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Artículo publicado en el libro: Zicovich Wilson,
Sergio. IMPRESIONES
DIGITALES de un viajero ocasional . - 1a ed. - Buenos
Aires, Nobuko, 2012.
ISBN 978-987-584-370-7

El
ciego del verso de Carriego
fuma, fuma y fuma sentado en el umbral mientras el barrio
modorrea,
anegado en una calma ominosa. El aire -caliente, oleoso
y malsano- pesa cada vez más. Se oye un siseo continuo
y percibo una ligera vibración bajo mis pies. En la vereda,
unos yuyos se abren paso a ojos vista por entre las juntas
de las baldosas. En instantes, el siseo se vuelve un rumor
grave y los yuyos una espesura que levanta las baldosas
e invade y carcome, con gruesos tallos sarmentosos, los
muros. El barrio
ya es jungla, pero el ciego sigue fumando, quieto,
ajeno a las mutaciones. Es más, de tan quieto se está
convirtiendo en piedra. Una serpiente gorda brota de la
espesura, se desliza untuosa entre los troncos y se enrosca
alrededor de los pies del ciego que ya, de pura piedra,
se volvió pirámide, con un altar humeante en la cima.
En la cabeza de la serpiente, las escamas se enhiestan
y crecen hasta formar una gola de plumas. Es Quetzalcoatl
que, abrazado a la base de la pirámide, se hizo friso.
El rumor ya es un estruendo y el
piso tiembla, ondula, se rompe y se inclina. Me cuesta
mantenerme en pie. Ahora, la pirámide es un enorme cono
-el Popocatépetl- que fuma, fuma y fuma (igual que el
ciego del verso de Carriego) y de sus entrañas brotan
terribles bramidos, como si se tratara de un titán dispéptico.
El piso se inclina… más… más. Intento escaparme, pero
las piernas se me enredan en las ramas retorcidas. Siento
que caigo, pero no caigo. Con las piernas atrapadas,
la caída queda suspendida durante un fragmento infinito
de tiempo.
Me
despierto empapado, con las piernas enredadas… pero en
las sábanas. Parece que el dispéptico soy yo. ¡Qué mal
me pegaron las enchiladas, carajo! ¿O será la maldición
de Moctezuma? La pesadilla se va haciendo jirones y los
jirones se pierden aleteando en la oscuridad como murciélagos
a medida que me voy despertando. Sin embargo, una sensación
persiste obstinadamente: me voy de lado, me deslizo de
la cama. Decido ir a refrescarme al baño, prendo la luz
y me pongo de pie. La sensación persiste, el piso está inclinado. Al entrar al baño,
la sensación persiste; después de refrescarme, la sensación
persiste. Camino por la habitación, la cruzo en forma
longitudinal, transversal y diagonal. No hay caso, la
sensación persiste, la habitación está chueca. ¿Estaré
todavía inmerso en la dispéptica pesadilla moctezumática
o estaré definitivamente chapa?
Repulsión.
Ese es el título de una película de Polanski del ‘65 en
la que describe minuciosamente el brote psicótico de una
mina
interpretada por Catherine Deneuve. Si mal no recuerdo,
tres recursos se repiten para marcar el deterioro mental
de la mina:
Primero,
el progresivo estado de descomposición de la comida que
ella se disponía a cocinar al momento de pirar: un conejo entero desollado
-sobre el que revolotean y se posan cada vez más moscas-
y algunas papas y zanahorias que van echando sus repugnantes
y retorcidas raíces.
Segundo,
unas manos que emergen -ansiosas, lúbricas, siniestras-
de las paredes de un corredor tratando de atrapar y toquetear
a la mina.
Tercero,
el departamento en el que ocurre todo se resquebraja y
el espacio se distorsiona,
alterándose brutalmente la vertical de los muros y la
horizontal de piso y techo.
Dejando
de lado detalles menores como que Catherine Deneuve era,
en esa película, una joven hermosa y yo no soy ni hermoso,
ni joven, ni una, además de que no se me está pudriendo
un conejo sobre la mesada (sino, en todo caso, un ratón
en el mate),
en esta habitación de hotel en México DF temo estar enfilando
para el mismo rumbo que la piantada de la película. ¡El espacio
se me distorsiona! ¡La
horizontal no es horizontal!
Sin embargo, recuerdo que, cuando tomé la habitación,
ya sentí yo una sensación extraña aunque no presté debida
atención. Así que, antes de auto-desahuciarme, me doy
una última oportunidad intentando analizar racionalmente
el asunto. No tengo instrumentos para medir nivel, pero
un arquitecto veterano se las ingenia.
No
crean ustedes, aclaro, que me hospedo en un tugurio de
cuarta que se
viene en banda. Por el contrario, se trata
de un hotel de calidad media, tres estrellas, recién arreglado
y decorado. Un hotel normalito, sin nada raro, vulgar,
excepto… excepto por una pequeña anomalía, un detalle
casi nimio, chiquito, para muchos quizás imperceptible:
el piso está, nomás, inclinado. No es sensación, lo comprobé,
es pura objetividad
al cuadrado, verdad inopinable.
Lo
que no es verdad es que se trate de una anomalía. En efecto,
a primera hora de la mañana salí a caminar el DF y comprobé
al toque
que acá todo está torcido, desnivelado y fuera de plomo. Que tanto los
pisos altos como los suelos y las veredas flamean, se
inclinan, tienen grietas y pozos. O rampas y escalones.
O, más bien, todo al mismo tiempo. Que las fachadas, las
medianeras y las torres están inclinadas. Alguna parece
venírsenos encima… ¡ya! La famosa torre de Pisa, en México,
quedaría acomplejada, pobrecita. Sería, apenas, una más.
¿Cómo llamar a semejante extravagancia que, sin embargo,
más que anormal, es la norma? ¿Locura colectiva?

Alguien
benevolente y con sentido común lo justificaría acotando
que, naturalmente, las cosas no podrían ser de otro modo
por causa de las chinampas, un
ingenioso pero cortoplacista invento azteca. Según
la leyenda, los mexicas (así se llamaban a sí mismos)
provenían de una mítica región llamada Aztlán (de donde
viene azteca -pueblo de Aztlán- como los llamaban los
que no eran ellos mismos), ubicada en un impreciso Norte,
desde la cual iniciaron su más que centenario éxodo en
pos de la tierra prometida por su cacique -ascendido post-mortem
a dios- Huitzilopochtli, la que sería reconocida por un
signo profético: un águila posada en un nopal con una
serpiente entre sus garras. Cuando los aztecas (yo los
llamo así porque soy de los que no son ellos mismos) llegaron
al valle de México -y debido a su pésimo carácter y sus
igualmente pésimas costumbres (como, por ejemplo, robarle
las esposas a sus vecinos, a veces para desollarlas vivas
y usarlas como estampillas en sus correos a Huitzilopochtli
o algunas cosas realmente graves)- les fueron echando
flit de todas las ciudades de la
costa del lago hasta que, derrotados, el señor de Colhuacán
les permitió afincarse en un sórdido montículo llamado
Tizapán. No lo movió, a no engañarse, la compasión sino
la esperanza de
que las víboras que infestaban el lugar se los cargaran
rápidamente. Cuál no habrá sido su sorpresa cuando,
tiempo después, sus espías le informaron que no solo los
aztecas seguían vivos sino que, al revés de lo previsto,
fueron ellos los que se morfaron
hasta la última serpiente. Gente ruda, los aztecas (yo
los llamo así porque soy de los que no son ellos mismos).
Pero más rudo su dios Huitzilopochtli, cuya profecía se
les vino a cumplir justo en una islita de mierda en medio
del lago. Los sacerdotes lo deben haber puteado en varios
idiomas, aunque para adentro, ya que no era un dios muy
tolerante que digamos. Fuera porque la fiereza demostrada
por esta gente metió miedo a los vecinos, fuera porque
la islita interesaba
poco, el caso es nadie les impidió hacerse fuertes
en ese sitio que, con el tiempo, empezó a quedarles chico.
Como su proceso de construcción imperial estaba aún demasiado
en pañales como para vivir del laburo ajeno, no tuvieron más remedio
que crecer ganándole al lago tierras de cultivo.
Así es como llegamos a las chinampas, que eran como balsas
sobre las que se colocaba una capa de tierra y se cultivaba.
Las raíces bajaban a través del agua, anclaban la balsa
al fondo del lago y, con el tiempo, el agua se hacía barro
y la balsa lograba una cierta apariencia de tierra firme.
Solo una apariencia. Para cultivar y parar
la olla en tiempos difíciles, un invento genial.
Para construirle encima teocallis o iglesias barrocas
de altas torres, una basura. Y la ciudad moderna siguió creciendo a expensas de desecar ese lago
del que ya casi no queda nada en superficie aunque, por
debajo, el agua sigue corriendo. Así es como México
DF navega en un suelo semilíquido, los cimientos ceden
y sus edificios se hunden y encallan escorados.
Alguien
benevolente y con sentido común también lo justificaría
acotando que México ha sido víctima de numerosos temblores y terremotos, algunos de consecuencias
terriblemente desgraciadas para su gente y devastadoras
para la ciudad y sus edificios.
Yo,
que tal vez no carezco totalmente de sentido común pero
que, definitivamente, carezco de benevolencia, creo que
la chinampa y el terremoto, sin ser falsos argumentos,
son insuficientes para explicar el fenómeno. Más allá
de las determinaciones naturales tiene que haber, a esta
altura, una tortuosa y algo oscura determinación psico-cultural.
¿Una adicción? Podría ser, que de tanto terremoto y hundimiento
se terminaron enviciando con el desplome, la falsa escuadra y la rajadura.
¿Una sobreactuación del sentido trágico del mundo, testimoniando
y subrayando los estragos sufridos como una forma de didáctica?
¿Una estética folclórico-tradicionalista? Quizás intentan
imitar sus particularmente intrincadas ruinas prehispánicas
que amalgaman la costumbre mesoamericana de superponer
varias pirámides y su predilección por armar despelote (del nahuatl despélotl) de niveles,
con los hundimientos y terremotos que les dieron duro
por más de mil años. ¿Una perversión? En una de esas,
que esté todo roto o torcido simplemente les gusta.
Si
no, que alguien me explique por qué esa obsesiva insistencia
en plantar ficus y gomeros por todos lados, árboles que
-es bien sabido- transforman en poco tiempo una vereda
prolijamente pampeana en una anfractuosa e intransitable
cordillera terciaria.
Si
no, que alguien me explique por qué cada edificio (incluso
los más modernos y paquetes del Paseo de la Reforma) establece los niveles
de sus puertas -tanto peatonales como vehiculares- donde
y como se le canta, con absoluta desatención por el nivel
preexistente de la vereda, del cordón, de la calzada,
del vecino de al lado y del del otro lado, también. Luego,
las diferencias resultantes se empalman a-la-que-te-criaste
afuera, donde transitamos los giles,
en todo el ancho de las veredas las que -merced a los
hundimientos, los ficus, los terremotos y estas chantadas
constructivas- quedan transformadas en una
sucesión impracticable de rampas, gradas, escalones, desniveles,
acantilados, quebradas y hasta abismos de fondo insondable
poblados por criaturas con fieras dentaduras y antenas
luminiscentes.
Sostengo
conjeturalmente que esa vocación por el desorden (al menos en
el sentido cartesiano) es parte del ethos mexicano,
en general, y chilango (natural del DF) en particular.
¿Y qué expresa mejor una idiosincrasia que el idioma?
El verbo chingar (del caló cingarár, pelear) o su participio
chingado tiene, en buena parte de América, la acepción
de desparejo, torcido, fallido. En México, sin embargo,
donde lo desparejo y lo torcido no parecen ser algo digno
de especial mención, chingar refiere (no muy académicamente
que digamos) al acto sexual. Sin ánimo de ofender -y buena
parte del mundo lo entendería así- a mí me surge espontáneamente
decir: “México está chingada”. Pero cualquier chilango,
razonablemente herido en su orgullo, seguro me contestaría:
“Chingá tu madre, cabrón”.
Serxioc
Zicovitl
México
DF, diciembre de 2009
Zicovich
Wilson es arquitecto, dedicado a proyecto y dirección
de obras, escritor y guionista cinematográfico. Es
Profesor de Historia de la
Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires. Se ha desempeñado como
funcionario del Gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires en áreas vinculadas
a la Arquitectura y el Planeamiento
Urbano. Ha publicado numerosos artículos en medios gráficos
y digitales especializados de su profesión.
La
nota continúa su serie de R(p)’s (“después
de cuatro años -los que me conocen desde hace menos tiempo
no saben ni de qué hablo”), cuatro de ellas publicadas
originalmente en Arquitectura
en Línea, de Guillermo García Fahler, y una
en Summa+ nº 62 (“Hogar dulce hogar”). Según el autor,
“podés reenviarla
a tu suegra, jefe, acreedor y, en general, a cualquiera
de tus peores enemigos. Si no tenés enemigos, también
a un amigo, pero de esos que te perdonan cualquier cosa”.
De su autoría, ver también en café
de las ciudades su respuesta al cuestionario
de Marcelo Castillo en el número 86, Fútbol y Ciudades,
A
30 años del ultimo partido de San Lorenzo en el Gasómetro.
Sobre
el DF mexicano, ver también en café
de las ciudades:
Número
36 | Cultura de las ciudades
Espectros
de la ciudad de México | El urbanismo
como mitología. | Juan Villoro
Número
47 | La mirada del flâneur
Imaginando
Tepito | Una crónica de México DF.
| Iván Peñoñori |
Número
47 | Cultura de las Ciudades
En
el hoyo | Los trabajos y los días en
el Segundo Piso del Periférico mexicano. | Marcelo Corti
Número 61 | La mirada del flâneur
Los
libros y la ciudad
| De Buenos
Aires al DF, la misma gramática maternal | Iván Peñoñori
Glosario
de argentinismos:
Chantada:
chapucería
Chapa,
o chapita: loco, alucinado (en un sentido más coloquial
que psiquiátrico)
Ciego
inconsolable del verso de Carriego: estrofa del tango
El último organito, referida a un personaje del poeta
Evaristo Carriego, “que fuma, fuma y fuma sentado en el
umbral”.
Despelote:
lío
Flit:
antigua marca de insecticida; en sentido figurado,
echar flit es espantar, rechazar
Gil:
tonto, inocente
Laburo:
trabajo
Mate:
infusión del sur del continente americano (Argentina,
Paraguay, Uruguay, Brasil), elaborada a partir de la yerba
mate; se llama así también al recipiente en la que se
sirve. En sentido figurado, cabeza, cerebro.
Mina:
mujer
Modorrear:
ejercitar la modorra, vale decir, un estado de somnolencia
que precede al autentico despertar.
Morfar:
comer
Parar
la olla: ganarse la vida, procurarse el sustento para
si mismo y la familia
Pirar:
irse o, en sentido figurado, enloquecer
Piantado/a:
loco/a
Ratón:
en sentido figurado, alucinación, fantasía o deseo
Venirse
en banda: caerse, desmoronarse