> Año 9   /   Número 91   /   Mayo 2010     

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La mirada del flâneur -R(p)

El horror… el horror…

Un tianguis universal: la sustancia urbana de Méjico pareciera ser el mercado I Por Sergio Zicovich Wilson

 

Por ejemplo, la música ciudadana en Méjico DF. Mientras en la pesadilla que me ocasionó la pinche enchilada chilanga el ciego fumaba y fumaba, en el centro del DF el asma del otoño sacude el son de un organito, que no es, por cierto, el último. En Méjico todavía hay organitos, abundan, aunque los organilleros tienen una extraña pinta de canas, disfrazados con gorra y uniforme color caqui parecido al de la Prefectura Naval Argentina. A veces andan solos. En ese caso, con la diestra le dan a la manija y con la zurda garronean, el codo apoyado en la caja, la palma implorante. Pero a menudo trabajan en yunta con una mujer -también disfrazada de Prefectura- que, a unos metros de distancia, se encarga del mangazo. Liberado así, como el manosanta de Olmedo, del prosaico trato con el metal, el tipo puede concentrarse con ojitos soñadores en su abstrusa ars musicalis. Algunos, incluso, forman equipo con dos minas apostadas en sendas veredas (¿existirá en Méjico una secta de organilleros mormones?). Eso sí, no te aflojan nada a cambio del mangazo, no se juegan con tarjeta de la suerte, ni con loro, ni con monito; solo te psicopatean el paradojal rincón conservador del corazón progre (no sé si habrá rincón progre en el corazón conservador): “Una contribución para que el organito no desaparezca”.

 

Pero el son asmático y un tanto desafinado del organito es apenas una voz más de la sinfonía urbana. El perfil comercial en el centro no es, en general, demasiado elegante. Más bien onda Once o Pompeya. Y aquí también es usual que un local de, digamos, cien metros cuadrados se comparta entre diez o quince comerciantes, cada uno con su kiosquito. Un shopping. Un shopping berreta. Bah, de otro tipo de berretada que no es la del universo Barbie y el desodorante olor coco como de telo. Y sin musiquita suave de fondo: cada kiosco pone su propia música bramada por parlantes lo bastante grandes como para ser, a la vez, el soporte de los tablones/mostrador que constituyen el cien por ciento de la “instalación comercial”. Pasando por la calle, el local exhala un huracán de reggaetón, cumbia y pop local con toque charro, el volumen desconcierta los oídos y todo se mezcla -incluido el organito de la calle- en un único pantano sonoro dodecafónico-atonal-concreto. ¿Noise? ¿Ambient experimental? ¡Ja, estos tipos le dan cátedra a Cale, Eno y todo ese tilingaje neoyorquino!

Y el horror… el horror…

Por ejemplo, los nueve retablos de Santa Prisca en Taxco, prontuariados como churriguerescos americanos. Son extraordinarios y tediosos, espantosamente bellos, morbosamente fascinantes. Uno no puede menos que maravillarse de la hechura. “¿Toda mano de obra indígena?”, le pregunté al guía que se me había pegado como un mejillón y terminó cayéndome simpático. “Por supuesto, todos mejicanos”, me contestó el tipo -lo único medio blanquito que tenía eran los dientes- con una expresión ambigua que podría ser tanto de disimulado fastidio como de indisimulada candidez. ¡También, con semejante pregunta pelotuda de petimetre porteño!

Encabezan el elenco, en el retablo principal, la Purísima Concepción junto a Prisca y Sebastián, que son los santos patronos de la ciudad. En el transepto, las vírgenes del Rosario y la Guadalupe consolidan el reparto. Los evangelistas hacen un considerable cameo y la escenografía es un abigarrado conjunto de representaciones simbólicas: conchas -bautismo de Jesús-, laurel -triunfo de la fe-, uvas -sangre de Cristo. Como es habitual, el mestizaje figurativo va de los motivos clásicos grecolatinos a los angelitos indios.

Pero para discernir toda esta hagiografía no queda otra que acercarse y enfocar -sea movido por una curiosidad como entomológica, sea por el azar o por alguna razón inconsciente- abstrayéndose de la arquitectura de la que, paradójicamente, los retablos forman parte. Porque, si miramos el conjunto, lo que vemos es ruido: la complejidad morfológica y la luminosidad confunden la mirada, los reflejos compiten con las formas y todo se mezcla en una única espuma solidificada de dorada geometría fractal.

Y el horror… el horror…

Por ejemplo, una calle en plena zona comercial de Cuernavaca. Bueno, zona comercial… no sé si en Méjico hay, en rigor, zonas comerciales o si el país entero es una única zona comercial, un tianguis universal. En todas partes hay alguien vendiendo algo. La sustancia urbana de Méjico pareciera ser el mercado, una sustancia de densidad variable que se banca aceptablemente la presencia de iglesias y casas en suspensión coloidal y un cierto grado -también variable, aunque tendiendo a escaso- de circulación en los intersticios entre partículas. El grumo comercial de Cuernavaca -el Mercado López Mateos y sus alrededores- se asienta sobre un laberinto en el que se entrecruza el espacio público (las calles) con galerías, escaleras y pasajes privados (y -me gusta imaginar- pasadizos secretos sórdidos y delictivos) que atraviesan las manzanas, además de algún puente como Plaza (que significa mercado) Santos Degollado (¡qué nombre, mamita!) que las interconecta.

La calle Arteaga es de las de alta densidad. Peatonal de pendiente creciente, culmina en una escalinata/plazoleta que se banca una pequeña capilla coloidal. Algunos portones dejan entrever oscuros pasajes y galerías de rumbo incierto, que bien podrían internarse hasta las honduras del Hades. Los restantes corresponden a negocios cuya mercadería se exhibe colgada sobre los frentes, a veces hasta varios metros de altura -formando telones abigarrados que recuerdan los retablos de Santa Prisca- mientras sacan a la calle percheros y mostradores que se embrollan con los puestos propiamente callejeros. Lonas, lienzos y polietilenos -colgados de dónde venga- techan promiscuamente instalaciones propias y ajenas. Por encima, los tendidos aéreos de cables se entreveran urdiendo otra techumbre, como de macramé.

Al ser -como en el DF- muchos de los locales compartidos, hay carteles y marquesinas colectivas que también me recuerdan las hagiografías de Santa Prisca: grandes superficies en las que conviven revueltos nombres, marcas, logos, slogans, ilustraciones fantasiosas y fotos: fotos de pulposas pelirrojas exhibiendo lencería y fotos de rozagantes bebés vikingos (aunque, pensándolo bien, estas fotos son, más bien, un poco lo contrario de los angelitos indios).

Finalmente (es un decir, aquí no hay nada finito), algunas indias venden tacos cuyo proceso de producción completo parece llevarse a cabo in situ excepto -creo, pienso, quiero creer- el sacrificio de los animales. Hablan entre ellas en nahuatl sentadas sobre banquitos y rodeadas, como bateristas de rock sinfónico, de un montón de tachos con pollos desplumados, verduras y choclos, tablas para picar, planchas calientes y humo.

Y el horror… el horror…

El horror, sí. Pero no precisamente el que invoca el agónico Kurtz en El Corazón de las Tinieblas -o en la variante Apocalypse Now, con Brando peladito- sino el horror al vacío (en Méjico parecen escasear las ausencias: ni vacío, ni silencio), el famoso horror vacui, supuesto gran motor del espíritu barroco.

Barroco es término de origen portugués que se corresponde con el castellano barrueco o berrueco y que se solía aplicar a las perlas irregulares, las que no alcanzaban la perfección platónica de la esfera. Por extensión, refiere a lo impuro, confuso o extravagante. Más allá de su uso para denominar un momento preciso de la historia del arte occidental, barroco es, en general, una actitud en la que la abundancia y la superposición de significados y elementos expresivos se impone por sobre la síntesis y la coherencia, trasgrediendo cánones, forzando límites y saliéndose de todos los marcos, incluso -y fundamentalmente- los del “buen gusto”.

Un amigo -ilustrado y sofisticadísimo músico- contaba que en su banda tenía un bajista muy bueno, un intuitivo extraordinario aunque carente de educación formal. Ante cualquier situación musical que se le planteaba, el tipo solo reconocía dos opciones: jazz u ópera. “Gordo (le decían Gordo por la sencilla razón de que era gordo) en el tercer compás ligá el tresillo” -pónganle que le indicaba mi amigo (qué sé yo de qué hablan los músicos entre ellos). “¿Lo querés más jazz o más ópera?” - preguntaba el Gordo. “Ahí disminuí la quinta, Gordo” -podían decirle. “Ah, entonces la hago más jazz” -respondería. Y, así, todo.

Con idéntico ánimo de brutal simplificación, uno podría sostener que, en el fondo, toda la cultura humana se orienta según dos únicos principios opuestos: minimalismo y barroco.

Y Méjico -¡xocolatl por la noticia!- es impúdicamente barroco.

            SZW

Serxioc Zicovitl, Cuernavaca (ex Cuauhnahuac), diciembre de 2009

 

Zicovich Wilson es arquitecto, dedicado a proyecto y dirección de obras, escritor y guionista cinematográfico. Es Profesor de Historia de la Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires. Se ha desempeñado como funcionario del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en áreas vinculadas a la Arquitectura y el Planeamiento Urbano. Ha publicado numerosos artículos en medios gráficos y digitales especializados de su profesión.

El texto pertenece a su serie de R(p)’s, cuatro de ellas publicadas originalmente en Arquitectura en Línea, de Guillermo García Fahler, y una en Summa+ nº 62 (“Hogar dulce hogar”). “Para los que no leyeron anteriores R(p)'s oportunamente o, habiéndolas leído, inexplicablemente quieran releerlas, algunas de ellas están disponibles en los siguientes sitios”:

Reflexiones (p) desde Italia

R (p) I # 1
Carnaval en Viareggio (Fechada: Lucca, febrero de 2003); Semanario en línea.

R (p) I # 2
El condottiero, la ciudad y los perros (Fechada: Lucca, marzo de 2003); Semanario en línea.

R (p) I # 3
Blitzkrieg, double cheese’n chips (Fechada: Lucca, marzo de 2003); Semanario en línea.

R (p) I # 4
Milagros esperados (otra de error) (Fechada: Lucca, abril de 2003); Semanario en línea.

R (p) I # 5
Necrolandia (Fechada: Lucca, mayo de 2003);
café de las ciudades nº 90 (abril 2010)

Reflexiones (p) desde Méjico

R (p) M # 1
Pinche enchilada chilanga (Fechada: Méjico DF, diciembre de 2009);
café de las ciudades nº 88 (febrero 2010)

 

De Zicovich Wilson, ver también en café de las ciudades su respuesta al cuestionario de Marcelo Castillo en el número 86, Fútbol y Ciudades, A 30 años del ultimo partido de San Lorenzo en el Gasómetro.

 

Sobre el ruido del comercio callejero, ver también en café de las ciudades:

Número 71 | La mirada del flâneur
Los pregones de la calle | Un fragmento del París proustiano | Marcel Proust

 

Y sobre Méjico, ver también entre otras notas:

Número 36 | Cultura de las ciudades
Espectros de la ciudad de México | El urbanismo como mitología. | Juan Villoro

Número 47 | La mirada del flâneur
Imaginando Tepito | Una crónica de México DF. | Iván Peñoñori

Número 47 | Cultura de las Ciudades
En el hoyo | Los trabajos y los días en el Segundo Piso del Periférico mexicano. | Marcelo Corti

 

Glosario de argentinismos:

Bancar, bancarse: aguantar, hacer frente, soportar

Berreta: ordinario, de baja calidad

Cana: policía

Garronear: pedir un préstamo o ayuda; usufructuar o aprovechar recursos ajenos

Mangazo: pedido de un préstamo, ayuda o limosna

Manosanta, de Olmedo: Personaje televisivo interpretado en la década del 80 por el popular actor cómico Alberto Olmedo

Mina: mujer

Onda Once o Pompeya: el término onda seguido de un nombre propio o sustantivo funciona como un adverbio comparativo; en este caso alude a sendos barrios caracterizados por centros comerciales populosos, abigarrados y en general destinados a la oferta masiva de determinados productos de consumo popular

Pelotudo/a: boludo, tonto, idiota, gilipollas, comemierda, mamón, pendejo

Pinta: aspecto, apariencia

Psicopatear: Hostigar, abusar psicológicamente, pretender convencer a alguien de una supuesta culpa, debilidad o trastorno.

Telo: hotel por horas, “hotel del amor”

último organito, El: tango de Acho y Homero Manzi