A Horacio y Maria Marta

La
aldea de Casabindo está resguardada
por montañas en un rincón lejano del altiplano que se conoce
como la Puna jujeña. A Casabindo le faltan muchas cosas, pero no le ha faltado un
gran escritor que se ocupara de su “fundación mítica”. Héctor
Tizón, que es de quien hablamos, dice de ella que “la
tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna
otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo
ruge su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta
tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos
dioses. Ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente
no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro como dos hojas
de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre”. Fuego en Casabindo es la gran novela argentina del norte andino,
esa región donde el paisaje superpone hábilmente múltiples capas
de historia y naturaleza.

Mapa
dibujado por Héctor Tizón, incluido en Fuego en
Casabindo.
Fuente: edición de Bibioteca Argentina La Nación,
Grupo Editorial Planeta SAIC, 2001

Todos
los 15 de agosto la aldea festeja su fiesta patronal, la de
la
Asunción de la Virgen. Para la ocasión se desarrolla en la plaza
principal del pueblo, frente a la capilla blanca, la Fiesta de la Vincha,
una particular corrida
de toros sin derramamiento de sangre. Los improvisados toreros,
muchachos del lugar o visitantes algo bebidos pero dispuestos
a demostrar su coraje, se enfrentan a los toros con la sola
misión de arrebatarles de la frente una vincha roja colocada entre sus cuernos.
Desde
la capital provincial hay dos maneras de llegar a Casabindo:
por el camino de la Quebrada hasta Abra Pampa
y desde allí hacia el suroeste por la ruta provincial 11, o
por el camino al paso de Jama y la ruta 75, tras las Salinas
Grandes. Ese es el camino que eligió nuestro grupo. A lo largo
de la ruta se suceden los ranchitos aislados y unos pocos caseríos,
cada uno de ellos trazado
en la manera que requiere para cada caso el paisaje y acompañado
de al menos un olmo.



La
iglesia blanca domina el paisaje de Casabindo en el sentido de su eje; frente a ella una plaza
cercada por una pirca, al costado unos corrales también cercados.
Las pircas, los pocos árboles, el campanario, las edificaciones
y una elevación pedregosa hacia el este se transforman en la
Fiesta en un
vasto dispositivo de mirar; para el ojo voyeur
del observador del territorio las aglomeraciones de espectadores
son en si mismo un espectáculo. Al este, el caos visual de los
ómnibus, los autos y los puestos de venta queda domado por la
fuerza panorámica del paisaje natural y construido.
Encuentro
a un amigo y una amiga que se han citado aquí por primera vez;
me enternece su pudor de ser descubiertos en un lugar donde
ni siquiera hay señal de telefonía móvil y acepto sin cuestionar
su relato. Los visitantes somos gentes
con diversidad de orígenes e intereses: lugareños, sus hermanos
de la región (una región que incluye Puna, Quebrada y la vecina
Bolivia), viajeros del Sur y del Norte, y diversas tribus de
intelectuales y sensibles (profesionales de disciplinas cuyo
nombre termina en “logos”, arquitectos,
historiadores, músicos, artistas varios).




Vista
una corrida, vista todas: los toros parecen desconcertarse ante
la multiplicidad de estímulos
de la plaza (lejos de la focalidad
y concentración de una plaza de toros española). La mayoría
da una vuelta alrededor de la construcción central de la plaza
y busca volver a los corrales por la misma puerta por la que
entró; al encontrarla cerrada y ante los reproches de los mozos
por su escasa predisposición a la pelea, vuelven al ruedo y
terminan entreverados con el torero que finalmente les saca
la vincha. Por algún motivo, la misma
ingenuidad de la corrida es lo que le da su atractivo (sin contar
el dramatismo que le presta el locutor desde los altavoces,
entre recomendaciones civiles y saludos de los visitantes).



En
la iglesia, los altares y retablos hacen las delicias de improvisados
teóricos de arte, mientras los lugareños prenden velas u homenajean
a la Virgen
pasando en fila por debajo de su imagen; cholas y hippones aguardan en sus puestos
a los últimos compradores y los chicos de la aldea juegan entre
el gentío en retirada. Ya es difícil encontrar un último costillar
de cabrito en las parrillas, pero queda algo de choclo de granos
enormes y algún tamal. “Viajar es bueno, hace trabajar la imaginación”,
recuerda alguien que dijo Celine; otros discuten si la supervivencia del toro es una decisión filosófica o mera preservación de
la hacienda en un territorio donde nada abunda.
La Fiesta de la Vincha
es todo lo “auténtica” que puede ser una fiesta en el mundo
de hoy. No hay aquí la “estrategia del gran acontecimiento para
poner a un lugar en el mapa turístico del mundo”, no hay marketing
urbano ni creación de una marca territorio. Se agradece. Queda uno
pensando si la pobreza es condición necesaria para encontrar
un episodio de realidad en la Sociedad del Espectáculo.
MC
Sobre
Jujuy y las festividades andinas, ver también la nota El
Tantanakuy en Florencio Varela en este número de
café
de las ciudades, y en números anteriores:
Número
40 I La mirada del
flâneur
La
Juventud Alegre I Inicio de un viaje.
I Carmelo Ricot
Número
40 I Lugares
Quebrada
de Humahuaca, del patrimonio a la
innovación I Los desafíos culturales,
sociales y ambientales en el norte andino argentino. I Marcelo
Corti
Sobre
la Sociedad del Espectáculo,
ver también en café
de las ciudades:
Número
7 | Cultura Nuestros antepasados (I)
Situacionistas:
la deriva y el placer | El urbanismo contra la sociedad del espectáculo.
| Marcelo Corti