N. de la
R.: el texto de esta nota reproduce un fragmento
de La Prisionera, quinto volumen
de la serie
En busca del tiempo perdido. Marcel (protagonista
cuasi (o pseudo) autobiográfico de la novela) utiliza distintas
argucias y crecientes abusos para retener a su novia Albertina
en el apartamento familiar del faubourg Saint Germain, confundido
entre los celos y el principio de un aparente desamor por la muchacha.

Al
día siguiente de aquella noche en que Albertina me dijo que acaso
iría y después que no iría a casa de los Verdurin, me desperté
temprano y, todavía medio dormido, mi alegría
me dijo que iba a hacer, interpolado en el invierno, un día de
primavera. Fuera, los temas populares finamente escritos para
instrumentos varios, desde la corneta del que arregla cacharros
de cocina, o la trompeta del que pone asientos en las sillas,
hasta la flauta del cabrero, que en un buen día parecía un pastor
de Sicilia, orquestaban ligeramente el aire matinal, en una “obertura
para un día de fiesta”. El oído, ese sentido delicioso, nos trae la compañía de la calle,
trazándonos todas sus líneas, dibujando todas las formas que por
ella pasan, mostrándonos su color. Las “cortinas” de hierro del
panadero, del lechero, que ayer se bajaron sobre todas las posibilidades
de felicidad femenina, se alzaban ahora, como las ligeras poleas
de un navío que apareja y se dispone a zarpar, atravesando el
mar transparente, sobre un sueño de jóvenes empleadas. Este ruido
de cortina que se levanta hubiera sido quizá mi único placer en
un barrio diferente. En éste, otros cien me alegraban, otros cien
de los que no hubiera querido perder ni uno quedándome dormido
demasiado tiempo. En esto radica el encanto de los viejos barrios aristocráticos: en ser
al mismo tiempo populares. Así como al lado de las catedrales
había a veces, junto al pórtico, diversos pequeños oficios (y
a veces conservaron el nombre de éstos, como el de la catedral
de Ruan, llamado de los “Libreros”, porque éstos exponían contra
él, al aire libre, su mercancía), otros pequeños oficios, pero
ambulantes, pasaban delante del noble hotel de Guermantes y recordaban
a veces la Francia eclesiástica de otras
épocas. Pues el gracioso pregón que lanzaban a las casitas vecinas
no tenía, con raras excepciones, nada de una canción. Tanto como
de la declamación -apenas esmaltada de insensibles variaciones-
difería de Boris Godunov y de Pelléas; pero por
otra parte recordaba la salmodia de un sacerdote de unas ceremonias
que tienen en las escenas de la calle una contrapartida inocente,
ferial, y, sin embargo, semilitúrgica. Nunca me habían gustado
tanto aquellos pregones como desde que Albertina vivía conmigo;
me parecían como una gozosa señal de su despertar e, interesándome
en la vida de la calle, me hacían sentir mejor la sedante virtud
de una presencia querida, tan constante como yo la deseaba.
Algunos
de los alimentos pregonados en la calle, y que yo personalmente
detestaba, le gustaban mucho a Albertina, tanto que Francisca
mandaba a comprarlos por el criadito, quizá un poco humillado
de verse confundido con
la multitud plebeya. En aquel barrio tan tranquilo (donde
los ruidos no eran ya para Francisca un motivo de tristeza y lo
eran de alegría para mí) me llegaban muy distintos, cada uno con
su modulación diferente, unos recitativos declamados por aquella
gente del pueblo como se declamarían en la música, tan popular,
de Boris, donde una entonación
inicial apenas es alterada por la inflexión de una nota que se
inclina sobre otra música de la multitud que es más bien un lenguaje
que una música. El pregón “¡A los buenos bígaros, dos perrillas
el bígaro!” hacía que se precipitara la gente hacia los cucuruchos
en que vendían esos horribles moluscos que, de no ser por Albertina,
me hubieran repugnado, lo mismo que los caracoles que oía vender
a la misma hora. También aquí el vendedor hacía pensar en la declamación apenas lírica de Musorgski,
pero no solamente en ella. Pues después de decir en tono solamente
“hablado”: “¡Caracoles, caracoles frescos, hermosos!”, el vendedor
de caracoles, con la tristeza y la vaguedad de Maeterlinck, musicalmente
traspuestas por Debussy, en uno de esos dolorosos finales en que
el autor de Pelléas se parece a Rameau: “Si yo he de ser
vencido, ¿serás tú mi vencedor?”, añadía con una cantarina melancolía:
“A seis perrillas la docena...”.

Siempre
me fue difícil comprender porqué estas palabras tan claras las
suspiraba el hombre en un tono tan poco adecuado, misterioso como
el secreto que pone a todo el mundo triste en el viejo palacio
al que Melisanda no ha logrado llevar la alegría, y profundo como
un pensamiento del anciano Arkel que procura proferir en palabras
muy sencillas toda la sabiduría y el destino. Las mismas notas
sobre las que se eleva, con creciente dulzura, la voz del viejo
rey de Allemonde o de Golaud para decir: “No se sabe qué es lo
que hay aquí. Esto puede parecer extraño. Acaso no hay acontecimientos
inútiles”, o bien: “No te asustes... Era un pobre ser misterioso,
como todo el mundo”, eran las notas que servían al vendedor de
caracoles para repetir, en una cantilena indefinida: “A seis perrillas
la docena...” Pero este lamento metafísico no tenía tiempo de
expirar al borde del infinito, pues lo interrumpía por una aguda
trompeta. Esta vez no se trataba de cosa de comer; las palabras
del libreto eran: “Se esquilan perros, se pelan gatos, se cortan
rabos y orejas”.
Claro
que la fantasía, el ingenio
de cada vendedor o vendedora, solían introducir variantes en todas
estas músicas que yo oía desde mi cama. Sin embargo, una interrupción
ritual que ponía un silencio en medio de la palabra, sobre todo
cuando se repetía dos veces, evocaba constantemente el recuerdo
de las viejas iglesias. El vendedor de prendas de vestir, con
su látigo, en su carrito conducido por una burra, que paraba delante
de cada casa para entrar en los patios, salmodiaba: “Ropa, vendo
ropa, ro... pa”, con la misma pausa entre las dos sílabas de ropa
que si estuviera entonando en pleno canto: per omnia saecula
saeculo... rum o Requiescat in pa... ce, aunque no creyera
en la eternidad de su ropa y no la ofreciera tampoco como sudarios
para el supremo descanso en paz. Y de la misma manera, como los
motivos comenzaban a entrecruzarse en aquella hora matinal, una
verdulera, empujando su carretilla, se valía para su letanía de
la división gregoriana:
À la tendresse,
à la verduresse
Artichauts
tendres et beaux
Librodot
En busca del tiempo perdido (La prisionera) Marcel Proust
Ar
- tichauts,
aunqueseguramente ignoraba el antifoniario y los siete tonos
que simbolizan, cuatro de ellos las ciencias del quadrivium y
tres las del trivium.
Sacando
de un flautín o de una cornamusa unos aires de su país meridional,
cuya luz rimaba bien con los días buenos, un hombre de blusa,
llevando en la mano una correa de buey y tocado con una boina
vasca, se paraba delante de las casas. Era el cabrero, con dos
perros y, delante de él, su rebaño de cabras. Como venía de lejos, pasaba bastante tarde
por nuestro barrio, y las mujeres acudían con un tazón para
coger la leche que iba a fortalecer a sus pequeños. Pero a los
sones pirenaicos de aquel benéfico pastor se mezclaba ya la campanilla
del afilador, el cual gritaba: “¡Cuchillos, tijeras, navajas de
afeitar!” Con él no podía luchar el afilador de sierras, pues
éste, desprovisto de instrumento, se contentaba con gritar: “Tenéis
sierras que afilar, el afilador”, mientras que el estañador, más
alegre, después de enumerar las calderas, las cacerolas, todo
lo que estañaba, entonaba el refrán:
Tam, tam, tam,
C'est moi qui rétame,
Même le macadam,
C'est moi qui mets des fonds partout,
Qui bouche tous les trous,
Trou, trou, trou.
Y
unos italianos pequeños, con unas grandes cajas de hierro pintadas
de rojo que llevaban marcados los números -perdedores y ganadores-,
y tocando una carraca, proponían:
“Diviértanse,
señoras, aquí está la diversión”.

Francisca
me trajo Le Figaro. De una sola
ojeada me di cuenta de que tampoco publicaba mi artículo. Me dijo
que Albertina preguntaba si podía entrar en mi cuarto y me avisaba
que, en todo caso, había renunciado a la visita a los Verdurin
y pensaba ir, como yo le había aconsejado, a la función “extraordinaria”
del Trocadero -lo que hoy se llamaría, con mucha menos importancia,
sin embargo, una matinée de gala- después de un pequeño
paseo a caballo que iba a dar con Andrea. Ahora que yo sabía que
Albertina había renunciado a su deseo, tal vez malo, de ir a ver
a madame Verdurin, dije riendo: “¡Que venga!”, y pensé que podía
ir donde quisiera y que me daba lo mismo. Sabía que al final de
la tarde, al llegar el crepúsculo, sería seguramente otro hombre,
triste, dando a las menores idas y venidas de Albertina una importancia
que no tenían a esta hora matinal y cuando hacía tan buen tiempo.
Pues a mi despreocupación seguía la clara noción de su causa,
pero ésta no alteraba aquélla.
-Francisca
me dijo que estabas despierto y que no te molestaba -dijo Albertina
al entrar.
Y
como el mayor temor de Albertina, junto con el de que yo tuviera
frío al abrir ella su ventana en un momento inadecuado, era entrar
en mi cuarto cuando estaba dormido, añadió-:
-Espero
no haber hecho mal. Tenía miedo de que me dijeras:
Quel mortel insolent vient chercher le trépas? (“¿Qué
insolente mortal viene a buscar su muerte”?).
Y
se rió con aquella risa que tanto me alteraba. Le contesté en
el mismo tono de broma:
Est-ce pour vous qu'est fait cet ordre si sévère? (“¿Acaso para ti se
dio orden tan severa?”)
Y
por miedo de que la infringiera alguna vez, añadí:
-Aunque
me daría mucha rabia que me despertaras.
-Ya
lo sé, ya lo sé, no temas -me dijo Albertina. Y para dulcificar
la cosa, añadí, siguiendo la representación con ella de la escena
de Esther, mientras en la calle continuaban los
pregones, muy confusos ahora por nuestra conversación:
Je ne trouve qu'en vous je ne sais quelle grâce Qui me charme
toujours et jamais ne me lasse. (“Solamente en ti encuentro
la indefinible gracia que siempre me embelesa y que jamás me cansa”),
(y pensaba para mí: “Sí, me cansa muy a menudo”). Y recordando
lo que me había dicho la víspera, al mismo tiempo que le daba
con exageración las gracias por haber renunciado a los Verdurin,
le dije, para que otra vez me obedeciera también en alguna otra
cosa:
-Albertina,
desconfías de mí, que te quiero, y tienes confianza en personas
que no te quieren -como si no fuera natural desconfiar de las
personas que nos quieren y que son las que tienen interés en mentirnos
para saber, para impedir, y añadí estas palabras mentirosas-:
-En
el fondo, no crees que te quiero, es curioso. En efecto, no te
adoro.
Albertina
mintió a su vez al decirme que no se fiaba de nadie más que de
mí, y después fue sincera al asegurar que sabía muy bien que la quería. Pero esta afirmación
no parecía implicar que no creyera que yo mentía y que la espiaba. Y sabía perdonarme,
como si viera en ello la consecuencia insoportable de un gran
amor o como si ella misma se encontrara menos buena.
-Por
favor, niña mía, nada de alardes ecuestres como el otro día. ¡Figúrate, Albertina, si te
ocurriera un accidente!
No
le deseaba, naturalmente, ningún mal. Pero ¡qué suerte si se le ocurriera un día la buena idea de partir con sus caballos
a cualquier sitio, que le gustara aquel sitio y no volviera
nunca más a casa! ¡Cómo se simplificaría todo si se fuera a vivir,
dichosa, lejos, sin que a mí me interesara siquiera saber dónde!
-¡Oh!,
estoy segura de que no me sobrevivirías ni cuarenta y ocho horas,
de que te matarías.
Así
fuimos cruzando palabras mentirosas. Pero una verdad más profunda
que la que diríamos si fuéramos sinceros podemos a veces expresarla
y anunciarla por una vía que no es la de la sinceridad.
-¿No te molestan todos esos ruidos de fuera?
-me preguntó-. A mí me encantan, pero a ti que tienes el sueño
tan ligero...
A
veces lo tenía muy profundo (como ya he dicho, pero lo que va
a seguir me obliga a recordarlo), y sobre todo cuando no me dormía
hasta la madrugada. Como un
sueño de éstos es, por término medio, cuatro veces más reparador,
al que se despierta de él le parece que ha sido cuatro veces más
largo, cuando ha sido cuatro veces más corto. Magnífico error
de una multiplicación por dieciséis, que tanta belleza da al despertar
e introduce en la vida una verdadera innovación, parecida a esos
grandes cambios de ritmo musical en virtud de los cuales una corchea
contiene en un andante
tanta duración como una blanca en un prestissimo,
y que en el estado de vigilia son desconocidos. En ella, la vida es casi siempre la misma, de aquí
las decepciones del viaje. Sin embargo, parece que el sueño
esté hecho a veces con la materia más grosera de la vida, pero,
en él, esta materia está “tratada”, trabajada de tal modo -con
un alargamiento debido a que ninguno de los límites horarios del
estado de vigilia le impide llegar a alturas insólitas- que no
se la reconoce.

Las
mañanas en que me tocaba esta fortuna, en que la esponja del sueño
había borrado de mi cerebro los signos de las ocupaciones cotidianas
trazados en él como en una pizarra, tenía que hacer revivir mi
memoria; a fuerza de voluntad podemos recuperar lo que la amnesia
del sueño o un ataque nos ha hecho olvidar y que va renaciendo
poco a poco a medida que abrimos los ojos o que desaparece la parálisis. Llamaba
a Francisca y quería hablarle en un lenguaje adecuado a la realidad
y al momento, pero había vivido tantas horas en unos instantes
que tenía que recurrir a todo mi poder interno de comprensión
para no decir: “Bueno, Francisca, son las cinco de la tarde y
no la he visto desde ayer”. Y para dominar mis sueños, en contradicción
con ellos y mintiéndome a mí mismo, y obligándome con todas mis
fuerzas al silencio, decía descaradamente palabras contrarias:
“¡Francisca, son las diez!” Ni siquiera decía las diez de la mañana,
sino simplemente las diez, para que aquellas “diez” tan increíbles
pareciesen pronunciadas en un tono más natural.
Sin
embargo, decir estas palabras, en lugar de las que seguía pensando
el durmiente apenas despertado que yo era todavía, me exigía el
mismo esfuerzo de equilibrio que a una persona que, saltando de
un tren en marcha y corriendo un momento a lo largo de la vía,
lograra no caerse. Corre un momento porque el medio que deja era
un medio animado de gran velocidad y muy diferente de este otro
suelo inerte, al que a sus pies les es difícil acostumbrarse.
Del
hecho de que el mundo del sueño no sea el mundo de la vigilia
no se deduce que el mundo de la vigilia sea
menos verdadero, al contrario. En el mundo del sueño, nuestras
percepciones están tan sobrecargadas, expresada cada una por otra
superpuesta que la duplica y la ciega inútilmente, que, en el
aturdimiento del despertar, ni siquiera sabemos distinguir lo
que pasa; ¿había venido Francisca, o era que yo, cansado de llamarla,
iba a buscarla? En aquel momento el silencio era el único medio
de no revelar nada, como en el momento en que nos detiene un juez
enterado de circunstancias que nos conciernen, pero de las que
no nos informan. ¿Había venido Francisca?, ¿la había llamado yo?
E incluso, ¿no sería Francisca quien dormía y yo quien acababa
de despertarla? Más aún, ¿no estaba Francisca encerrada en mi
pecho, pues la distinción de las personas y su interacción penas
existen en esa parda oscuridad donde la realidad es tan poco traslúcida
como en el cuerpo de un puercoespín y donde la percepción puede
quizá dar idea de la de ciertos animales? Por otra parte, hasta
en la límpida locura que precede a esos sueños más pesados, si
flotan luminosamente unos fragmentos de sentido, si no se ignoran
los nombres de Taire, de George Eliot, no por eso deja de tener
el mundo de la vigilia esa superioridad de poder continuar el
sueño cada mañana, y no cada noche. Pero acaso hay otros mundos
más reales que el de la vigilia. Y aun hemos visto
que hasta éste, cada revolución
en las artes le transforma, mucho más, en el mismo tiempo,
el grado de aptitud o de cultura que diferencia a un artista de
un necio ignorante.
Y
con frecuencia una hora de sueño de más es un ataque de parálisis
después del cual hay que recuperar el uso de los miembros, aprender
de nuevo a hablar. La voluntad no lo conseguiría. Hemos dormido
demasiado, ya no somos. El despertar lo sentimos apenas mecánicamente,
y sin conciencia, como quizá en una tubería el cierre de un grifo.
Sucede una vida más inanimada que la de la medusa, una vida en
la que, suponiendo que pudiéramos pensar algo, nos parecería salir
del fondo de los mares o volver de presidio. Pero entonces, desde
lo alto del cielo, se inclina sobre nosotros la diosa Mnemotecnia
y nos tiende, en forma de “hábito de pedir el café con leche”,
la esperanza de la resurrección.

La
resurrección no llega en seguida; creemos haber llamado, no lo
hemos hecho, se trata de ideas demenciales. Sólo
el movimiento restablece el pensamiento, y cuando hemos apretado
de verdad la pera eléctrica, podemos decir con lentitud, pero
claramente: “Son las diez. Francisca, tráigame el café con leche”.
¡Oh
milagro! Francisca no podía sospechar el mar de irrealidad que
me bañaba todavía todo entero y a través del cual había tenido
la energía de hacer pasar mi extraña pregunta.
Pues
me contestaba: “Son las diez”, lo que me daba una apariencia razonable
y me permitía no dejar notar las extrañas conversaciones
que me habían mecido interminablemente (los días en que no era
una montaña de vacío que me quitaba toda vida). A fuerza de voluntad,
me reintegraba a la
realidad. Gozaba todavía de los restos del sueño,
es decir, de la única invención, de la única renovación que existe
en la manera de contar, pues ninguna
narración en estado de vigilia, aunque sea embellecida por la
literatura, tiene esas misteriosas diferencias de las que nace
la belleza.
Es fácil hablar de la que crea el opio. Mas para un hombre
habituado a no dormir sino con drogas, una hora inesperada de
sueño natural descubrirá la inmensidad matinal de un paisaje no
menos misterioso y más lozano. Variando la hora, el lugar donde
dormimos, provocando el sueño de una manera artificial, o, al
contrario, volviendo por un día al sueño natural -el más extraño
de todos para quien tiene el hábito de dormir con soporíferos-,
se llega a obtener variedades de sueño mil veces más numerosas
que las que obtendría un floricultor de claveles o de rosas.
Los
floricultores obtienen flores que son sueños deliciosos, también
otras que parecen pesadillas. Cuando me dormía de cierta manera,
me despertaba tiritando, creyendo que tenía el sarampión o, lo
que era más doloroso aún, que mi abuela (en la que ya no pensaba
nunca) sufría porque me había burlado de ella un día en que, en
Balbec, creyendo que se iba a morir, quiso que yo tuviese una
fotografía suya. En seguida, aunque despierto, quería ir a explicarle
que no me había entendido. Pero ya no tiritaba. Quedaba descartado
el pronóstico de sarampión, y mi abuela tan alejada de mí que
ya no hacía sufrir a mi corazón. A veces, una oscuridad súbita
se abatía sobre estos sueños diferentes.
Yo
tenía miedo prolongando mi paseo en una avenida completamente
oscura, por la que oía pasar rondadores. De pronto surgía una
discusión entre un guardia y una de esas mujeres que solían ejercer
el oficio de conducir y que, de lejos, tomamos por jóvenes cocheros.
En
su pescante rodeado de tinieblas yo no la veía, pero ella hablaba
y en su voz leía yo las perfecciones de su rostro y la juventud
de su cuerpo. Avanzaba hacia ella en la oscuridad para subir a
su carruaje antes de que reanudara la marcha. Estaba lejos.
Afortunadamente, se prolongaba la discusión con el guardia. Yo
alcanzaba el coche, todavía parado. Esta parte de la avenida estaba
alumbrada con reverberos. Ahora la conductora era visible. Desde
luego era una mujer, pero vieja, alta y gorda, con un pelo blanco
que se salía del gorro y una erupción roja en la
cara. Me alejaba pensando: “¿Ocurre esto con
la juventud de las mujeres? Si de pronto deseamos volver a ver
a las que hemos conocido, ¿son ya viejas? ¿Acaso la mujer que
deseamos es como un papel de teatro que cuando decaen sus creadoras
hay que encomendarlo a nuevas estrellas? Pero entonces ya no es
la misma”.
Y
me invadía la
tristeza. Resulta, pues, que en nuestro sueño
tenemos numerosas Piedades, como las Pietà del
Renacimiento, pero no ejecutadas en mármol como ellas, al contrario:
inconsistentes. Sin embargo, tienen su utilidad, la de hacernos
recordar cierta visión de las cosas más tierna, más humana, visión
que tendemos demasiado a olvidar en la cordura gélida, a veces
llena de hostilidad, de la víspera. Así me hicieron
recordar a mí la promesa que a mí mismo me hiciera, en Balbec,
de conservar siempre la compasión por Francisca. Y al menos durante
toda esta mañana me esforzaría por no irritarme con las querellas
de Francisca y del mayordomo del hotel, por ser bueno con Francisca,
a quien tan poca bondad dedicaban los otros. Esta mañana solamente, y tendría que procurar
hacerme una ley más estable; pues así como los pueblos no son
mucho tiempo gobernados por una política de puro sentimiento,
los hombres no se gobiernan por el recuerdo de sus sueños. Ya
aquél comenzaba a esfumarse. Procurando recordarle para pintarle,
le hacía huir más de prisa. Mis párpados no estaban ya tan fuertemente
cerrados sobre mis ojos. Si intentaba reconstruir mi sueño, se
abrirían por completo. En
todo momento hay que elegir entre la salud, la cordura por una
parte y los goces espirituales por otra. Yo he tenido siempre
la cobardía de elegir la primera parte. Por lo demás, el peligroso
poder a que renunciaba lo era más aún de lo que se cree. Las compasiones,
los sueños, no se esfuman solos. Al variar las condiciones en
las que nos hemos dormido, no se desvanecen solamente los sueños,
sino también, por muchos días, a veces por años, la facultad no
sólo de soñar, sino de dormir. El dormir es divino, pero poco
estable; el más ligero choque lo volatiliza. Amigo del hábito,
éste le retiene cada noche, más fijo que él, en su lugar consagrado,
le preserva de todo choque; pero si le cambian de lugar, si ya
no está sujeto, se desvanece como el humo. Es como
la juventud y como
los amores, que no se recuperan.
En
estos diversos sueños, también como
en música, era el aumento o la disminución del intervalo lo que
creaba la belleza. Yo gozaba de
ella, pero en cambio había perdido en ese sueño, aunque breve,
una parte de los pregones en los que se nos hace sensible la vida
circulante de los oficios, de los alimentos de París. Por eso
(sin prever, por desgracia, el drama que iban a traer para mí
aquellos despertares tardíos y mis dispersas leyes draconianas
de Asuero raciniano) generalmente
me esforzaba por despertarme temprano para no perder nada de aquellos
pregones. Aparte el placer de saber lo que le gustaban a Albertina
y de salir yo mismo sin dejar de permanecer acostado, veía en
ellos como el símbolo de la atmósfera de la calle, de la peligrosa vida bulliciosa
en la que yo no la dejaba circular sino bajo mi tutela, en
una prolongación exterior del secuestro, y de donde la retiraba
a la hora que quería para hacerla volver a mi lado.

Por
eso pude contestar a Albertina con la mayor sinceridad del mundo:
-Al
contrario, me gustan porque sé que te gustan a ti.
“¡Ostras
en el barco, ostras!”
-¡Ostras,
qué ganas tenía de ellas!
Por
fortuna, Albertina, mitad por inconstancia, mitad por docilidad,
olvidaba pronto lo que había deseado, y sin darme tiempo a decirle
que las tendría mejores en Prunier, quería sucesivamente todo
lo que pregonaba la pescadera: “¡Quisquillas, a las buenas quisquillas;
llevo raya viva, vivita y coleando!... ¡Bacaladillos de freír!...
¡Caballas, caballas frescas, fresquitas, qué ricas las caballas,
señoras!... ¡Mejillones, mejillones frescos, mejillones!...”.
Sin poder evitarlo, el pregón de la llegada de las caballas me
hacía estremecerme 12.
Pero
como este anuncio no se podía aplicar, me parecía, a nuestro chofer,
yo no pensaba más que en el pez que detestaba, y mi inquietud
era pasajera.
-¡Mejillones
-dijo Albertina-, cómo me gustaría comer mejillones!
-Pero,
querida, eso es bueno para Balbec, aquí no valen nada; además,
acuérdate de lo que te dijo Cottard de los mejillones.
Pero
mi observación resultaba más inoportuna porque la siguiente vendedora
ambulante pregonaba una cosa que Cottard prohibía mucho más aún:
À la romaine, à la romaine!
On ne la vend pas, on la promène.
Pero
Albertina me hacía el sacrificio de la lechuga romana con tal
que a los pocos días mandara a comprarle a la vendedora que pregona:
“¡A los buenos espárragos de Argenteuil, a los buenos espárragos!”.
Una voz misteriosa, y de la que se hubieran esperado ofertas más
extrañas, insinuaba: “¡Barriles, barriles!” Teníamos que quedarnos
en la decepción de que no se tratara más que de barriles, pues
esta palabra quedaba enteramente cubierta por el pregón: “¡Vidri,
vidri-ero, cristales rotos, el vidriero, el vidriero!”, división gregoriana que, sin embargo, me recordó la liturgia menos de
lo que me la recordaba el trapero, reproduciendo sin saberlo
una de esas bruscas interrupciones de la sonoridad en medio de
una plegaria tan frecuentes en el ritual de la
Iglesia: Praeceptis salutaribusmoniti et
divina institutione formati, audemus dicere, dijo el
sacerdote terminando bruscamente en el dicere.
Sin irreverencia, así como el pueblo piadoso de la Edad Media, en el recinto
mismo de la iglesia, representaba las farsas y los pasos, en este
dicere hace pensar el trapero cuando,
después de retornear las palabras, emite la última sílaba con
una brusquedad digna de la acentuación reglamentada por el gran
papa del siglo VII: “Se compran trapos, chatarra -todo esto salmodiado
con lentitud, así como las dos silabas siguientes, mientras que
la última acaba más bruscamente que dicere-, pieles de co-nejo”.
“Valencia,
la bella
Valencia, la fresca naranja”, hasta los modestos
puerros (“¡a los buenos puerros!”), cebollas (“¡a ocho perrillas
las cebollas!”) desfilaban para mí como un eco de las olas en
que Albertina, libre, hubiera podido perderse, y adquirían así
la dulzura de un Suave mari magno.
Voilà des carottes
A deux ronds la botte.
-¡Oh
-exclamó Albertina-, repollos, zanahorias, naranjas...! Todo son
cosas que tengo ganas de comer. Manda a Francisca a comprarlas.
Pondrá las zanahorias con salsa blanca.
¡Y
qué bueno comer todo eso junto! Será todos esos pregones que escuchamos
transformados en una buena comida. “¡A la raya viva, vivita!”.
-¡Anda,
dile a Francisca que haga más bien raya au
beurre noir!, ¡es tan bueno!
-Bien,
hijita, vete. Si no, vas a pedir todo lo que llevan los vendedores
ambulantes.
-Pues
sí, me voy, pero no quiero que comamos nunca más que cosas que
hayamos oído pregonar. Es divertidísimo. Lástima que tengamos
que esperar todavía dos meses para oír: “Judías verdes y tiernas,
judías verdes!” Qué bien lo dicen: judías
tiernas. Ya sabes que me gustan muy finas, muy finas, chorreando
vinagreta; no parecen cosa de comer, son como rocío. Como los
corazoncitos a la crema, todavía tardarán mucho: “¡Al buen queso
a la cre, queso a la cre, al buen queso!”. Y las uvas de Fontainebleau:
“Llevo uvas dulces!”. Y yo pensaba con
espanto en todo el tiempo que tendría que pasar con ella hasta
la época de las uvas.
-Oye,
te he dicho que no quiero
más que las cosas que hayamos oído pregonar, pero, claro,
hago excepciones. De modo que no sería imposible que pase por
Rebattet a encargar un helado para nosotros dos. Dirás que todavía
no es el tiempo, pero tengo unas ganas de helado...
Me
perturbó aquel proyecto de Rebattet, más cierto y sospechoso para
mí por las palabras “no sería imposible”. Era el día en que recibían
los Verdurin, y desde que Swann les dijera que Rebattet era la
mejor casa encargaban allí los helados y los pasteles.
-No
me opongo a un helado, querida Albertina, pero déjame que lo encargue
yo, no sé si será en Poiré-Blanche, en Rebattet o en el Ritz,
ya veremos.
-¿Es
que vas a salir? -me preguntó con aire de desconfianza. Siempre
decía que le gustaría mucho que saliese más, pero si yo decía
una palabra dando a entender que no me iba a quedar en casa, su
visible inquietud hacía pensar que no era quizá muy sincera su
alegría de verme salir mucho.
-Puede
que salga o puede que no, ya sabes que no hago nunca proyectos
de antemano.
En
todo caso, los helados no los pregonan en la calle, ¿por qué los
quieres?

Me
contestó con palabras que me demostraban cómo se habían desarrollado
de pronto en ella, desde Balbec, una inteligencia y un gusto latente,
palabras que ella decía debidas únicamente a mi influencia, a
la constante cohabitación conmigo, palabras que, sin embargo,
yo no habría dicho jamás, como si algún desconocido me hubiera
prohibido usar nunca en la conversación formas literarias. Acaso
el futuro no iba a ser el mismo para Albertina y para mí. Tuve
casi el presentimiento de esto al ver cómo se apresuraba a emplear,
hablando, unas imágenes tan escritas y que me parecían reservadas
para otro uso más sagrado y que yo ignoraba todavía. Me dijo (y
a pesar de todo me conmovió, pues pensaba: cierto que yo no hablaría
como ella, pero, por otra parte, ella no hablaría así sin mí,
ha recibido profundamente mi influencia, de modo que no puede
no amarme, es mi obra):
-Lo
que me gusta en esas cosas de comer pregonadas es que una cosa oída como una rapsodia cambia de naturaleza en la mesa y se dirige
a mi paladar. Y los helados (pues espero que me los encargarás
en esos moldes antiguos que tienen todas las formas de arquitectura
imaginables), cada vez que los tomo, sean templos, iglesias, obeliscos,
rocas, es como mirar una geografía pintoresca y después convertir
los monumentos de frambuesa o de vainilla en frescor en mi garganta.
A
mí me parecía aquello demasiado bien dicho, pero ella notó que
le parecía bien dicho y continuó, deteniéndose un poco, cuando
hacía una buena comparación, para soltar aquella hermosa risa
suya que tanto me dolía por ser tan voluptuosa.
-Pero
en el hotel Ritz temo que no encuentres columnas Vendôme de helado
de chocolate o de frambuesa, y entonces hacen falta varios para que parezcan columnas votivas o pilares elevados en un paseo a la
gloria del Frescor. Hacen también obeliscos de frambuesa que
se alzarán de tramo en tramo en el desierto ardiente de mi ser
y cuyo granito rosa se fundirá en el fondo de mi garganta, apagando
su sed mejor que lo hiciera un oasis -y aquí estalló la risa profunda,
bien de satisfacción de hablar tan bien, bien por burla de ella
misma por expresarse en imágenes tan seguidas, bien, ¡ay!, por voluptuosidad física de sentir en ella algo
tan bueno, tan fresco, que le causaba el equivalente de un goce-.
MP
Marcel
Proust (1871-1922) desarrolló en su obra En
busca del tiempo perdido una refinada exploración de los atributos
del tiempo en relación a la
subjetividad. Además de sus meritos literarios
y de su contribución a la vanguardia y a la definición de la modernidad,
Proust realiza en las siete novelas de la serie una valiosa reconstrucción
de la vida urbana en la
Francia de entre los siglos XIX y XX, y en especial
de París.
Sobre
la vida de la calle, ver también en café
de las ciudades:
Número
14 I La mirada del flâneur
El
placer de vagabundear I “Los extraordinarios
encuentros de la calle”. I Roberto Arlt
El
texto publicado corresponde a la edición realizada en 1998 por
Alianza
Editorial, con traducción de Consuelo Berges. El cuadro
Un domingo a la tarde en
la isla Grand Jatte,
de Georges Seurat, fue usado como base para la composición de
las tapas de dicha edición.