N. de la
R.: El texto de esta nota reproduce el epílogo
al libro Luces y sombras del urbanismo de Barcelona, de Jordi
Borja, recientemente editado en Barcelona.

La
crisis económico-financiera materializa sus impactos principales
en los territorios fuertemente urbanizados, que presencian con
cierta perplejidad y comprensible angustia el crecimiento acelerado
del desempleo, la reducción
de las inversiones privadas y públicas y la transferencia
de fondos públicos al sector financiero sin que ello se traduzca
en créditos. A ello se añade la pérdida de las viviendas
hipotecadas por falta de pago, la extensión de la pobreza y
de la marginalidad y un creciente sentimiento colectivo de inseguridad
e incertidumbre. Y además, con la crisis explotan múltiples
casos de uso indebido de dineros públicos, de tramas político-privadas
que actúan en la opacidad y en los márgenes de la legalidad
y a veces fuera de ella, es decir la corrupción. Los gobiernos y los partidos pierden
credibilidad, impotentes para atajar los efectos de la crisis
y acusados por la opinión pública de aprovechamientos ilícitos
de los cargos. Un círculo vicioso frente al cual los gobiernos
locales están en primera línea, lo cual coincide con la
reducción de sus ingresos disminuidos (tanto los procedentes
del Estado como de impuestos de base territorial) y con la multiplicación
de acusaciones políticas, judiciales y mediáticas, no siempre
justas pero que se apoyan en hechos por lo menos confusos. En
consecuencia, estos gobiernos no solo no disponen de ideas y
proyectos de recambio sino que además sufren una menor capacidad
de actuación y en muchos casos parecen
bloqueados. El gobierno de Barcelona, en menor grado que
otros quizás, sufre también este proceso que si no se invierte
lleva a la decadencia.
Esta
vez no es posible argumentar que los territorios y sus instituciones
son inocentes, es decir, que reciben los impactos de procesos
globales ajenos a sus políticas. Maragall en su época de alcalde
recordaba con frecuencia esta contradicción: “Las ciudades se enfrentan a problemas que no han creado”. Y Jaime Lerner, el famoso prefeito
(alcalde) y arquitecto de Curitiba (Brasil) declara
con frecuencia: “Las ciudades no son el problema. Son o deben
ser la solución”. Creo que ambos tienen razón. Pero me permito
añadir: si las ciudades no son el problema, el proceso de urbanización de las
últimas décadas si que lo es. Las ciudades no solo reciben
los impactos de procesos externos, son también impulsoras de
procesos urbanizadores extensivos, segregadores y especulativos,
insostenibles ambiental y socialmente y que tienden a la ingobernabilidad
del territorio y al despilfarro del capital fijo existente (Después
del neoliberalismo: ciudades y caos sistémico. CCCB, 2009;
ver especialmente el estudio introductorio de Neil Smith, ¿Ciudades
después del neoliberalismo?, y
la síntesis del extenso estudio del Observatorio Metropolitano
sobre Madrid. Explosión y crisis del modelo urbano; el carácter radical
de estos textos y la presentación de procesos más “extremosos”
que el de Barcelona, pero de naturaleza similar, significan
una advertencia para la capital catalana).
El
proceso urbanizador perverso que ha prevalecido en las dos últimas
décadas en el mundo más urbanizado (y especialmente en España)
es una de las caras negras
de la globalización capitalista-financiera. En España, en
el periodo que va de finales de los ‘80 a principios del siglo
actual, el 50% del suelo urbanizable lo compraron entidades
financieras. Éstas a su vez se beneficiaron de la política de hipotecas
muy bajas para realizar ventas de suelo a precios altamente
especulativos y al mismo tiempo ampliar considerablemente
su clientela. El boom inmobiliario fue de tal magnitud que en este periodo en España
se construyeron o se comprometieron más viviendas que en Francia,
Reino Unido y Alemania conjuntamente. Las regiones metropolitanas,
como Madrid y Barcelona, urbanizaron tanto suelo en los últimos 30
años como en toda su historia anterior. La apropiación privada
del suelo y de las plusvalías urbanas que se generaron tuvieron
efectos multiplicadores de la urbanización en los años ‘90,
no solo por la permisividad de las Administraciones locales
sino también por los nefastos resultados de la aplicación de
una ley del gobierno del PP (1998) que declaraba todo el suelo
urbanizable con la única limitación del considerado patrimonio
protegido o sometido a una legislación especial (por ejemplo
el litoral marítimo). La repercusión del precio del suelo sobre
el de la vivienda pasó del 30% al 50% y la combinación de una
demanda de población de ingresos en parte medio-bajos con la
posibilidad de disponer de mucho suelo urbanizable ha provocado
formas de urbanización extensivas, dispersas
y fragmentadas que multiplican los costes sociales y ambientales.
La facilidad de obtener recalificaciones de suelo para aumentar
la densidad de la construcción sobre la base de que existía
una demanda han provocado un amplio fenómeno de corrupción y
la creación de una “burguesía cementero-mafiosa” que han contaminado a los principales
partidos, a las instituciones territoriales, a los actores económicos
y a todos aquéllos que disponían de parcelas o de “contactos”
con bancos o con agentes políticos (el caso Pretoria, en actual
investigación, y que afecta directamente a algunos municipios
del entorno metropolitano de Barcelona -Santa Coloma, operación
“Cúbics”- es solo una de las puntas del iceberg y probablemente no de las más importantes; otro caso lamentable,
bastante más en su impacto urbanístico aunque por ahora no han
emergido indicios de ilegalidad, es el de la operación de la Plaza de Europa en Hospitales,
aunque estos asuntos comparados con los que se han producido
en la costa mediterránea levantina y andaluza o en las Islas
Baleares parece casi pecata minuta).
El
resultado está a la vista. La crisis global
se origina en el sistema financiero cuando la sobreoferta de
suelo y de vivienda no se puede realizar y una parte de los
créditos concedidos a promotores y constructores y de las hipotecas
a los compradores de ingresos medios o bajos no se pueden pagar.
La burbuja explota,
se desploma como los juegos de la pirámide, y las ciudades en
sus periferias extensas, fragmentadas y difusas heredan unos
entornos de cemento que más que un desarrollo urbano ofrecen una imagen
entre campo de concentración y cementerio. Pero esta herencia
además es costosa de mantener; los costes en suelo y redes de
urbanización básica, en agua y en energía son enormes. Así como
los costes sociales: tiempo de transporte, segregación social,
destierro para la población no activa o desocupada, débil integración
ciudadana, psicopatologías múltiples (miedos, anomia, individualismo,
etc.). La ciudad hereda el resultado de unos procesos de urbanización perversos que a su
vez tienden a convertirla, incluso en su centralidad compacta,
en un conjunto de enclaves, centros de negocios, zonas turísticas,
barrios especializados, áreas marginales, etc. Resultado de
estos procesos: la ciudad como tal se pierde. Y con ella se
disuelve o por lo menos se debilita la ciudadanía, que encuentra
en la ciudad densa, compacta, heterogénea, lugar de mezcla e
intercambio, espacio público de uso colectivo intenso y diverso
el entorno favorable para su desarrollo y que ahora tiende a
desaparecer.
Ante
esta situación, la reacción fácil e inmediata es “culpabilizar”
a los gobiernos locales y lamentarse del crecimiento de las
ciudades. Pero si bien la urbanización se expresa en el ámbito
local, el marco político y económico que la hace posible es
estatal y global. La
urbanización no es intrínsicamente perversa, si que lo es la
forma que toma cuando la orienta el capitalismo especulativo
y depredador, la complicidad política de los gobiernos, la sumisión
ciega al todo mercado y la nocividad de la apropiación privada
de las plusvalías urbanas. El motor de este proceso han sido
las entidades financieras mediante créditos y hipotecas justificadas
por la expectativa de altos beneficios especulativos. Pero han
sido los gobiernos, en nuestro caso el español, los que han
proporcionado el marco legal que lo ha hecho posible: hipotecas
y créditos fáciles, legislación favorable a la renta urbana
privada (tope máximo de recuperación de las plusvalías urbanas
del 15%), política de obras públicas valorizadoras de grandes
extensiones de suelo urbanizable distante de la ciudad compacta,
débil fiscalidad sobre el suelo expectante, legislación urbanística
permisiva que ha facilitado las recalificaciones.
En
nombre de la ideología de la “competitividad” y de la concepción
de la ciudad como “negocio” se ha considerado un éxito cualquier tipo
de inversión y, lo que es peor, el beneficio de los sucesivos
propietarios del suelo que se apropian de rentas especulativas
en cada transacción. La propiedad privada del suelo urbanizable
y urbano se ha “naturalizado” a pesar de no responder a una
inversión previa y riesgosa, cuando sería más lógico que no
se le atribuyera más valor que el rústico. El ganar fortunas a costa de la disolución de las ciudades ha sido un símbolo
de poder y de desarrollo afortunado. La dimisión y la complicidad
de los gobiernos con los actores económicos, financieros, propietarios
de suelo y promotores y constructores solo se explica por la
colusión de intereses entre ambos. Los unos satisfacen sus ansías
de generar obras ostentosas y sus necesidades de financiar a
sus aparatos políticos que les permiten alcanzar posiciones
de poder y los otros obtienen beneficios a la vez seguros y
muy superiores al beneficio medio en los otros sectores productivos
y de servicios.
No
pretendemos exculpar a los gobiernos locales, puesto que en
ellos se concreta una parte importante de la corrupción, aunque
ésta no sea ni general ni la más importante de la que se da
en nuestro país, pero si la más visible y desparramada, lo cual
tiene efectos políticos y culturales que instalan el cinismo
generalizado, el cambalache o el todo vale y la desmoralización
ciudadana. Pero además, las políticas urbanas “hipercompetitivas”
y las formas de gestión local destinadas a obtener recursos
han abierto brechas por las cuales se ha desarrollado la corrupción
y la urbanización insostenible y desintegradora. Tres aspectos
muy presentes en la vida local catalana y española facilitan
este tipo de urbanización: Uno, el afán de realizar grandes proyectos que
proporcionen visibilidad a la ciudad o región, que generen
atractividad, que la urbe aparezca como sede de actividades
supuestamente “competitivas”, “globalizadas, dotarlas del label
que proporcionan arquitectos estrellas, marcar el territorio
de forma ostentosa, hacer una demostración de poder. Este tipo
de proyectos facilita recalificaciones, créditos, gestión a
partir de organismos autónomos, “justifica” comisiones, a veces
bastante superiores al famoso 3%, tan presente en la obra pública
catalana. En segundo lugar, la recalificación del suelo es una
forma no solo de atraer inversiones de fuera también sirve para
dar respuestas positivas
a demandas locales de algunos sectores como propietarios de
suelo o promotores y constructores de la zona y permite
a los ayuntamientos estructuralmente deficitarios obtener ingresos
que pueden destinarse a inversiones lícitas, a gasto corriente
(lo cual puede ser de dudosa legalidad) o perderse en parte
por el camino. Por último; estos procesos significan flujos
monetarios importantes y ponen en marcha procesos que procuran
beneficios importantes y en parte especulativos a los diversos
actores que intervienen y favorecen la corrupción.

¿Estas
reflexiones generales son aplicables a Barcelona?
En
parte probablemente no, puesto que si hubiera habido a lo largo
de 30 años de gobierno democrático -casi siempre en el ojo del
huracán- recalificaciones escandalosas, pagos de comisiones
ilícitos o excepciones a las normas poco justificadas, se sabría.
Ha habido ciertamente casos desafortunados o confusos. Algunos
fueron debidos a la presión
de grupos privados poderosos (recalificación del antiguo campo
del Espanyol, proyecto inicial, luego revisado, de “Barça 2000”) sin indicios evidentes
de corrupción pública. En otros casos la Administración
pública principal no era el Ayuntamiento (túnel del Carmelo).
En otros se trataba de decisiones políticas de carácter general
(plan de hoteles). La operación Forum fue desafortunada en su concepción y ha facilitado
algunos desarrollos especulativos como ocurre también con 22@.
Pero en este caso la concepción ha sido más ciudadana y no ha
despertado las mismas sospechas que el
Forum. Se pueden discutir estas decisiones pero nadie
ha considerado que el gobierno local hubiera vulnerado la legalidad.
Sin
embargo otras formas de gestión, indirecta, casi siempre pueden
resultar más dudosas por su relativa opacidad. Los proyectos
complejos y que suponen fuertes inversiones públicas y privadas,
que recalifican suelos revalorizados y que se gestionan por
medio de diversas Administraciones y organismos autónomos tienen
un importante grado de opacidad y dan lugar a múltiples transacciones,
modificaciones y actuaciones que benefician a particulares y
que generan oportunidades de obtención de importantes beneficios
especulativos: ocurrió en la
operación Forum,
ocurre en el desarrollo del 22@ y ahora
probablemente ocurrirá en
la gran operación de Sant Andreu-Sagrera. Es urgente
proporcionar transparencia a los grandes proyectos urbanos.
La ciudad, sin embargo, tiene desafíos mucho más complicados,
sin desmerecer la gran importancia que tiene reconquistar la credibilidad que los recientes casos que han emergido
en la periferia ha puesto en cuestión.
La
cuestión importante es: ¿qué puede aportar Barcelona, de positivo
o negativo, al urbanismo
del siglo XXI?. O si no va a aportar nada, lo cual no nos parece
imposible. Barcelona ha sido una ciudad referente del urbanismo
en el siglo XIX: Plan Cerdà. En el XX la transformación de la
ciudad en el último cuarto de siglo, a partir especialmente
de una exitosa política de espacio público, ha sido tomada,
seguramente con exceso, como “modelo”.
Por ahora no se puede
decir que hayamos empezado el nuevo siglo de la mejor manera
posible. Inexistencia de un proyecto efectivo de ciudad
metropolitana a pesar de la retórica que se nos inflige en los
discursos políticos (el Plan Estratégico Metropolitano es un
ámbito intelectual excelente pero con un respaldo político ficticio.
Elabora estrategias, propone objetivos y incluso concreta posibles
proyectos para un gobierno metropolitano que no existe; la anunciada
ley metropolitana, por su ámbito territorial limitado, su organización
política intermunicipal y sus competencias modestas no aportará
ningún cambio fundamental excepto, quizás, que puede facilitar
la inclusión del tema en la agenda política). Proliferación
provinciana de una arquitectura ostentosa y a veces gratuita
(Parque Central de Poble Nou, Ciudad Judicial) que poco
tiene que ver con los proyectos vinculados a una estrategia
ciudadana de un pasado reciente. Tendencia a contentar las actitudes más reaccionarias de sectores de la población
en relación a los usos del espacio público: normas de “civismo”
que criminalizan a los colectivos sociales más vulnerables.
Debilidad de las políticas de vivienda hasta una época muy reciente
(en estos momentos existe un Plan de vivienda que por lo menos
expresa una toma de conciencia de este incomprensible déficit).
Dificultad al liderar proyectos logísticos propios de la ciudad
del siglo XXI y que no dependen exclusivamente del gobierno
local (transporte público urbano, red de ferrocarriles de cercanías,
gestión del aeropuerto, conexión ferroviaria del puerto con
Francia y Valencia). Y en general una
preocupante crisis de ideas en las cúpulas políticas y en la
“intelectualidad orgánica” (institucional) agravada por
el rechazo a la crítica, el miedo al debate y la incapacidad
para distinguir lo bueno de lo que se ha hecho de los errores
y omisiones en muchos casos evidentes para la ciudadanía. Todo
ello lo han substituido por el discurso
autosatisfecho.
La
actual crisis económico-financiera global crea una oportunidad
a nivel local, precisamente por lo dicho al inicio de este artículo:
el modelo de urbanización predominante es a la vez causa y efecto
de esta crisis, la ciudad es a
la vez problema y solución. Barcelona, por su cultura urbanística
acumulada, por la influencia que siempre han tenido los movimientos
intelectuales y sociales en su relación con la ciudad y por
el prestigio que ha conseguido en las últimas décadas puede ser
un referente para el urbanismo del siglo XXI.

Siete
propuestas generales para la acción y la reflexión
Para
terminar nos permitimos apuntar 7 líneas de reflexión y actuación
destinadas a desarrollar estrategias urbanas para la ciudad
del siglo XXI que sirvan a Barcelona y puedan también ser tenidas
en cuenta en las políticas de otras ciudades. Una propuesta
que se dirige no únicamente ni principalmente a los gobiernos
responsables de los territorios metropolitanos, sino sobre todo
a los sectores intelectuales y sociales citados que inciden
en la construcción de
hegemonías culturales o de ideas.
Uno.
Radicalizar la crítica a las realidades urbanas más visibles
y que representan la anticiudad democrática, los muros físicos
y simbólicos, las arquitecturas-objeto ostentosas e indiferentes
al entorno, los espacios públicos privatizados o excluyentes,
las operaciones urbanas costosas que constituyen enclaves, los
desarrollos desconectados de la ciudad compacta, las vías que
fragmentan los tejidos urbanos. En estos casos y otros similares
la crítica-denuncia y la desobediencia
civil están más que justificadas. Un gobierno democrático
de la ciudad debería deshacer, por ejemplo, el Parque Central
del Poble Nou.
Dos.
Denunciar las ideologías que son el discurso que acompaña
estas actuaciones: el
miedo a los otros, la exaltación de la distinción elitista,
la legitimación por la regla del todo mercado y del negocio
urbano, la coartada de la “competitividad” en un mundo global
para justificar las operaciones
costosas que crean objetos o enclaves, considerar inevitable
la corrupción como mal menor y la especulación como natural
en la vida económica. Un gobierno democrático de la ciudad debería
declarar nula la siniestra Ordenanza
del civismo.
Tres.
Valorizar, defender y exigir el espacio público como la dimensión esencial
de la ciudad, impedir que se especialice, sea excluyente
o separador, reivindicar su calidad formal y material, promover
el carácter público y la polivalencia de espacios abiertos
o cerrados susceptibles de usos colectivos diversos (equipamientos
públicos y privados, campus o parques adscritos a usos específicos),
conquistar espacios vacantes para usos efímeros o como espacios
de transición entre lo público y lo privado. Un gobierno democrático
de la ciudad, en el marco del Año Cerdá, debería proclamar la
prioridad de la calle como espacio público y aplicar una norma
que estableciera que la superficie de las aceras debe ser siempre
superior a la de la de la destinada a la circulación rodada.
En el caso de las vías “semirápidas” (segregadas) el 50% de
la superficie debería destinarse al transporte público.
Cuarto.
Poner en cuestión la concepción totalitaria de la propiedad privada del
suelo y de otros bienes básicos (agua, energía). El valor
del suelo rústico cuando adquiere cualidad de
urbanizable no puede generar un beneficio al propietario
expectante. El planeamiento (fijando usos e intensidades) y
la fiscalidad (aplicada a suelo expectante que presione a la
propiedad a ofrecerlo al sector público a precio de rústico,
como instrumento para recuperar las plusvalías urbanas o gravando
fuertemente las operaciones desvinculadas del tejido urbano)
pueden conseguir resultados próximos a la socialización del
suelo. En el caso de Barcelona y de Cataluña podemos recordar
positivamente los decretos de 1937 de municipalización del suelo
urbano y de colectivización de las empresas de la
construcción. Pero planes y proyectos deben
hoy dar una respuesta innovadora a los nuevos desafíos sociales
y ambientales, el “desarrollismo” crecimentista hoy no es ni
viable materialmente ni aceptable moralmente. La austeridad
y la recuperación de los recursos básicos contra el despilfarro,
las energías blandas para substituir las que están en vías de
agotamiento y la apuesta
por la calidad de vida de todos y la reducción de las desigualdades
sociales son hoy imperativos urbanos. Un gobierno democrático
de la ciudad debería utilizar las posibilidades de la fiscalidad
y del planeamiento para recuperar las plusvalías urbanas en
un 90%. Y generalizar las experiencias de “renovación urbana”
concertada con la ciudadanía, como la que se ha dado en Trinitat
Nova.
Quinto.
Recuperar y desarrollar la memoria del planeamiento de la Barcelona preolímpica.
Partir de legislaciones claras que ofrezcan una panoplia de
instrumentos legales, vincular planes y proyectos en un solo
concepto-acción a partir de un programa político que permita
desarrollos integrales localizados. Hacer de la política de
vivienda, en la línea pretendida por la “ley del derecho a la
vivienda” (especialmente en su versión inicial) un elemento
fundamental de planes y proyectos que garanticen una oferta
de vivienda asequible a todos los niveles de ingresos en todas
las zonas de la ciudad. El derecho de la vivienda requiere otros
derechos complementarios como la movilidad
universal, la centralidad próxima y la calidad del espacio público.
Un gobierno democrático de la ciudad debe utilizar las posibilidades
(incomprensiblemente mermadas respecto al proyecto inicial)
de la ley del “derecho a la ciudad” para imponer gradualmente
que en todas las áreas de la ciudad haya más del 50% de vivienda protegida
y social y que todos los ciudadanos tengan a menos de 300 metros acceso al transporte
público.
Sexto.
Promover un movimiento de reforma institucional que reorganice las administraciones
territoriales por áreas y programas integrales rompiendo
la compartimentación actual por sectores especializados vinculados
a corporaciones profesionales burocratizadas. Sobre esta base
puede desarrollarse una relación con la ciudadanía más participativa,
en la línea de la democracia deliberativa. Las ciudades
compactas plurimunicipales, como la aglomeración barcelonesa
mal llamada “área metropolitana”, requieren un gobierno representativo
sin perjuicio de la descentralización por distritos y/o municipios.
La región metropolitana en cambio debe “inventar”
una gobernabilidad interinstitucional entre Generalitat
y gobiernos locales basada en el planeamiento estratégico, los
programas concertados, los servicios compartidos y las relaciones
contractuales. El gobierno democrático de la ciudad debiera
promover un proyecto de gobierno metropolitano de aglomeración
basado en la proporcionalidad respecto a la población, lo cual
garantizaría que la corona periférica tuviera una cuota de poder igual o superior a la ciudad central.
Séptimo.
El derecho a la ciudad es hoy el concepto integrador de los derechos
ciudadanos renovados y la base de exigencia en un marco democrático.
Las instituciones solamente recibirán el título y el respeto
que se les debe en democracia si además de proceder de elecciones
libres (su dimensión formal) actúan mediante políticas
que desarrollen y hagan posible los derechos de los ciudadanos.
Esta dimensión material de la democracia es por lo menos tan
importante como la formal. Hoy los derechos
ciudadanos que corresponden a nuestro momento histórico van
mucho más allá en concreción y extensión de los que se incluyen
en el marco político-jurídico, aunque pueden considerarse que
se derivan de los derechos más abstractos de la
Constitución y el Estatuto: derecho a la movilidad, al lugar, al espacio público, a la centralidad,
a la igualdad de derechos de todos los habitantes, a la formación
continuada, al salario ciudadano, etc. Las políticas públicas
solo son legítimas si hacen efectivos estos derechos o progresan
en esta dirección: por ejemplo, si reducen la desigualdad social.
Cuando no es así en una democracia los gobiernes dejan de ser
legítimos. El gobierno democrático de la ciudad debiera estimular
el desarrollo político del concepto de derecho de la ciudad
y hacer de él su principio fundamental (el autor desarrolla
esta temática en un libro que se publicará a finales del año
2010 con el título Revolución Urbana y derechos ciudadanos, Alianza Editorial).

Barcelona
fue una ciudad famosa desde el siglo XIX por sus luchas sociales,
su vanguardismo cultural, su capacidad de innovación política
y sus contribuciones teóricas y prácticas al progreso del urbanismo
democrático; está en
condiciones de volver a ser un referente. Pero no lo será si pretende únicamente reproducir y ampliar lo que hizo en
el pasado reciente y tampoco si se encierra en sí misma
con la vana ilusión de “globalizarse” desde su pequeño lugar
en el mundo. Proponemos estos siete puntos para el debate ciudadano.
JB
El
autor es geógrafo y urbanista. Actualmente dirige el Master
en Gestión de la
Ciudad en la UOC. Entre 1983 y 1995 formó parte del Gobierno de la ciudad de Barcelona como
Teniente de Alcalde, responsable de descentralización y participación,
director ejecutivo del área metropolitana, delegado de Relaciones
Internacionales y presidente de la ponencia redactora del proyecto
de ley especial para la
ciudad. Es autor, además de los libros Espacio
público, ciudad y ciudadanía y La
ciudad conquistada.
De
su autoría y/o sobre su obra, ver también en café
de las ciudades:
Número 2 | Tendencias
Jordi
Borja: La Ciudad Conquistada | “La ciudad es el desafío a los dioses, la torre
de Babel, la mezcla de lenguas y culturas, de oficios y de ideas.
Sin memoria y sin futuro la ciudad es decadencia”. |
Jordi Borja
Número 15 | Política
“Tendencia
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Ciudadanía global e
innovación en La Ciudad Conquistada,
de Jordi Borja. | Marcelo
Corti
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y su urbanismo | Exitos pasados, desafíos presentes, oportunidades futuras. | Jordi
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Espacio
público, condición de la ciudad democrática | La creación de un lugar de intercambio.
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Número 64 | Política de las ciudades (I)
La
izquierda errante en busca de la ciudad futura
| Un lugar de encuentros múltiples entre gentes
diferentes | Jordi
Borja |
Número 81 | Cultura de las ciudades (I)
François
Ascher | Pensamiento
crítico y acción en la sociedad hipermoderna | Jordi
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Barcelona, ver también en café
de las ciudades:
Número
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marquetización de las ciudades | Mariona Tomàs analiza el "modelo
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