la velocidad y la música. Sí, soy Robert de Niro en
Taxi Driver",
pensé en pleno proceso de autosugestión mientras recibía
las últimas recomendaciones un caluroso atardecer de enero.
No bien arranqué comencé a buscar a Jodie Foster.
Pronto supe que no la encontraría.
Las fantasías
del principiante se relacionan con aventuras y mujeres a la vuelta
de la esquina, con ser el bueno de la película o, mejor,
el de la TV: antihéroe apuesto y canchero que desposa a bella
millonaria. No es así. La profesión de taxista es
dura entre las duras y poco tiene que ver con el melodrama de folletín.
Aunque a veces, claro, se le parece.
Hay taxistas
para todos los gustos. Están los que hablan desaforadamente
y provocan que el pasajero se baje un kilómetro antes del
lugar solicitado; los mudos que ni dicen buen día y sólo
se los escucha cuando mascullan "son sei peso";
los muy amables y simpáticos que, por lo general, conducen
autos impecables; los hoscos y groseros, a bordo de porquerías
que se caen a pedazos; los profesionales -abogados y periodistas
al tope del ranking- que abarrotan la guantera con CV y los reparten
como si fueran tarjetas navideñas; los ex clase media-alta,
que huelen a Armani y calzan mocasines náuticos; los que
hacen del auto un cabaret, con luces violetas, desodorante de ambiente
y boleros de Tito Rodríguez y, por sobre todos ellos, los
que en nada se destacan, que son la gran mayoría.

El pasajero
desconfía instintivamente del taxista. Algunos ni se atreven
a atarse los cordones de los zapatos durante el viaje pues sospechan
que a la más mínima distracción el chofer oprimirá
algún oculto botón que multiplicará la tarifa
por tres, en el mejor de los casos. Resulta particularmente incómodo
subirse a un coche a las dos de la mañana y notar, luego
de recorrer un par de cuadras, el notable parecido físico
que el conductor tiene con Al Capone o con el destripador de Milwaukee.
Nada más angustiante que sospechar que quien alegremente
nos pasea por la ciudad puede ser o bien un demente o estar afectado
por alguna patología criminal aún desconocida.
Se trata generalmente
de miedos infundados pero entendibles en quien, aunque sea por unos
pocos minutos, decide en la mitad de la noche encerrarse con un
desconocido que, poco menos que maniatado, lo puede trasladar en
un abrir y cerrar de ojos del más luminoso y distinguido
de los barrios al más tenebroso sector de la ciudad. En definitiva,
son los que desprestigian el oficio, aquellos que provocan un mar
de sospechas y recelos. Los que hacen de su auto un barco pirata
que sale no a trabajar sino a pillar, a la pesca de un botín.
La mayoría es gente honesta, trabajadores de sol a sol.
Los pasajeros,
desde ya, también tienen lo suyo. El taxista sólo
odia más que a un colectivero a aquel que sube y dice: "Siga
derecho", sin más datos. Es, desde luego, un truco
deliberado que ponen en práctica aquellos cuyo destino final
no tiene reputación de lugar seguro ni siquiera un lunes
a las doce del mediodía. Cansados de escuchar el maldito
"ahí no voy" cada vez que mencionan el barrio
de sus amores y hartos de tener a menudo que subir y bajar de siete
taxis debido a la persistente negativa de los choferes a transportarlos,
los representantes de esta sufrida sub-especie desarrollaron esa
forma elusiva de la requisitoria, que en muy contadas ocasiones
provee el efecto buscado.

Fue una de esas
oportunidades la que supo aprovechar la elegante dama que me detuvo
en Arenales y Callao, una despoblada noche de miércoles a
eso de las tres de la mañana. "Vamos a ir derecho
por Córdoba, Estado de Israel, Gaona. Por favor",
susurró delicadamente esta mujer que portaba con altura sus
buenos sesenta y pico de años y que, a juzgar por el vigor
del aroma, llevaba a cuesta no menos de un cuarto litro de Fifth
Avenue. Vestía con elegancia ortodoxa -a lo Chanel-,
fumaba Rothmans y su rostro era de una belleza fría. Algo
así como Charlotte Rampling, pero más añeja.
Embelesado,
decidí no averiguar a dónde se dirigía y manejé
por el camino indicado sin preguntarme qué extraña
relación podía haber entre esa señora que parecía
salida de una postal de Paris con los dudosos suburbios hacia donde
me había ordenado conducir.
Dos veces la
sorprendí mirándome a los ojos, espejo retrovisor
mediante. Empezaba a inquietarme. Comenzamos una pequeña
charla. Entre alusiones al clima y referencias a pequeñas
cosas de la política el viaje se fue alargando. Súbitamente,
Charlotte empezó a hablar de literatura. No era en vano.
Hay gente capaz de inferir la profesión de una persona con
sólo verle la ropa que lleva puesta. Esta señora era
uno de esos curiosos portentos. Mudo, escuché una clase magistral
que relacionaba las obras de Kafka, Kierkegaard y un tal Charles
Koval, para mí desconocido.
En medio de
ese mar de palabras, de esa turbulencia prodigiosa de sabiduría
desbordante, recibía cada tanto alguna rápida indicación
sobre dónde doblar o por dónde tomar o retomar calles
o avenidas. Pronto, mareado por las referencias bibliográficas,
fechas, extraños nombres de calles, alusiones a los formalistas
rusos, citas en alemán y decenas de giros a diestra y siniestra,
me encontré perdido, sin poder reconocer, ni en la más
mínima señal, el lugar por el que rodaba. Hubo un
último "doble acá", dicho con energía,
con sorprendente voz de mando y, súbitamente, apareció
ante mi, tan iluminado como desierto, un inmenso predio con un edificio
en el centro y autos estacionados a su alrededor. Kafka, Kierkegaard
y Koval desaparecieron.
"Entre
por el estacionamiento", fue el susurro, "tiene
salida más adelante". Aturdido, resonando aún
en mis oídos la melodiosa voz de la pasajera como un cello
erudito desvaneciéndose, ingresé titubeante en la
breve calle. Penetré por el estrecho corredor de un parking
a cuyos costados se alineaban apretados los vehículos. Un
sudor frío me empapó la nuca cuando vi que un inmenso
cantero me cerraba el paso al final del camino. Unos metros más
allá se levantaba la pared del edificio. Era un callejón
sin salida, un cul de sac, una trampa, una mejicaneada.
El pasaje era
tan angosto que impedía girar. Detuve la marcha. Por el espejo
vi lo previsible. Uno de los autos estacionados se adelantaba cortándome
la retirada, evitando que escapara utilizando la reversa. Me di
vuelta. La dama se había evanescido. Ahora, su lugar lo ocupaba
un señor morocho de no menos de dos metros de alto por dos
de ancho, espesos bigotes, anteojos negros y una nueve milímetros
refulgente que dentro de su mano parecía un chiche de cotillón.
Sus labios, gruesos como dos pedazos de caucho, dibujaban una sonrisa
sobradora que me recordó a la Gioconda, a pesar de que su
cara no era precisamente una obra de arte.

Debo reconocer
que se comportó como un verdadero profesional. Habiéndome
podido estrangular en diez segundos con sólo utilizar sus
dedos índice y pulgar apeló, sin embargo, a las más
elementales normas de cortesía. Me pidió por favor
que le diera el dinero, por favor que le entregara las llaves
del auto y por favor que me bajase y desapareciera sin intentar
molestarlo. Bajé y caminé de espaldas al taxi cincuenta
o sesenta metros que me parecieron interminables. Convencido de
que el fin se acercaba sentía que cada paso era la prolongación
innecesaria de la agonía. Instintivamente, como Idit, giré
la cabeza. El auto ya no estaba. La Gioconda tampoco. Sólo
se escuchaba un gran silencio.
En la mitad
de la noche, en un lugar desconocido, sólo, sin un peso y
sentado sobre una piedra, miré hacia arriba y pedí
a las estrellas que me enviasen un taxi para volver a casa.
GF
El
autor es periodista y escritor. Nació en San Telmo, vive
en Caballito, barrios de Buenos Aires. Prepara un libro de relatos
sobre dicha ciudad, de próxima aparición.
Sobre
Taxi
Driver,
de Martín Scorsese, ver la cuarta nota de la serie Nuestros
Antepasados en el número 22 de café
de las ciudades.
Sobre
percances de taxistas, en este caso en Los Angeles, ver también
el comentario de la película Colateral
en el número 23 de café
de las ciudades.
Ver
también las referencias de Juan Villoro sobre los taxistas
del DF en su nota Espectros
de la ciudad de México,
en el número 36 de café
de las ciudades.
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