Dos
fragmentos del escritor argentino Juan José Saer (1937-2005)
en la presentación de este café
de las ciudades. En ambos, la exquisita captación
de la ciudad, del espacio y del tiempo que caracterizan su obra.
MC
(el que atiende)
"Hasta
donde su vista pudiera alcanzar, es decir, todo el horizonte visible,
la superficie que lo rodeaba, en la que ya no era posible distinguir
el agua de las orillas, parecía haberse pulverizado, y la
infinitud de partículas que se sacudían antes sus
ojos no poseían entre ellos la menos cohesión. Hubiese
podido comparar lo que veía a un vestido cubierto de lentejuelas,
si no le hubiese parecido recordar que las lentejuelas aparecen
cosidas y como encimadas unas a otras casi con la misma disposición
que las escamas en el cuerpo de un pescado. Esos puntos luminosos,
por el contrario, no formaban ningún cuerpo, sino que eran
una infinitud de cuerpos minúsculos, como un cielo estrellado,
con la diferencia de que el vacío negro entre los puntos
luminosos era una rayita delgadísima, apenas visible, o más
bien una finísima circunferencia negra, porque la profusión
de puntos luminosos que lo rodeaban transformaban el espacio negro
que los envolvía en una circunferencia. De ese espacio precario
emergía, tiesa e inmóvil, la cabeza del bañero,
que flotaba rígida y en plano inclinado y que aparecía
rodeada de esos puntos luminosos, algunos de los cuales titilaban
incluso entre sus cabellos o sobre su barba de tres días.
El bañero, que había pasado casi literalmente su vida
en el agua, no había visto nunca nada semejante. Y, de golpe,
en ese amanecer de octubre, su universo conocido perdía cohesión,
pulverizándose, transformándose en un torbellino de
corpúsculos sin forma, y tal vez sin fondo, donde ya no era
tan fácil buscar un punto en el cual hacer pie, como no podía
hacerlo cuando estaba en el agua. Sentía menos terror que
extrañeza -y sobre todo repulsión, de modo que trataba
de mantenerse lo más rígido posible, para evitar todo
contacto con esa sustancia última y sin significado en la
que el mundo se había convertido". (Nadie, nada,
nunca; Siglo Veintiuno Editores, 1980)
"La única
armonía urbanística de Buenos Aires es que, como la
mayoría de las ciudades americanas, está construida
en damero, y que por lo tanto sus calles rectas, que se cortan cada
100 metros, aunque cambien de nombre en la intersección de
alguna avenida, se extienden sin ningún accidente desde donde
uno está parado hasta que las borronea el horizonte; el resto
de elementos urbanos es variedad, capricho, por no decir caos. De
ahí que, en lo que se refiere a la arquitectura, es lo sorpresivo,
lo inesperado lo que atrae la mirada. La uniformidad gris de París,
por ejemplo, depara al observador conjuntos equilibrados por una
voluntad estilística, dada por las diferentes épocas
que coexisten; y ciertas incongruencias recientes (aparte de los
barrios marginales que resultaron de la especulación inmobiliaria
de los años ´60 y ´70) son voluntarias: la Tour
Eiffel, el Plateau Beauborg, la pirámide del Louvre, son
el resultado de un cálculo de ruptura que guarda, sin embargo,
con el conjunto al que se oponen, cierta afinidad formal o conceptual;
de ese modo, la pirámide del Louvre evoca el obelisco de
la plaza de la Concorde y la colección egipcia del museo,
y el Plateau Beauborg, a pesar de la iconoclastia de sus materiales
y de los colores vivos de la superficie exterior que contrastan
con el gris generalizado, se pliega con mansedumbre a las normas
existentes en materia de proporciones. En Buenos Aires, la incongruencia
es la norma. En cada cuadra, coexisten construcciones heterogéneas
levantadas, o mantenidas, por los medios económicos, la destreza
manual, la estética, y hasta el capricho de sus propietarios.
Un edificio de veinte pisos se yergue, inverosímilmente estable,
junto a una casa modesta, con un jardincito delante, que viene pidiendo
una mano de pintura desde 1940, y que comparte su medianera con
una casa de dos o tres plantas, construida a principios de siglo,
a juzgar por las hornacinas, los angelotes y las molduras que se
acumulan en su fachada. Aun en pleno centro, si bien con menos frecuencia,
esa anarquía arquitectónica, sigue siendo la norma.
La rectitud de las calles es el único rigor que contiene,
como un molde cuadrado una materia informe, esa variedad vertiginosa.
Y si el conjunto, por emitir un juicio benévolo, carece de
interés, el detalle sorprende, encanta y hasta maravilla
a cada paso.
A causa de esa característica, el viajero, sentado en el
asiento trasero del coche o junto a la ventanilla del colectivo,
admirando el paisaje, no se abandona, distendido, a la contemplación
apacible de un paisaje urbano que va deslizándose a los costados
del vehículo, sino que, viendo atraída su atención
por muchos llamados bruscos, aislados, sucesivos o simultáneos,
está girando constantemente la cabeza, desplazándose
en su asiento de una ventanilla a la otra, o tratando de fijar,
a través de una última mirada por el vidrio trasero,
alguna imagen fragmentaria -una figura, una fachada, un jardín-
que, a causa de su aparición imprevista y fugitiva, la ciudad
le ofrece y le retira casi al mismo tiempo". (El
río sin orillas; Alianza
Singular, 1991)
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El río donde el Bañero de Saer ve disolverse el
universo es el Paraná, a la altura de Santa Fe. Ciento
setenta kilómetros al sur, el mismo río bordea,
baña y origina a Rosario
(foto), ciudad de la que se habla en este número de café
de las ciudades. Aun más al sur, Delta mediante,
el Paraná llega al Río ("sin orillas")
de la Plata.
Fotos:
M. Cavalli
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