Ya
ni recuerdo su nombre, pero aquella madrugada en el Baro
Bar la pelirroja era en los hechos
el amor (no correspondido) de mi vida. Lo cierto es que
para terminar la discusión sacó de su cartera un recorte
de la vieja revista Crisis
y me mostró la foto. Se veía en ella un
tipo delgado, de anteojos y bigote corto cruzando el adoquinado
de alguna calle en (como supe años después) la Baixa Pombalina
de Lisboa.
La
tesis pelirroja era consistente: - Yo no digo que escriba
mal; al contrario, es un poeta del carajo,
dijo con la pretensión entonces muy extendida de transformar
la grosería en elogio, pero si mirás
esta foto con algún rigor, un tipo inteligente como vos
(no me gustó que lo dijera: no me interesaba mi presunta
inteligencia si no iba a servir, como pretendía, para despertarme
horas más tarde abrazado a la pelirroja), un tipo inteligente
como vos llega necesariamente a dos conclusiones posibles:
-
Un mequetrefe con un abrigo ridículo con el que intenta
hacerse más gordo y más visible, caminando con torpeza (mirá el desvío antinatural de su pie izquierdo, si considerás el sentido de sus pasos y la posición de la pierna
de apoyo), desviando también su mirada a la cámara que no
se anima a enfrentar, sosteniendo un sobre con su mano izquierda
pero compensando ese único gesto de decisión con un ridículo
gesto amanerado de su mano derecha; o sino…
-
Un petimetre intentando componer la figura del poeta genial
pero extraño a su contexto, cuidadosamente disfrazado de
tipejo insignificante, presuntamente ajeno a la imagen que
la foto dejará inmortalizada de su aspecto pero secretamente
obsesionado por que cada detalle, desde el moño hasta los
dedos nerviosos, hablen de su genialidad anacrónica.
-
Sí, le respondí mientras descascaraba el centésimo maní
sobre el piso de madera y encargaba la cuenta, pero cualquiera
de tus Pessoas, cualquiera de
las personas que describis,
se corresponde con la carga de un tipo vacío, inseguro de
su talento y propenso a la melancolía, para colmo en un
contexto melancólico y decadente de por sí, y para colmo
de colmos con un apellido que, precisamente, significa persona
en su lengua natal… El tipo trasciende su inseguridad y
al final de su vida ha integrado no a uno, sino a cuatro
o cinco de los mejores poetas de su tiempo y de la historia.
Me
dijo que estaba aburrida de la discusión, que yo no la escuchaba
y que ya había ella dejado muy clara su admiración por el
poeta, que ahora hablaba de la Persona Pessoa; pagué y salimos
rumbo a la esquina de Harrod´s.
Algunos
días después le llevé una carta de amor como último intento
de seducción y reconquista. - Todas las cartas de amor son
ridículas, me dijo a su vez en su último intento de interesarse
por mi Persona, pero más ridículo es no haber escrito una
carta de amor.
Ambos
sonreímos, pero yo sufría.
-
No soy nada.
Nunca
seré nada.
No
puedo querer ser nada.
Aparte
de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo; le dije
y solo ella sonrió.
CR

La
diligencia ha pasado por el camino...
(Ricardo
Reis)
La
diligencia ha pasado por el camino y se ha ido;
y el camino no se volvió más bello, ni siquiera más feo.
Así es la acción humana en el mundo.
Nada quitamos ni ponemos; pasamos y olvidamos;
y el sol siempre es puntual, todos los días.
Pues
queréis que tenga...
(Ricardo
Reis)
Pues
queréis que tenga un misticismo, bien: lo tengo.
Soy místico, más sólo con el cuerpo.
Mi alma es pura y no piensa.
Mi
misticismo es no querer saber.
Es vivir y no pensar que vivo.
No sé lo que es la naturaleza: la canto.
Vivo en lo alto de un otero,
en una casa encalada y solitaria,
y esto me define.
El
Tajo
Poema
para niños (Alberto Caeiro)
El
Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
Porque
el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
El
Tajo tiene grandes navíos
y por él navega todavía,
para quienes en todo ven lo que no está,
la memoria de los barcos.
El
Tajo baja de España
y el Tajo entra en el mar por Portugal.
Todo
el mundo lo sabe.
Pero
pocos saben cual es el río de mi aldea
y a dónde va
y de dónde viene.
Y
por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y más grande el río de mi aldea.
Por
el Tajo se va al mundo.
Más
allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nadie
ha pensado nunca en lo que hay más allá
del río de mi aldea.
El
río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien
se encuentra a su lado, solo a su lado está.
Pierrot
borracho
En las calles de la feria
de la feria desierta
sólo la luna llena
blanquea y clarea
las noches de la feria
en la noche entreabierta.
Sólo la luna alba
blanquea y clarea
la tierra calva
de abandono y alba
alegría ajena.
Ebria blanquea
como por la arena
en las calles de feria,
de la feria desierta
en la noche ya llena
de sombra entreabierta.
La luna boquea
en las calles de feria
desierta e incierta.

Al
volante del Chevrolet por la carretera
de Sintra
(Alvaro de Camps)
Al
volante del Chevrolet por la carretera
de Sintra,
a la luz de la luna y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra
a la que llegar,
que sigo, ¿y que más habrá en ir sino no pararse, pero ir?
Voy
a pasar la noche en Sintra por
no poder pasarla en Lisboa,
mas cuando llegue a Sintra me apenará no haberme
quedado en Lisboa.
Siempre
esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia,
siempre, siempre, siempre
esta desmedida angustia del espíritu por nada
en la carretera de Sintra o en la carretera
del sueño o en la carretera de la vida...
Maleable a mis movimientos subconscientes del volante
galopa por debajo de mí conmigo el automóvil prestado.
Sonrío
del símbolo al pensarlo, y al virar a la derecha.
¡Con
cuántas cosas prestadas voy yendo por el mundo!
¡Cuántas
cosas que me prestaron conduzco como mías!
¡Cuánto
me han prestado, ay de mi, soy yo mismo!
A
la izquierda la casucha -sí, casucha- al borde del camino.
A
la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.
El
automóvil, que hasta hace poco parecía darme libertad,
es ahora algo en donde estoy encerrado,
que sólo puedo conducir si en él estoy encerrado,
que sólo domino si me incluyo en él y él me incluye a mí.
A
la izquierda, ya atrás, la casucha modesta, menos que modesta.
Allí
la vida debe ser feliz, sólo porque no es mía.
Si
alguien me vio por la ventana soñará: ese sí que es feliz.
Para
el niño que atisbaba detrás de los cristales de la ventana
de arriba
tal vez yo haya quedado (con el automóvil prestado) como un sueño, como
un hada real.
Para
la muchacha que al oír el motor miró por la ventana de la
cocina,
desde el piso de abajo,
tal vez yo fuese algo así como el príncipe que hay en todo corazón de
muchacha,
y de reojo pegada al cristal me siguiese hasta la curva en que me perdí.
¿Dejo
los sueños a mi espalda, o será el automóvil el que los
deja?
¿Yo,
conductor del automóvil prestado, o el automóvil prestado
que conduzco?
En
la carretera de Sintra a la luz
de la luna, en la tristeza ante los campos y la noche,
guiando desconsoladamente el Chevrolet prestado
me pierdo en la carretera futura, me sumo en la distancia que alcanzo,
y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible,
acelero...
Pero
mi corazón quedó en el montón de piedras del que me desvié
al verlo sin verlo,
junto a la puerta de la casucha,
mi corazón vacío,
mi corazón insatisfecho,
mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida.
En
la carretera de Sintra al filo
de la medianoche, a la luz de la luna, al volante,
en la carretera de Sintra, qué cansancio de
la propia imaginación,
en la carretera de Sintra, cada vez más cerca
de Sintra,
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca
de mí...
Libro
del Desasosiego
(Bernardo
Soares)
…(46)
Cuando
otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua
novedad de la sensación libre.
Bajando
hoy por la Calle Nueva de Almada, me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba
delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera,
la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte
ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo,
y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas
cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.
Sentí
de repente por aquel hombre algo parecido a la
ternura. Sentí en él la ternura que se
siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano
del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde
y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente
se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar,
por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.
Volví
los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi
estos pensamientos.
La
sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante
alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo.
Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se
da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado
egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme.
Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco
diferencia que se sienta.
Ahora
duerme la espalda de este hombre. Todo él, que camina
delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme. Va inconsciente.
Vive inconsciente. Duerme, porque todos dormimos. Toda vida
es un sueño. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere,
nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños
del Destino. Por eso siento, si pienso con esta sensación,
una ternura informe e inmensa por toda la humanidad infantil,
por toda vida social durmiente, por todos, por todo.
Es
un humanitarismo directo, sin conclusiones ni propósitos,
el que me asalta en este momento. Sufro una ternura como
si un dios viese. Los veo a todos a través de una compasión
de único consciente, los pobres diablos de hombres, el pobre
diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?
Todos
lo movimientos e intenciones de la vida, desde la sencilla
vida de los pulmones hasta la construcción de ciudades y
el trazado de fronteras de los imperios, los considero una
somnolencia, cosas como sueños o reposos, sucedidas involuntariamente
entre una realidad y otra realidad, entre un día y otro
día de lo Absoluto. Y, como alguien abstractamente maternal,
me inclino de noche sobre los hijos malos igual que sobre
los buenos, comunes en el sueño en que son míos. Me enternezco
con una largueza de cosa infinita.
Desvío
los ojos de la espalda de mi adelantado, y pasándolos a
todos los demás, cuantos van andando por esta calle, a todos
los abarco nítidamente en la misma ternura absurda y fría
que me ha llegado de los hombros del inconsciente al que
sigo. Todo esto es lo mismo que él; todas estas chicas que
hablan camino del taller, estos empleados jóvenes que ríen
camino de la oficina, estas criadas con senos que regresan
de las compras pesadas, estos mozos de los primeros transportes:
todo esto es una misma inconsciencia diversificada por caras
y cuerpos que se distinguen, como marionetas movidas por
las cuerdas que van a dar a los mismos dedos de la mano
de quien es invisible. Pasan por todas las actitudes con
que se define la conciencia, y no tienen conciencia de nada,
porque no tienen conciencia de tener conciencia. Unos inteligentes,
otros estúpidos, son todos igualmente estúpidos. Unos viejos,
otros jóvenes, son de la misma edad. Unos hombres, otros mujeres, son del mismo sexo que no existe.
(47)
Hay
días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas
con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen
aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una
escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de
mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras
de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con
los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son
decires para los que me falta
el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan,
expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni
es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho,
y no muestran, dejan transparecer.
Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo
lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie
de las cosas, admiten del interior que velan y revelan.
Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen
en colores.
Pasando
a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas,
y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del
muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel...
Llevo,
sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que
es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría
de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia
de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento
entre gente real; la condenación de ser vecino igual, ante
el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración
mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén
del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia
en el zaguán que es mi vida.
…(51)
Desde
que las últimas lluvias han pasado hacia el sur, y sólo
ha quedado el viento que las barrió, ha regresado a las
aglomeraciones de la ciudad la alegría del sol seguro y
ha aparecido mucha ropa blanca colgada saltando en las cuerdas
estiradas por los palos en las ventanas altas de las casas
de todos los colores.
También
me he puesto yo contento, porque existo. He salido de casa
con un gran objetivo, que era, al final, llegar a tiempo
a la
oficina. Pero, este día, la propia compulsión
de la vida participaba de aquella otra buena compulsión
que hace que el sol venga a las horas del almanaque, conforme
a la latitud y a la longitud de los lugares de la tierra. Me he sentido
feliz porque no podía sentirme desgraciado. He bajado la
calle reposadamente, lleno de seguridad, porque, en fin,
la oficina conocida, la gente conocida que hay en ella,
eran seguridades. No es de admirar que me sintiese libre,
sin saber de qué. En los cestos puestos en los bordes de
las aceras de la Calle de la Plata los plátanos en venta,
bajo el sol, eran de un amarillo grande.
Me
contento, después de todo, con muy poco: el que haya cesado
la lluvia, el que haya un sol bueno en este Sur feliz, plátanos
más amarillos porque tienen manchas negras, la gente que
los vende porque habla, las aceras de la
Calle de la
Plata, el Tajo al fondo, azul verdoso tirando
a oro, todo este rincón doméstico del sistema del Universo.
Llegará
el día en que ya no vea esto, en que sobrevivirán los plátanos
del borde de la acera, y las voces de las vendedoras sagaces,
y los periódicos del día que el pequeño ha desplegado de
un lado a otro de la esquina en la otra acera de la calle. Bien sé que los
plátanos serán otros y que las vendedoras serán otras, y
que los periódicos tendrán, para quien se incline a verlos,
una fecha que no es la de hoy. Pero ellos, porque no viven,
duran aunque sean otros; yo, porque vivo, paso aunque sea
el mismo.
Este
momento podría solemnizarlo comprando plátanos, pues me
parece que en éstos se ha proyectado todo el sol del día
como una linterna sin máquina. Pero me da vergüenza de los
rituales, de los símbolos, de comprar cosas en la calle. Podrían no envolver bien los plátanos, no
vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos
como deben ser comprados. Podrían extrañar mi voz al preguntar
el precio. Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque
vivir no fuese más que comprar plátanos al sol, mientras
hay sol y hay plátanos en venta.
Más
tarde, quizás... Sí, más tarde... Otro, quizás... No sé...
(52)
Cuando
duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos,
todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo
de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque
atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza
astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes
con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por
la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.
Pero,
cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el
curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar
a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien,
ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo
por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de
nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga
conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros
de hortaliza.
Y
entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes
funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja y la realidad de las vidas
que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo
blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento
de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una
brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado
hacia delante en una marcha casi imposible.
Cada
cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir.
Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora,
me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora,
voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y,
por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.
…(60)
Entré
en la barbería de la manera acostumbrada, con el placer
de serme fácil entrar sin embarazo en las casas conocidas.
Mi sensibilidad de lo nuevo es angustiosa: tengo calma sólo
donde ya he estado.
Cuando
me senté en la butaca, pregunté, por un acaso que recuerda,
al muchacho barbero que me estaba poniendo al cuello un
paño frío y limpio, qué tal le iba al compañero de la butaca
de la derecha, más viejo y con ingenio, que estaba enfermo.
Le pregunté sin que me apremiase la necesidad de preguntar:
se me ocurrió la oportunidad por el local y el recuerdo.
«Se murió ayer», respondió sin entonación la voz que estaba
detrás del paño y de mí, y cuyos dedos se levantaban de
la última inserción en la nuca, entre mí y el cuello de
la camisa. Toda mi buena disposición irracional se
murió de repente, como el barbero eternamente ausente de
la butaca de al lado. Hizo frío en todo cuanto pienso. No
dije nada.
¡Añoranzas!
Las tengo hasta de lo que no ha sido nunca mío, debido a
una angustia de fuga del tiempo y una enfermedad del misterio
de la
vida. Caras que veía habitualmente en mis
calles habituales, si dejo de verlas, me entristezco; y
no han sido nada mío, a no ser el símbolo de toda la vida.
¿El
viejo sin interés de las polainas sucias, que se cruzaba
frecuentemente conmigo a las nueve y media de la mañana?
¿El vendedor de lotería cojo que me molestaba inútilmente?
¿El vejete redondo y colorado del puro a la puerta de la
tabaquería? ¿El dueño pálido de la tabaquería? ¿Qué se ha
hecho de todos ellos, que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida? Mañana también
desapareceré yo de la
Calle de la
Plata, de la
Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana,
también yo —el alma que siente y piensa, el universo que
soy para mí— sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar
por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un
«¿qué será de él?» Y todo cuanto
hago, todo cuanto siento, todo
cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianeidad
de las calles de una ciudad cualquiera.
…(62)
Amo,
en las tardes demoradas del verano, el sosiego de la parte
baja de la ciudad, y sobre todo ese sosiego que el contraste
acentúa allí donde el día se sumerge en un bullicio mayor.
La Calle del Arsenal, la Calle de la Aduana, la prolongación de
las calles tristes que se arrastran hacia el este a partir
de donde termina la Aduana, toda la línea apartada
de los muelles tranquilos —todo esto me consuela tristemente,
si me introduzco, esas tardes, en la soledad de su conjunto.
Vivo una época anterior a aquella en que vivo; disfruto
de sentirme coetáneo de Cesário
Verde y tengo en mí, no otros versos como los suyos, sino
la sustancia igual a la de los versos que fueron suyos.
Arrastro
por allí, hasta que llega la noche, una sensación de vida
parecida a la de esas calles. De día, están llenas del bullicio
que no quiere decir nada; de noche, están llenas de una
falta de bullicio que no quiere decir nada. Yo, de día soy
nulo, y de noche soy yo. No existe diferencia entre mí y
las calles del lado de la Aduana, salvo que ellas son
calles y yo soy alma, lo que puede ser que no valga nada
ante lo que es la esencia de las cosas. Hay un destino igual
porque es abstracto, para los hombres y para las cosas —una
designación igualmente indiferente en el álgebra del misterio.
Pero
hay algo más... En estas horas lentas y vacías, me sube
del alma a la mente una tristeza de todo el ser, la amargura
de ser al mismo tiempo una sensación mía y una cosa exterior,
que no está en mi poder alterar. ¡Ah, cuántas veces
mis propios sueños se me imponen como cosas, no para substituirme
a la realidad, sino para confesárseme sus pares en no quererlos
yo, en surgirme por fuera como el tranvía que da la vuelta
en la curva del extremo de la calle, o la voz del pregonero
nocturno, de no sé qué cosa, que se destaca, tonada árabe,
como un borbotón súbito, de la monotonía del atardecer.
Pasan
matrimonios futuros, pasan las parejas de modistillas, pasan
jóvenes con urgencia de placer, fuman en el paseo de siempre
los jubilados de todo, en una u otra puerta se resguardan
los vagos parados que son dueños de las tiendas. Lentos,
fuertes y débiles los reclutas sonambulizan en grupos ora muy ruidosos,
ora más que ruidosos. Gente normal surge de vez en cuando.
Allí los automóviles no son muy frecuentes a estas horas
[...] En mi corazón hay una paz de angustia, y mi sosiego
está hecho de resignación.
Pasa
todo esto y nada de todo esto me dice nada, todo es ajeno
a mi sentir, [...] cuando el acaso tira piedras, ecos de
voces desconocidas —ensalada colectiva de la vida.
El
cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en
las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el
antecansancio de tener que tenerlas para perderlas, la amargura
de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas
tenido sabiendo que tendrían tal fin.
La
conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo
impuesto a la inteligencia. Hay
inteligencias inconscientes brillos del espíritu, cadenas
del entendimiento, voces [...] y filosofías que tienen el
mismo entendimiento que los reflejos corporales, que la
administración que el hígado y los riñones hacen de sus
secreciones.

Si
a tu puerta llamase alguien un día
Si a tu puerta llamase alguien
un día
Diciendo que es un mensajero mío
Ni aun siendo yo te creas que lo envío;
Que
a la puerta llamar no sufriría
Mas
si, naturalmente, y sin oír
llamar a nadie, vas la puerta a abrir
Y ves a alguien, dirías que a la espera
De osar llamar, medita un poco. Ese era
Mi
emisario y yo mismo y lo que acierta
Mi orgullo a soportar, que desespera.
¡Abre, pues, a quién no llama a tu puerta!
FP
Fernando
Pessoa (1888-1935) nació en Lisboa en 1888, pasó parte de
su infancia y adolescencia en Sudáfrica, donde su padre
era cónsul y donde adquirió un gran dominio del inglés que
luego aplicó en su trabajo de traductor (trabajó también
como asesor contable). Aunque empieza a escribir poesía
en 1914 y dirige o colabora en diversas revistas culturales,
recién en 1934 se publica un libro de su autoría, Mensagem.
Un año más tarde muere en Lisboa. Con el mueren también
sus “heterónimos”, autores de los cuales Pessoa se define
como médium: el
oficinista Bernardo Soares, el estoico Ricardo Reis,
el naturalista Alberto Caeiro,
el modernista Alvaro de Camps…
Sobre
Lisboa, la ciudad que inventó a Pessoa y por el fue reinventada,
ver también en café
de las ciudades:
Número
2 I Lugares
Sabanas
y ropas íntimas al viento (una forma de lo público)
I Mariona Tomàs y Josep Alías "ven pasar
navíos" en Lisboa, y disfrutan la dulce melancolía
de la ciudad. I Mariona
Tomàs y Josep
Alías
Número
6 I Flanneur
Lisboa:
los afectos esenciales I Una
ciudad y una receta, por Rolo Chiodini I Rolo Chiodini
Otros
poetas:
Número
37 I La mirada del flâneur
El
spleen de París I Esa santa prostitución
del alma. I Charles Baudelaire
Número
22 I La mirada del
flanneur
La
ciudad de la poesía maldita I Imágenes
para Rimbaud. I Marcelo Corti
I Ver
PDFI
Número
21 I La mirada del flanneur
“Esa
región de donde proceden mis sueños” I
Barbarie y belleza de la ciudad moderna, en cinco poemas
de las "Iluminaciones". I Arthur Rimbaud
Número
16 I Cultura Nuestros antepasados (II)
El
cuarteto de Alejandría I La ciudad, y su Poeta.
I Marcelo Corti
IMPRIMIR
NOTA