Los 25
primeros años de mi vida transcurrieron bajo diversas
dictaduras militares o en las situaciones inestables de debilidad
institucional que sucedían en los lapsos intermedios
de gobierno civil en la Argentina. Hago una sintética
crónica de esos años, en aquellos aspectos en
que la situación política de mi país
se mezcló más directamente con mi vida cotidiana.
La intención de registrar estos recuerdos disconexos
se vincula a la liviandad con que en los últimos
tiempos se ha utilizado la expresión "dictadura"
o algunos de sus sinónimos o palabras afines (como
"tiranía" o "autoritarismo") para
definir situaciones políticas propias de mi región
latinoamericana, que están bien lejos de estos recuerdos
particulares de mi vida en dictadura. Trataré de evitar
las tentaciones autobiográficas y la búsqueda
de tiempos perdidos (las dictaduras no son como las magdalenas
de chocolate del gran Proust…), pero especialmente la tentación,
más traicionera, de pretender entender un tiempo
histórico desde la apelación a la autoridad
del "yo lo viví" (como si haber vivido
una etapa de la historia implicara entenderla, como si no
haberla vivido inhibiera de estudiarla). Hablo de las dictaduras
que viví y no de mí; uso mis recuerdos para
describirlas, no para presumir ni disculparme por lo que hice
o dejé de hacer.

Nací
un año después del fusilamiento de opositores
en José León Suárez; por razones entendibles,
ningún recuerdo personal guardo de aquella dictadura
que se pretendía "libertadora", ni obviamente
de aquella "dictadura" anterior de la que supuestamente
nos habríamos libertado, o liberado. Tampoco de las
decenas de planteamientos militares soportadas por el gobierno
posterior, ni de las peleas de militares "azules y colorados"
poco antes o poco después de que este cayera finalmente.
El primer
recuerdo efectivo que registro de dictaduras es el del golpe
de estado de 1966, ocurrido el día 28 de junio. Ese
día llegué a mi escuela, que había sido
inaugurada poco tiempo antes, y encontré a compañeros
de aula y maestras en la calle, porque una de las consecuencias
del golpe era la suspensión de las clases. Era
un día de sol, supongo que no demasiado frío
a pesar del invierno. Mi maestra vino a explicarme la nueva
situación y me abrazó, maternalmente.
En los
meses siguientes, me acontecía con frecuencia enterarme
de muertes de gente a la que no conocía pero que parecían
ser importantes. "Dicen que lo mataron en Bolivia",
comentaban los mayores en una reunión familiar acerca
de un señor llamado Che Guevara; nada se hablaba de
ello en la escuela, donde en cambio se comentó el asesinato
de Luther King y el de Bob Kennedy (de quien sí que
había escuchado hablar, sobre todo por su hermano).
En los últimos años de la escuela primaria y
luego en los primeros de la secundaria tenía materias
que se llamaban de "educación" o de "instrucción"
cívica pero, aunque las aprobaba con facilidad,
me confundía la diferencia entre lo que aprendía
sobre la Constitución y la división de poderes
con lo que efectivamente pasaba en el país: ¿cuándo
habría elecciones para diputados; cuando elegiríamos
un presidente? También me confundía un poco
que la palabra "Perón" entrara en una categoría
similar al de las obscenidades que no podían decirse
por televisión o en los diarios, y ni siquiera en la
escuela. En cambio, el mensaje de los noticieros era muy claro
respecto a las revueltas y las tendencias sociales: los hippies
eran sucios, las drogas eran un problema de Estados Unidos
y de Europa ("que es donde está la degeneración",
decía una vecina y, algunos años más
tarde, Bernardo Neustadt), el mayo francés y las protestas
contra la guerra de Vietnam eran malos, la primavera de Praga
en cambio era buena porque enfrentaba al Comunismo.
Y el comunismo
era lo malo por definición. Al menos en el discurso
oficial, porque en mi familia las opiniones estaban divididas.
"Por lo menos Perón frenó el comunismo",
decía un tío que conservaba un buen recuerdo
del primer gobierno peronista; "por lo menos los comunistas
no te paran en la calle para que cantes la marcha peronista,
como le hicieron los sindicalistas a la hija de Fulana el
otro día, al salir de la fábrica", le contestaba
mi tía. A mi tía le habían cerrado el
almacén "los peronistas", por aplicación
de la Ley del Agio, me enteré años más
tarde.
Por aquellos
años vivíamos cerca del santuario de la Virgen
de Luján, y al dictador Onganía se le ocurrió
que la Argentina tenía que festejar el Día de
Acción de Gracias. Ese día tampoco hubo clases,
aunque con la escuela tuvimos que ir a desfilar frente
a la Basílica. Ese día lo vi a Onganía,
con su uniforme de General; en la plaza los chicos simulábamos
discutir de política para llegar al malicioso juego
de palabras: "por-Onga-nía estamos así,
por-Onga-nía subieron los precios".
Un día
vino a mi casa un cliente de papá, y charlaron un rato
largo, distendidos. Cuando empezaron a hablar de política,
el tipo planteó que el único sistema político
que favorecía a los trabajadores era el comunismo.
Nunca me lo habían explicado de esa forma, así
que a partir de entonces miré con otros ojos el comunismo
y todo lo que se le pareciera (incluyendo a los peronistas,
algunos de los cuales ahora decían lo mismo que los
comunistas).
Seguían
matando gente: un tal Vandor que no entendí muy bien
si era amigo de Perón o de Onganía; un abogado
Martins que defendía obreros en no me acuerdo que lugar
del Gran Buenos Aires; Aramburu, de quien sí sabía
que había sido "presidente" después
de echar a Perón ("que lástima que a Rojas
no lo dejaron fusilarlo [a Perón]", decía
otra tía del que había sido su vice), un número
indefinido en el Cordobazo. Al poco tiempo cayó Onganía
y lo remplazó un general cuyo nombre desconocía.
Pero en este caso, tampoco mi familia ni los vecinos sabían
quien era, así que mi orgullo de adolescente recién
incorporado a la lectura de las noticias políticas
no sufrió menoscabo. De todas maneras el tipo duró
poco y unos meses después subió Lanusse.

El nuevo
"presidente" parecía más democrático
que los anteriores y pronto legalizó a los partidos
políticos y convocó a elecciones. Su apuesta
personal era posicionarse en un liderazgo alternativo
al de Perón, a quien provocó para que volviera
del exilio. Como el tema de esta nota son las dictaduras poco
diré sobre lo que pasó en los años siguientes:
apenas que algunas masacres como la de Trelew en 1972 preludiaban
lo que pasaría más tarde, que el 73 fue
un año de bastante alegría (hace poco, alguien
me dijo que recordaba el 11 de marzo, fecha de las elecciones,
como "un día en que toda la gente estaba contenta"),
que el 74 fue confuso y a mitad del año murió
Perón, y que el 75 fue bastante feo, con mucha inflación,
muchas muertes y una sensación generalizada de que
la esposa de Perón (ahora en la presidencia) sería
derrocada más temprano que tarde por un golpe militar.
A mi no me gustaba la idea, aunque casi todo mi entorno consideraba
que esa era la solución. A fin de año, los temas
de las conversaciones familiares en las fiestas eran el golpe
fallido de un brigadier en el Aeroparque, las apuestas sobre
la fecha del golpe real ("¿Saben como le dicen a Isabelita?
Sí, eso también, pero además le dicen
"semana santa", porque no se sabe si cae en marzo
o en abril"), y una nueva masacre, la de Monte Chingolo.
El 24 de marzo del 76, cuando finalmente fue el golpe, salí
de casa algo fastidiado luego de dar mi opinión sobre
lo que vendría; dije que a partir de allí todo
sería peor, sin estar del todo convencido que así
fuera. En aquel entonces jugaba a la pelota a paleta en un
club con bar y garito; llamé para verificar que estuviera
abierto y me dijeron que sí, y allí fui.
El 25
de Mayo era frecuentado por inofensivos tahúres de
barrio y por pelotaris de diversa procedencia; algunos semiprofesionales
que hacían de las apuestas su modo de vida, otros aficionados
de diversos estratos sociales: trabajadores especializados,
comerciantes, pequeños empresarios, ejecutivos. Todos
convivían en la aristocracia barrial del antro y replicaban
en su enviciada atmósfera las condiciones democráticas
profundas de la Argentina de aquel entonces, que hoy resultan
tan lejanas como difíciles de entender en cuanto a
su convivencia con el autoritarismo político. A riesgo
de ser redundante, reitero: la Argentina era profundamente
democrática en su convivencia social, pero extremadamente
autoritaria en su institucionalidad.
Los que
hablaban, más que festejar o apoyar el golpe, lo comentaban
en su aura inevitable. Se hacían burlas del intendente
local, a quien llamaban Lopecito ("Lo’ pesito’… ¡que
te robaste!") y se decía que a partir de ahora
los sindicalistas no tendrían tanto poder y
la gente trabajaría más tranquila. "A los
delegados que jodieron, los van a hacer laburar y si no responden,
los van a echar"; "En Chile hubo una masacre cuando
subieron los milicos, porque los zurdos a Allende lo defendían,
pero a ésta [por Isabel Perón], ¡¿quién
la iba a defender?!"; "se acabaron los hoteles sindicales,
los aumentos a los metalúrgicos, los faltazos por enfermedad",
"¡y los juicios laborales!". De los que callaban,
uno habló meses más tarde en un velorio, diciéndome
que ese día había tenido que lamentar dos muertes:
la del amigo que velábamos y la de Santucho, "un
tipo que peleaba por todos nosotros".
Otro que
calló ese día, fue uno de los primeros que me
dijo algo sobre gente desaparecida; era médico y una
noche, llevándome en auto a su casa, me dijo que sabía
de colegas suyos a los que los habían ido a buscar
por la noche y luego nunca más se supo de sus personas.
La madre de un compañero de facultad (ya había
empezado a estudiar arquitectura) me contó de otro
caso; una chica de la que estaba enamorado me contó
sobre su tía; un señor al que hicimos autostop
a la salida de la facultad nos contó el caso de su
hijo, estudiante del Nacional de Buenos Aires.

Yo me
había dejado la barba y el pelo algo crecido, influido
por los Beatles de Abbey Road y en general por la moda
rocker de los primeros ’70. Un día iba con amigos en
un auto por la General Paz y se nos puso al lado un Ford Falcón
con gentes en ropa civil y pelos cortos, apuntándonos
con armas. Nos hicieron parar en plena avenida, nos pusieron
contra el guard-rail, nos revisaron y nos dejaron ir, pero
a mi me dijeron que todo había sido por mi imprudencia,
que nos habían parado porque yo tenía "pinta
de subversivo", que además en la foto de mi
DNI yo aparecía sin barba y eso dificultaba mi reconocimiento
por parte de "las autoridades", y que podían
mostrarme decenas de fotos de subversivos con los que yo podía
ser confundido y "por ahí algún compañero
nuestro tira directamente si le parece que vos sos el montonero
que anda buscando". Me afeité ese mismo día
al llegar a mi casa.
Ya había
visto un par de veces en la Facultad a un tipo que conocía
del club, un policía, algo mayor que yo. Lo volví
a encontrar unas semanas después, charlándole
a la cajera del bar estudiantil. Fui a pagar, nos saludamos
y me preguntó por mi barba. Le dije que me la había
afeitado por "pedido" de aquellos policías
y se rió, para terminar diciendo divertido: "¡estos
policías son todos unos hijos de puta!". Preparando
un examen en la biblioteca de la facultad, otra vez, con un
compañero, nos empezó a dar charla un tipo que
también se suponía que estudiaba para el final
de Historia I. Al principio nos pareció un pelmazo,
un confianzudo, luego nos llamó la atención
el tipo de preguntas que nos hacía y lo poco que
parecía saber de nuestra carrera pese a su aparente
dedicación. Concluimos más tarde que sería
un policía encubierto, o un "service".
El Decano
de la Facultad, un tal Corbacho, vino un día a mi taller
a pedirle a nuestros docentes que no nos hicieran sacar fotos
ni ir a dibujar croquis del sitio sobre el que estábamos
trabajando en nuestro proyecto. Era el mismo decano que ordenó
destruir los libros "subversivos" de la biblioteca
de la facultad, orden que seguramente habrá concretado
Manolo, el encargado de la bedelía. Ya por entonces
se rumoreaba que uno podía "comprar" materias
dándole algún dinero a Manolo para que alterara
las actas.
En el
año 78, vino Kenzo Tange a nuestra facultad. Por aquel
entonces, para escuchar a algún arquitecto de visita
(y a muchos de los locales que nos interesaban) había
que ir al CAYC de Jorge Glusberg o a la mítica "Escuelita";
la Facultad de Arquitectura no apreciaba demasiado el intercambio
cultural. Fuimos a la charla de Tange una gran cantidad de
alumnos, pero nos encontramos con que en realidad asistiríamos
a la retransmisión por circuito cerrado de la presentación,
que se hacía en otro piso y solo para las autoridades
y los profesores de la Facultad. Según nos explicaron,
tenían miedo de que algún alumno tuviera una
actitud "inconveniente" con el Maestro.

Ese año
78 ganamos el Mundial de Fútbol y estuvimos a punto
de entrar en guerra con Chile, por las islas del Canal
de Beagle, en Tierra del Fuego. La televisión, los
diarios y la radio trataban más o menos de la misma
forma el Mundial y la Guerra. Unos meses antes del mundial
estaba prohibido, por ejemplo, hablar mal de Menotti, el técnico
de la Selección; nadie dio una explicación de
porque el buen marcador de punta Jorge Carrascosa había
renunciado a jugar el Mundial (años después
se supo que lo hizo precisamente por su oposición a
la dictadura). Terminado el Mundial, Chile pasó a ser
el villano a vencer. La Nación publicó un editorial
pidiendo que se retirara de las bibliografías escolares
"El crimen de la guerra", de Juan Bautista Alberdi,
porque sus alegatos pacifistas no eran compatibles con "el
momento que vive nuestra patria" y podía inducir
a los jóvenes a tomar actitudes antipatrióticas.
La propaganda
bélica era abrumadora, pero a nadie a mí alrededor
le gustaba la idea de esa guerra; ni siquiera a los que apoyaban
las otras políticas de los militares (de paso: cuando
las apoyaban, eran las políticas "del gobierno",
cuando no las apoyaban, eran "de los militares").
Solo los muy convencidos o los que tenían parientes
militares acordaban con la guerra, pero ésta parecía
inevitable. Un médico del Hospital Militar, que tenía
una casa en la playa vecina a la de mis padres, le dijo a
mi padre un día: "Hitler se quedó corto.
Mientras todos estamos preparándonos para la Guerra
con Chile, los judíos están yéndose todos
a Punta del Este a pasar el verano. ¡Que indignación
que me dan". Yo sabía que el hermano de un amigo
mío, judío, la estaba pasando muy mal en el
servicio militar: en los ejercicios de tiro, por ejemplo,
los blancos llevaban como inscripciones las referencias "chileno",
"guerrillero" y "judío"; el
instructor le preguntaba delante de toda la tropa de que lado
estaría cuando Argentina entrará en guerra con
Israel, después de vencer primero a Chile y después
a Brasil… La chica cuya tía había sido secuestrada
me contó que al llevársela, el tipo que quedó
custodiando la casa para su posterior saqueo le dijo a su
abuela: "señora, usted no sabe lo que nos duele
tener que hacer estas cosas con gente de familias de bien,
como ustedes; en cambio cuando vamos a buscar judíos,
¡nos sentimos tan bien!". Otra cosa que el médico
del Hospital Militar le dijo a mi padre es que cuando se escribiera
la historia de la "guerra contra la subversión"
muchos que hoy parecían héroes iban a ser considerados
traidores, y muchos villanos pasarían a ser héroes.
A mi padre le extrañó al principio que el tipo
tuviera esas dudas, pero el médico le aclaró
que en realidad el se refería a los infiltrados que
cada bando tenía en el contrario.
Jimmy
Carter y el Papa hicieron presión para evitar la guerra
y finalmente ambas dictaduras acordaron aceptar una mediación,
cuando el desastre parecía inevitable.

Lo que
en cambió parecía efectivamente haber atravesado
una guerra era la industria nacional y en general cualquier
actividad económica que no fuera la venta de electrodomésticos
importados y los servicios financieros. Muchos tipos que estaban
contentos con el golpe porque no tendrían que aguantar
la insolencia de los empleados y los gremialistas en sus pequeñas
industrias, en sus fábricas y talleres, ahora se encontraban
con que la competencia de la importación subsidiada
por el dólar barato los obligaba a endeudarse, achicarse
o directamente cerrar sus establecimientos. Un día
me encontré en la calle con uno de mis antiguos compañeros
del Club 25 de Mayo, uno de los que ironizaban sobre los sindicalistas
y los políticos corruptos el día del golpe en
el 76. El tipo estaba casi fundido y le echaba la culpa de
todo, más que a "los militares", a los yanquis
que habían armado todo: "¡estos gringos hijos
de puta veían como era este país, veían
que todo el mundo tenía una casa y un autito y mandaba
a los hijos a la universidad, que un obrero tenía
una casa de fin de semana, que todo el mundo veraneaba dos
meses, y dijeron ‘nooooo, estos tipos no pueden vivir así
en ese país en el culo del mundo’ y les llenaron la
cabeza a estos milicos de mierda para que nos arruinaran la
vida!". Me pareció algo simplista el argumento
pero le di la razón, y ambos seguimos nuestras rutas.
Yo estaba
terminando la facultad y pensaba editar una revista de arquitectura
con unos compañeros. Me preocupaban las cosas que se
estaban planeando en la ciudad y asistía a los debates
en el CAYC y en la Sociedad Central de Arquitectos (que estaba
catalogada de izquierdista y por eso siempre había
un patrullero en la puerta vigilando a quienes entraban o
salían de sus actividades). Los imprenteros a quienes
consultábamos por precios para la revista nos preguntaban
cosas como "¿va a ser occidental y cristiana, no?".
Mis revistas favoritas eran Arquitecturas Bis, que llegaba
desde Barcelona, y Humor, que tenía una visión
crítica de la realidad argentina y comenzaba a publicar
artículos de gente como Osvaldo Soriano y José
Pablo Feinmann y los reportajes de Mona Moncalvillo. Además
de la arquitectura amaba el cine, aunque las películas
que quería ver estaban prohibidas o se estrenaban
con cortes o, peor aun, con alteraciones de escenas o de la
traducción subtitulada. Así resultaba que los
amantes volvían a sus respectivos matrimonios poniendo
punto final al adulterio, o que el asesino resultaba ser realmente
el negro y no el policía corrupto (algo que los guionistas
nunca habían imaginado…). La prima de una chica con
quien salía vivía en Los Angeles y vino de visita
con su novio; cuando le explicamos que las telenovelas locales
no podían hablar de divorcios, adulterios ni relaciones
sexuales fuera del matrimonio, nos preguntó: "So,
what the fuck they talk about!?".
Por aquel
entonces no estaba claro que iba a pasar con ese gobierno
que se caía a pedazos; en mi último año
de facultad, en medio de las maratones de las entregas, cada
tanto nos enterábamos de algún nuevo episodio
en que un general remplazaba a otro en la jefatura
de la Junta Militar y/o en la "Presidencia", sin
que quedara muy claro que era más importante.
El 30
de marzo del 82 hubo una marcha organizada por la CGT, que
terminó con corridas y heridos; a los tres días
Galtieri desembarcó en Malvinas y convocó a
la misma Plaza: los militares argentinos tenían finalmente
su Guerra. La ganaron durante 168 comunicados oficiales en
cadena y la perdieron en el comunicado final (que daba
cuenta del "cese del fuego"). En un edificio administrado
por el estudio de arquitectura en que yo había comenzado
a trabajar velaron a Marcelo Dupont, primo de Elena Holmberg
(diplomática asesinada por revelar secretos
del almirante Massera, uno de los hombres fuertes de la Junta
Militar). Dupont también fue asesinado, como represalia
por los intentos familiares de aclarar el caso.

Para diciembre,
yo estaba indeciso acerca de en que partido comenzar mi militancia
política, ya recibido de arquitecto. Me seducían
el aura socialdemócrata de Raúl Alfonsín,
el recuerdo del buen gobierno de Arturo Illia que había
terminado aquella mañana de junio en que me abrazó
mi maestra y, en general, las reivindicaciones de liberalismo
político de la Unión Cívica Radical,
aunque desconfiaba de su capacidad real de transformación;
también me seducía el redescubrimiento del peronismo
a través de la lectura de Jauretche y la identificación
que recordaba haber sentido en los primeros 70 con algunos
ideales de la "juventud maravillosa". Ya estaba
enterado de que Enrique Barberini y Raul Rinaldi, mis
compañeros del Nacional de San Fernando, estaban entre
los desaparecidos. A Enrique lo recordaba discutiendo con
un amigo que veía muy confuso el panorama político
del ’74 ("al contrario", le respondió, "yo
creo que cada vez está todo más claro");
de Raúl, un amanecer con chicos y chicas después
de una fiesta, en su casa, escuchando música "progresiva".
El día
16 fui con unos amigos a la Marcha de la Multipartidaria,
que reclamaba el anuncio efectivo de la fecha de elecciones.
Ese día también hubo una feroz represión,
que terminó con la muerte del joven obrero metalúrgico
Dalmiro Flores, baleado por la policía frente al Cabildo.
Me asusté
bastante con las corridas y los gases, pero mantuve la calma
como para moverme entre la multitud (ya había perdido
de vista a mis amigos). Fui caminando por la Diagonal Norte
hacia Corrientes y de allí hasta Callao; creo recordar
que fue en Güerrín donde entré cuando pasó
un vehículo policial tirando gases. Esperé un
rato y seguí caminando hasta encontrar la parada del
60. Ya tenía decidida mi afiliación política,
que concreté al día siguiente. Pero eso ya es
otra parte de mi vida.
MC
Ver
la Carta
Abierta a la Junta Militar
que Rodolfo Walsh escribió el 24 de marzo de 1977,
poco antes de ser asesinado en Buenos Aires.
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