El vértigo
de Buenos Aires
Una de esas
casas que llaman "chorizo".
Por
Carmelo Ricot


Yo comparo a
la ciudad con esas películas que encontramos en el cable,
haciendo zapping, y que nos atrapan por un rato: vemos un
fragmento, una parte sin principio ni final, que sin embargo alcanza
para darnos idea del guión y de la propuesta general del
director. No sabemos el nombre de la película, no conocemos
a sus actores; pero el fragmento queda en nuestra memoria y días
después, cuando casi la habíamos olvidado, vemos otro
fragmento distinto, que sin embargo, por los actores, los escenarios
y las situaciones, identificamos como de la película. Varias
veces más nos encontramos con los mismos fragmentos, un día,
por casualidad, vemos el final, y parte de la incógnita queda
despejada, pero resta saber como empezó la película,
sin cuyo conocimiento ignoramos muchas cosas acerca de cierto personaje,
de un crimen, de un lugar, de una situación. Finalmente,
y sabiendo ya el nombre de la película, nos enteramos un
día que será proyectada en determinado horario y hacemos
el esfuerzo (quizás perdiendo una emisión de nuestro
programa favorito, o siendo descortés con alguien de la familia)
para ver ese inicio, que seguimos hasta empalmar con el primer fragmento
que ya hemos visto (quizás sean solo unos pocos minutos los
que faltaban, poco más que los títulos de presentación).
Tenemos así una visión completa de algo que no hemos
visto nunca más que en partes, y recordamos y juzgamos el
todo con (quizás) más autoridad que alguien que vio
la película convencionalmente, de principio al fin, quizás
en el cine, y que sin embargo hoy no recuerda de ella más
que un par de situaciones que le parecieron llamativas en su momento,
sin siquiera recordar el guión, ni los personajes.
La ciudad, decía,
es para mí una obra de arte que se percibe en la misma forma
que esa película del cable, pero con la diferencia de que
nunca llegaremos a verla completa. No solo por su extensión,
especialmente en casos de ciudades como Buenos Aires, de por sí
inabarcables, sino porque los mismos fragmentos que aprehendemos
pobremente en nuestro paso cotidiano (como veremos), cambian permanentemente
de un día a otro, a diferencia de los inmutables pasajes
filmados de la película del cable. Esto es parte de la maravilla
de Buenos Aires, y quizás de cualquier ciudad, pero también
es motivo de circunstancias desagradables que a veces nos pasan,
y que quisiéramos olvidar prontamente.
Buenos Aires
sorprende a quien la mire con atención, aunque la conozca
de toda la vida, y aun en aquellos sitios por los que pasamos cotidianamente
y pensamos conocer de memoria. Un día, un atasco de tránsito,
un desvío de la mirada, una voz que nos llama la atención
desde una posición inesperada, nos muestra un aspecto desconocido
de aquello que pensábamos sabido hasta el hartazgo. O, específicamente,
entramos en esa otra ciudad que habita el corazón de las
manzanas.

Hace unos años,
por ejemplo, fui a un asado con amigos en una casa ubicada en el
noreste de la ciudad, no muy lejos de una estación ferroviaria.
Los anfitriones, gente amable y culta, habían reciclado una
vieja casa de las que los arquitectos y las inmobiliarias llaman
"chorizo" (ignoro el motivo, quizás sea por su
longitud, quizás por la factura en serie que parecen haber
tenido estas construcciones en una época de Buenos Aires,
que imagino habrá sido en las primeras décadas del
siglo XX). La casa se extendía sobre un lote estrecho y muy
largo: a un lado, una serie de habitaciones sobre los que se disponía
un consultorio, hacia la calle, y los ambientes dedicados a la familia,
hacia el interior; del otro lado, un patio muy agradable, que asocié
enseguida a la cordialidad y buen gusto de la familia que me había
invitado. Era diciembre y el asado se hacía en el fondo,
al terminar el lote y el patio (que ya ocupaba todo el ancho del
terreno, sin contrapartida construida). Pensaba yo que llegaría
a una especie de quincho, pero bien distinto fue lo que encontré.
Por empezar,
una frondosa vegetación ocultaba la vista de la continuidad
del terreno hacia el fondo. El matorral daba una sensación
de cierto desorden, contrastando con la cordialidad del resto de
la casa, o por lo menos de la parte vista hasta ese momento. Solo
se distinguía un camino, por el que me guió la dueña
de casa (supongo que de haber estado solo, igualmente hubiera tomado
ese camino, por ser lo único que parecía claro en
el desorden del matorral, y por las risas y gritos que se escuchaban
hacia delante, señal de que era ese el lugar donde se reunía
el grupo).
Solo había
dado unos pasos cuando me llamó la atención una baranda
elemental, hecha con esos hierros aletados que creo se usan en la
construcción para reforzar el cemento de los esqueletos de
sostén. También me llamó la atención
el cambio de material del piso, que en un primer momento había
creído se trataba de una suerte de baldosa o cemento, y que
resultó en realidad una plancha perforada de metal, que mirando
más atentamente transparentaba un vacío hacia un nivel
inferior, que supuse sería una suerte de sótano o
débarras. Al terminar esa pasarela, me dio un poco
de vértigo (problema que sufro desde chico y por el cual,
por ejemplo, desistí de estudiar arquitectura cuando elegí
mi profesión) que sobre el lado derecho, careciente de baranda,
un vacío era el límite más allá del
caminito. El sitio donde llegué era una especie de losa que
cruzaba todo el lote de medianera a medianera, flanqueada por plantas
y cañas que repetían el esquema del matorral al otro
lado de la pasarela; por encima de todo asomaban unos cuantos árboles,
de los cuales reconocí una palmera, el resto de los árboles
no es mi especialidad nombrarlos, pero generaban una suerte de escenografía
selvática, poco afín al clima amable de la casa e,
incluso, de la calle donde ésta se ubicaba.
Había
llegado un buen rato después de la hora fijada por los dueños
de casa y ya estaba presente la mayoría de los invitados.
Me recibieron con bromas, y entre las respuestas, los saludos, la
entrega de mi botella de vino y la curiosidad por las achuras en
preparación en la parrilla, al instante dejé de pensar
en las cuestiones paisajísticas que me habían sorprendido
durante el cruce de la pasarela.
El asado trascurrió
en un clima jocoso, con muchas bromas y comentarios de buen humor.
En varias ocasiones se comentó, siempre en tono de broma
y despreocupación, un episodio ocurrido pocos días
atrás al dueño de casa, quien había tenido
una fuerte discusión académica y profesional con la
ex decana de su Facultad. Se trataba de una mujer ya muy anciana,
muy reconocida en el ámbito específico de su profesión,
pero cuestionada en sus actitudes personales y profesionales por
buena parte de las generaciones que la habían sucedido. La
señora (de quien no daré más datos que éste,
por reserva que al avanzar un poco este relato se comprenderá)
era especialmente cuestionada por las excentricidades de su carácter,
que le ocasionaban frecuentes peleas con sus colegas del mundo académico,
y que posiblemente habrían conspirado contra un éxito
profesional más acorde con los meritos de su inteligencia.
Como cierre
armónico de cada tramo de conversación, las referencias
a la señora generaban las risas más compartidas y
extendidas de la noche, así como las propuestas descabelladas
de solución al entredicho, que proferíamos al dueño
de casa para divertirnos con sus salidas ocurrentes (que disimulaban,
sin embargo, el auténtico disgusto que el episodio le había
generado).
A medida que
me distraía de la conversación, tendencia que me acompaña
a menudo en reuniones con grupos grandes de gente, iba tomando conciencia
que el lugar donde nos encontrábamos estaba ubicado sobre
la barranca de Buenos Aires, ese mínimo salto del relieve
que aparece en la ciudad en cercanías del río. No
es que me distrajera por aburrirme, todo lo contrario. El grupo
era muy divertido, no solo por la suma de los caracteres de sus
integrantes, sino por la eficaz sinergia que adquirían todos
al interactuar entre sí. Los pintorescos pantalones de uno
de los invitados, los frecuentes llamados que otro atendía
por su celular, la elegancia de las muchachas, todo era motivo de
comentarios y éstos seguían un ritmo casi idéntico,
donde a una serie de comentarios in crescendo seguía
una culminación fuerte o disparatada, y a ese ritmo nos habíamos
acostumbrado, y quizás ese mismo ritmo es el que, en su armónica
repetición, me fue desconcentrando de los conceptos que se
expresaban. Eso me llevó a su vez a concentrarme en los aspectos
ambientales de la reunión, en el clima, en el entorno. Y
allí volvió la curiosidad por la ubicación
de la terraza sobre la barranca. Mirando por entre el cerco vivo
que culminaba el lote, pude apreciar que de los árboles de
porte que se extendían más allá solo aparecían
sus enormes copas, sin que asomará ni una parte de sus troncos,
los que, por lógica, deberían estar en un nivel inferior
al de nuestro ámbito. Y, por lo tanto, nos encontrábamos
en una plataforma elevada que presentaba la particularidad de tener
más cerca, en distancia, la superficie ubicada a igual nivel
en el patio previo a la pasarela, que el plano ubicado en un nivel
inferior. En un momento dado me levanté, un poco por estirar
las piernas y otro poco por corroborar, desde un punto de vista
más elevado, la certeza de mi inferencia sobre el lugar.
Así era, en efecto, y eso me llevó a ubicarme bien
cerca del desnivel, solo protegido por una endeble pieza metálica
en forma de riel ferroviario (pero más chica) y aun desprotegido
en algunos puntos.
Creo haber hablado
de mi vértigo; sin embargo, y mientras atendía superficialmente
las conversaciones (ya, a esta altura, casi de borrachos) que se
desarrollaban en la mesa, me entretenía ubicándome
sobre el borde dela terraza, apenas protegido del vacío por
la endeble baranda. Que nadie suponga que era ebriedad lo que me
inducía a ese juego de simulación: no consumo una
sola gota de alcohol desde mi adolescencia, no recuerdo siquiera
el sabor del vino ni de la cerveza, menos aun el de los aguardientes.
Solo acompaño mis comidas con agua y algunas gaseosas, sobre
las cuales tengo formuladas complejas teorías gustatorias,
que aquellos que prefieren las bebidas alcohólicas no pueden
entender (supongo, en tal sentido, que la habilidad para distinguir
distintos tipos de vino adormece la, a mi juicio, evidente diferencia
de sabor, cuerpo y gusto que encuentro entre una 7up y una
Sprite, por citar solo dos bebidas populares). El discreto
placer de situarme al borde del vacío, incluso en el espacio
entre el árbol y la pasarela, desprovisto hasta de la pobre
baranda sobre la cual me había apoyado en un momento, creo
que provino de una mezcla de confortabilidad con la amigable situación
que estaba experimentando y de alucinación abstemia con el
vacío, producto de la inesperada sensación espacial
que había ido descubriendo a lo largo del recorrido hacia
la terraza y de la estancia en la mesa.
Era, el día
de la cena, una jornada normal de trabajo (creo que un viernes),
por lo cual yo había llegado a casa de mis anfitriones tras
un día completo de quehaceres de todo tipo, y me encontraba
cansado. Esta circunstancia puede explicar dos cosas: haber sido
prácticamente el primero en irme (me dio algo de pena que
cuando anuncié mi decisión de partir otros se sumaran
al anuncio, sintiendo una suerte de culpabilidad por contribuir
involuntariamente a desarmar una reunión tan agradable),
y los sucesos posteriores, sobre los cuales pido un poco de paciencia
al lector porque ya mismo comienzo a relatarlos.

Incitan estas
casas, llenas de lugares y pasado, a demorar las despedidas y retiradas
en verdaderas ceremonias rituales (algunos de los invitados de la
noche eran cientistas sociales especializados en estas cuestiones
antropológicas de ritos y rituales, incluso con artículos
y libros publicados al respecto; creo que en eso iba pensando en
el momento exacto que relato). Así que el camino desde el
fondo a la entrada fue una suerte de odisea, todo lo cordial que
se quiera, con diversos estadios de caminata, detención,
conversación, despedida parcial y retorno al ritmo de la
partida: aquí, recoger el portafolios y el jacket,
allí, saludar a alguien que retornaba del baño, más
adelante, retornar unos pasos para hacer una pregunta al dueño
de casa, etc. Algo que ahora recuerdo (es curioso como se hilan
los pensamientos cuando uno expresa en un texto algo que lo ha angustiado
durante mucho tiempo, y aquí omito referirme al valor terapéutico
de la escritura, por no alargar innecesariamente mi relato), algo
que ahora recuerdo, decía, es que al llegar aquella noche
habían demorado en atenderme, y que incluso más de
uno de los comensales que arribaron luego debieron esperar un buen
rato para ser atendidos (y en esto no cabe culpar a la descortesía
de los anfitriones, gente atenta como pocas, sino a la propia condicionante
que generaba la casa, con su rapsodia de espacios y memorias).
Saludado que
fue el último invitado a quien encontré antes de irme,
me encontré tratando de abrir la puerta. El dueño
de casa se había ofrecido a acompañarme, pero preferí
dejarlo con otro huésped en proceso de despedida, una vez
que me aseguró que la puerta quedaba cerrada desde afuera
sin necesidad de llave. Pero la manija no respondía a mi
movimiento, y no alcancé a ver la llave en las inmediaciones,
de modo que debí retornar en busca de algún miembro
de la familia que pudiera abrirme. En el patio, donde un minuto
antes se congregaba en total más de una docena de personas,
ya no quedaba nadie: algunos habían regresado a la terraza,
otros departían con morosidad en las habitaciones (¡pero
ninguno de ellos era de la familia!). Volví entonces a encarar
la pasarela, decidido en mi andar hacia el fondo, pero distraído
y desprevenido en mi actitud.

Creo que las
ramas que amortiguaron mi caída pueden haberme salvado la
vida, ya que en caso contrario el golpe contra el piso pudo haber
sido más fuerte que lo que fue, pero también creo
que, precisamente por amortiguar la velocidad y el ruido de la caída,
impidieron a los comensales que aun permanecían (recuerdo
ahora también, y siguen las remembranzas, que en aquel momento
todos estaban gritando en festejo a un chiste que seguramente alguno
de ellos habrá lanzado en aquel instante) escuchar mi descenso
y el golpe contra el piso duro.
Ignoro el tiempo
que permanecí desvanecido, que estimo debe haber sido considerable.
Solo recuerdo haber despertado en un contexto de completo silencio,
y oscuridad absoluta, sin comprender la situación en que
me encontraba. Recuerdo haberme sentido profundamente cansado, al
punto de cerrar los ojos y conciliar un sueño increíble
sin atinar a levantarme siquiera. Mi siguiente recuerdo, ya de día,
es haberme despertado en medio de lo que parecía una discusión
unos metros más arriba, pero volver a cerrar los ojos por
enceguecerme la claridad del día. En esa duermevela, recuerdo
vagamente un grito y un ruido como el de una caída. Finalmente,
y antes de despertarme por completo, un último recuerdo es
el de despertar nuevamente, abrir lo ojos, tratar de incorporarme
y, escondido entre el matorral, a escasa distancia de mis ojos ver
lo que parecía la cabellera revuelta de una mujer anciana,
un charquito rojo a su lado, y los reflejos de claridad sobre la
piel y la blusa de la vieja. Sucedió a esto un desmayo, y
finalmente, ignoro cuanto rato después, despertar en forma
definitiva, y escuchar, ahora nítidamente unos metros por
encima, la voz del dueño de casa, hablando nerviosamente
con alguien que supuse podía ser uno de los asistentes a
la reunión, con lo que interpreté eran explicaciones
sobre el episodio que, de una manera que desconocía yo, había
terminado con "la vieja" (recuerdo que desde el primer
momento identifiqué con ese apelativo, referente a una persona
anciana y no a una madre, a la persona que suponía haber
visto a escasa distancia de donde me encontraba) tirada bajo la
terraza.
Hacía
mi derecha, en sentido contrario a donde se encontraba (si es que
aun estaba, y si es que alguna vez había estado) el cuerpo
malherido o cadáver de "la vieja", alcancé
a ver un claro en el matorral. Tratando de no hacer ruido, me arrastré
hasta el, en donde me escondí hasta que dejé de escuchar
las voces. Entonces, seguí arrastrándome hasta encontrar
un alambrado ya viejo y vencido, que supuse fuera el cerco con la
casa de un vecino: allí me adentré y con extremada
lentitud fui penetrando entre el pastizal y los arbustos de lo que
parecía un desprolijo jardín o directamente un baldío.
Me quedé
entonces en ese claro, unos minutos, hasta que dejé de escuchar
voces, entonces seguí alejándome del bajoterraza y
del cerco, todo lo sigilosamente que pude. Del claro salía
una suerte de túnel, como excavado entre los pastos, las
cañas y las matas que cubrían el terreno. No se estimar
medidas exactas en centímetros: ignoro si el ancho y la altura
del túnel corresponden al rango de las decenas de centímetros
o a de los metros (aunque dificulto eso, porque me han dicho que
la vereda de una calle del centro tiene muy poco más de un
metro de ancho, y a mi me parece que el túnel era más
chico). Solo sé que las dimensiones del túnel (e ignoro
si realmente se le puede llamar con ese nombre) permitían
acomodar mi cuerpo, en posición semiagachada, en cuatro patas,
y además permitía realizar los desplazamientos hacia
adelante con apenas unos choques contra las paredes vegetales.
Fue ese día
que descubrí algo sobre mi persona (entre tantas cosas que
descubrí). Así como sufro de un vértigo que
me impide, como ya he dicho, asomarme a los bordes de balcones o
terrazas o caminar por pasarelas o escaleras poco protegidas (fobia
que se acentuó, comprensiblemente, a partir de los hechos
que relato), tengo una capacidad superior a la del común
para adecuarme al encierro y a los espacios estrechos. No lo supe
hasta ese día, y creo que eso es lo que me permitió
decidirme a continuar, durante varias horas (si es que medí
correctamente el tiempo en esas circunstancias), avanzando hacía
adelante por el camino virtual que el túnel generaba entre
el espeso matorral de la barranca. Creo además que en la
decisión influyeron otras circunstancias, y en especial el
temor que me generaba mi presunto descubrimiento sobre "la
vieja", moribunda o ya cadáver bajo la terraza (¿o fue
una pesadilla en mi desmayo, procesando la charla de la cena con
el tamiz de mi accidente, o fue un animal, o algún desperdicio
descuidadamente caído desde la mesa?), y la propia comprobación
sobre mi cobardía, que procuraba atenuar con un supuesto
acto de coraje físico. Así somos de oportunistas:
atribuí el miedo a la lógica de la situación,
y la "valentía" de deslizarme entre las cañas,
a meritos propios...
Al tiempo de
andar por el túnel, me llamó la atención un
pequeño hilo de agua que se deslizaba a mi izquierda, recogiendo
a su vez otros hilos menores que se escurrían por entre las
hojas de hierba. Aunque parezca increíble, fue el sentido
de avance del agua lo que me dio una patente conciencia acerca de
haber estado deslizándome, desde mi entrada al claro, por
un plano inclinado irregular, que no era otro que la famosa barranca
de Buenos Aires. Con seguridad que esto contribuyó a facilitar
mis movimientos y a moderar el cansancio sufrido en el desplazamiento.
No se que especie de absurda esperanza me dio la compañía
de ese hilo de agua, que alentó en mi relato interior la
voluntad de proseguir el camino y la certeza de un éxito
final, cualquiera que este fuera.
Tras un ligero
desvío del camino, encontré el destino concreto del
agua compañera: una especie de sumidero, prolijamente construido,
pero con su reja de protección absolutamente destruida, al
punto que no presentaba obstáculo alguno para que mi cuerpo
pasara por entre sus huecos hasta el interior del conducto. Pensé
unos minutos sobre la conveniencia de continuar mi recorrido; creo
que terminaron convenciéndome la ausencia de alternativas
(salvo, por supuesto, la de regresar por el camino ya andado, y
aun así me dije a mi mismo que el obstáculo para ello
era la dificultad de avanzar barranca arriba, y no la cobardía
de afrontar el episodio de la vieja
) y la influencia de la
cultura cinematográfica, que siempre ha presentado como un
recurso exitoso el de las fugas por las alcantarillas.

La entrada en
el conducto confirmó mi optimismo: el caño por el
que me introduje, de forma perfectamente esférica, era un
poco más amplio que el "túnel" vegetal que
dejaba atrás, y presentaba en la perspectiva lejana algunos
claros que asocié a salidas a la calle o a algún tipo
de espacio abierto. Avancé, esta vez sin las molestias de
las irregularidades del terreno y las pinchazones de las espinas
en la maleza. Tomé, en un momento dado, la decisión
de seguir un ritmo de avance y descanso: unas decenas de pasos continuados,
un descanso mientras contaba mentalmente hasta cien. Ignoro que
mecanismos psicológicos se activan mediante estos ritmos,
pero a mi me procuraron una gran relajación y tranquilidad.
Me ayudaron,
además, a ignorar la compañía indeseada de
ratas e insectos que poblaban el albañal, y el olor de los
excrementos que distintos conductos menores iban arrojando en el
conducto principal (a pesar de, que tengo entendido, las normas
municipales prohíben derivar las cloacas de las casas a los
desagües de la lluvia). De todos modos, desde la primera rata
que encontré, me di cuenta de que estos inmundos roedores
tenían de mí más miedo que el que yo tenía
con ellos. Supongo que interviene en esto una cuestión de
tamaño, y que es el animal más pequeño el que
teme a otro, infinitamente más grande, que se instala de
manera inesperada en su hábitat. Recordé una charla
que había tenido a mi regreso de un viaje al mar, en el que
había practicado el avistaje de peces y corales nadando con
ese dispositivo de respiración que llaman snorkel.
En un momento dado, alguien que, como yo, se había adentrado
algo más de lo usual en mar abierto, me señaló
con su dedo, acechando entre las irregularidades de un coral, la
inconfundible figura de una barracuda, con sus dientes filosos y
su expresión feroz. No tuve miedo, a pesar de la cercanía
del animal, porque había escuchado de buceadores experimentados
relatos de encuentros similares, con absoluta expresión de
seguridad respecto a que la barracuda no ataca a seres humanos.
Relatando la experiencia en una reunión, sostuve con cierta
impostada suficiencia que la barracuda respeta al hombre por ser
un animal de tamaño superior, a lo que alguien me respondió
con una pregunta a la que no encontré respuesta:
- ¿Y entonces
que pasa con las pirañas?

Me estaba riendo
de la frase, y de mi tontería, cuando encontré la
salida del conducto por el que circulaba. Con un pequeño
giro de 45 grados, mi albañal desembocaba en una especie
de arroyo o río subterráneo, mucho más amplio,
con piso plano y una cobertura en forma de bóveda. Sin pensarlo,
salté hacia el piso del arroyo y, tras elongar para volver
a acostumbrar mis músculos a la posición vertical,
comencé a caminar por el borde derecho, en sentido contrario
al del curso de las aguas. Me daba miedo salir al río (consideré
que por la cercanía al río, y por el tamaño
desmesurado del desagüe, este constituía el último
tramo antes de la descarga final en el estuario platense). Y me
dio miedo, cuando todo había terminado, pensar que hubiera
sucedido en caso de que hubiera habido una tormenta en aquellas
horas, y el canal se hubiera visto desbordado por el caudal de agua.
Pero ese es un miedo posterior, más intelectual, lo importante
es que entonces no lo sentí.
Anduve un largo
rato, y en mi ansiedad dejé de lado el ritmo que había
encontrado en el conducto menor. Fue un error, porque al poco tiempo
ya estaba jadeando, y respirando inapropiadamente por la boca (durante
todo el trayecto anterior había procurado en todo momento
respirar y espirar correctamente). Por suerte, en poco tiempo encontré,
sobre el techo del canal, una abertura de considerable tamaño,
sobre la que se adivinaba una superficie subterránea también,
pero con seguridad más cercana a la calle. Descansé
unos minutos y, ayudándome en algunas irregularidades del
terreno, conseguí trepar, en un esfuerzo final, al nivel
superior. Se trataba de un túnel de tamaño algo mayor
al del arroyo, que tras descansar un poco identifiqué, sin
lugar a dudas, con la obra en construcción de un subterráneo.
Ignoro si la obra estaba detenida, o si llegué a ella en
un horario de descanso; lo cierto es que nadie se veía en
el interior de la bóveda. Mirando a ambos lados del eje de
la excavación, me pareció detectar que, hacia la izquierda
del arroyo, el túnel parecía más "terminado",
más construido. Hacia allí me dirigí y, tras
una leve curvatura, encontré finalmente lo que no podía
ser sino el final de mi escape: una formación de subterráneo
detenida, otra más adelante y, hacia el fondo, la iluminada
imagen de una estación. Caminé con cuidado de no hacer
ruido hasta llegar a la estación, para comprobar que efectivamente
era horario nocturno y el subte estaba fuera de funcionamiento.
Escuché algunas voces y me escondí tras una columna,
desde ella vi un espacio vacío bajo una escalera, y pensé
que quizás fuera mejor refugiarme en ese espacio hasta que
comenzara a funcionar el subte, con el único riesgo de ser
encontrado por personal de seguridad y ser obligado a salir de la
estación (que en realidad era lo único que deseaba),
tras unas pocas preguntas a quien con toda seguridad confundirían
con un homeless, teniendo en cuenta lo destrozado y sucio
de mi vestimenta y de mi cuerpo, y mi barba de días. Demoré
un tiempo en decidirme, y entonces la realidad decidió por
mí. Todas las luces de la estación comenzaron a encenderse,
las puertas y las cortinas metálicas se abrieron, decenas
de personas (en un principio, empleados del subte y gente a cargo
de los negocios) comenzaron a poblar los andenes, y en unos minutos
pude mimetizarme entre los primeros pasajeros de la madrugada. Las
opciones, ahora, eran salir a la calle y tomar un taxi o colectivo
hacia mi casa, con el inconveniente de que ni en uno ni en otro
sería fácilmente aceptado, debido a mi aspecto, o
esperar la salida del subte, sentado en la primera formación,
y bajarme en una estación a cinco cuadras de mi casa. Es
lo que hice, me acomodé en un asiento corto al que, cuando
comenzó a subir la gente en las otras estaciones, nadie se
acercó (si bien comprobé que, por suerte para mis
objetivos, nadie tampoco me miró demasiado, más allá
de la primera comprobación sobre mi aparente marginalidad).
El costo de esta alternativa, por cierto, fue la de obligarme a
caminar las cinco cuadras, tramo este que fue el más difícil
de mi recorrido, por el cansancio acumulado.

Llegado a mi
departamento, seguí un orden extraño de acciones y
necesidades. Lo primero fue encender el televisor en los canales
de noticias: en ninguno de ellos, como tampoco en las tapas de los
diarios que había visto en el subte y en la calle, se hablaba
de episodio alguno que pudiera vincular con mi descubrimiento en
el bajoterraza. No registraba llamadas en mi contestador, y solo
unos pocos mensajes convencionales se habían sumado a mi
casilla de e-mail: entre ellos, las sinceras expresiones de agradecimiento
que los participantes del asado dirigían al dueño
de casa y al resto de los comensales.
Me di un baño
prolongado, y absurdamente me afeité. Fui a la heladera,
encontré unos restos de sushi que devoré en
el momento, me preparé un café que acompañé
con tostadas y miel, y antes de acostarme revisé las ropas
que llevaba. No se si estaban tan irrecuperables como las vi, pero
decidí desprenderme de ellas y las puse en una bolsa negra
de residuos, que tiré por el conducto del compactador. Apagué
las luces, me metí en mi cama, y no creo que hayan pasado
más de unos pocos segundos hasta que me dormí.
CR
Carmelo
Ricot es suizo y vive en Sudamérica, donde trabaja en la
prestación de servicios administrativos a la producción
del hábitat. Dilettante, y estudioso de la ciudad, interrumpe
(más que acompaña) su trabajo cotidiano con reflexiones
y ensayos sobre estética, erotismo y política.
Ver,
entre otros (que pueden rastrearse en el índice de cdlc),
su relato La
Juventud Alegre, en el número 40 de café
de las ciudades, y su ficción metropolitana contemporánea
Proyecto
Mitzuoda, escrita en colaboración con Verónica
Ruiz.
Sobre
el reciclaje en Buenos Aires, ver la nota ¿Que
es lo que hace a las casas recicladas tan cool, tan atractivas?,
en el número 22 de café
de las ciudades.
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