La Ciudad es un sistema
complejo y como tal la estudio y entiendo desde esa
perspectiva. En este sentido cabe la pregunta, ¿qué
es un sistema complejo? En palabras de Rolando García,
“el término Sistema designa a todo conjunto organizado
que tiene propiedades, como totalidad, que no resultan
aditivamente de las propiedades de los elementos constituyentes”
y complejo viene de complexus, que significa “lo que
está tejido en conjunto”. Esta definición de Ciudad
como sistema nos acerca, entre otras, a dos construcciones
conceptuales:
La primera es que los
Sistemas complejos (las ciudades en nuestro caso) no
poseen una unidad sustancial, sino que poseen una unidad
relacional, a saber: los Sistemas Complejos no son
una “cosa”.
La segunda construcción
está basada en el concepto de emergencia, donde llamamos
emergentes a las cualidades (características, propiedades,
etc.) de un sistema que presentan una condición de novedad
en relación a las características de las partes (o sub
sistemas). Esto quiere decir, a grandes rasgos, que
la Ciudad como Sistema posee cualidades propias y
que no existen en las partes, pero que son construidas,
organizadas, que emergen de las relaciones entre las
partes, y que si uno descompone la ciudad en esas
partes, las propiedades globales dejan de existir. En
síntesis, la construcción conceptual devenida de este
concepto es la que indica que la ciudad es una unidad
global, no elemental, Original, no originaria. Estas
dos grandes construcciones intervienen plenamente en
el debate sobre el derecho a la ciudad ¿Por qué?
Primero, porque creo
que existe una consigna común, que está arraigada, o
pretende ser naturalizada en términos de que el
derecho a la ciudad es el “acceso a vivienda
digna, al espacio público, a los equipamientos de salud,
de educación, etc.”. Si bien, y sin lugar a dudas, esto
es más que importante en la calidad de vida de las personas,
sin embargo unas líneas atrás mencionábamos que la ciudad
no era una cosa, no es un sustantivo. Entonces ¿puede
el derecho a la ciudad ser nada más que el acceso a
las “cosas” que componen la ciudad? Me adelanto
y les respondo: evidentemente no.
La ciudad es un tejido
de relaciones que se construye a medida que se van construyendo
sus propias herramientas de construcción. Esto, que
parece un trabalenguas, no es más que definir la organización
y las características de la ciudad a través de procesos
y redes de procesos que se vinculan y se (re) producen
entre sí y así van construyendo orden, estructura, organización
(aunque esta no se exprese físicamente). En estos términos,
la ciudad es el tejido de procesos que conforman urbanidad
y, para volver al tema que estamos desarrollando, el
derecho a la ciudad debiera ser tenido en cuenta desde
el derecho de todos los ciudadanos a acceder, participar
y determinar los procesos que conforman la urbanidad
como tal. El derecho a la ciudad es el derecho a
producir urbanidad.

Tengo una imagen, de alguna exposición, donde hay una
mujer, de no más de 20 años, esperando el colectivo
sentada con un bebé en un basural (o casi un basural,
de esos que encontramos en cualquier esquina del conurbano,
en un barrio no “tan lindo”). Imagino que los dos iban
al hospital y que una vez llegados allí después de una
espera “razonable” (de una hora y media) son atendidos,
para luego de 5 minutos volver a recorrer el periplo
de vuelta. Con argumentaciones matemáticas, estadísticas,
alguien podría decir que esas personas tienen acceso
al transporte público y a la salud. Ahora, ¿a qué ciudad
tienen derecho? Claramente poseen derecho a la ciudad
que les fue determinada, tienen derecho a la ciudad
que les queda, que les asignan, a la ciudad que
les convidan.
Los procesos que conforman
su urbanidad, la de la chica y el bebé, conforman una
urbanidad sufrida, dañina, en la que mientras esperan
el colectivo para ir al hospital se enferman, en la
que mientras tardan 3 horas en ir y volver, la ciudad
que le construyeron le saca a la madre la posibilidad
de trabajar para que se alimenten mejor y no vuelvan
a enfermarse. Sencillamente, la salud no es un hospital,
la accesibilidad no es un colectivo y la ciudad no es
una suma de sustantivos. El derecho a la ciudad
no es solamente el derecho al hospital, al colectivo
y a la vivienda.
Hoy estamos parados
frente a lo que queda de un discurso postmoderno –y
cuasi hegemónico– que nos acorrala a pensar la realidad
de manera fragmentaria, como si fuera esa la esencia
de la realidad última, como si lo sustantivo del mundo,
el fragmento, fuera el átomo final, el ladrillo con
lo cual construir nuestra realidad. Este discurso direccionado
y planificado tiene como objetivo –en gran parte cumplido–
el olvido de los nexos, de las relaciones. Sin
estas relaciones “olvidadas” –o mejor dicho, borradas
de la memoria colectiva– se esfuman las posibilidades
reales de planificar, de buscar un camino, de comprender
el progreso en otros términos que no sea cuantitativo,
que no sea la suma algebraica del acceso a “las cosas”
de la ciudad. Este discurso nos deja contentos con el
“cuanto”; muchas veces no exigimos un total que permita
desplegar lo humano, pedimos y exigimos la parte, la
resolución de la necesidad particular. En este marco,
la clase que tiene el poder, que puede edificarse como
constructora de la ciudad, como determinante de los
procesos que producen urbanidad, la misma que no asume
los riesgos y sí los beneficios, es la que se lleva
las utilidades urbanas reales. Esta ciudad nos “permite”
acceder a algunas cosas, en el mejor de los casos puede
que a muchas, pero siempre desde la estructura configurada
donde los que asumen los riesgos, y gran parte de los
costos, son necesariamente los que menos posibilidades
tienen de poner mano a la construcción de esos procesos,
de determinar la urbanidad.
La ciudad actual, en
cierto sentido postmoderna, no es solamente la que está
plagada de obras de arquitectura que van en contra del
sentido estético de la modernidad, sino que está
plagada de procesos fragmentarios, pensados desde
el atomizante mundo de las partes, donde cada una tiene
sentido, derechos y obligaciones en sí misma. En estas
ciudades, las partes pueden tener mayor o menor voluntad
popular, mayor o menor capacidad de inclusión, pero
no tienen capacidad de integración, vuelven sobre su
mundo en el cual la construcción individual de las problemáticas
y de las urgencias hace de su realidad un nodo que emplea
todo el capital para resolverse y construirse; las urgencias
y necesidades no tienen carácter de urbanidad, sino
de partes de esa urbanidad. El orden y la organización
especializada se ha devorado al sistema superior (la
verdadera ciudad) en donde se pueden encontrar contradicciones
entre subsistemas, donde se busca la coherencia de lo
humano y lo justo. No hay un sistema que cobije lo que
está separado, solamente hay partes, sueltas, algunas
veces resueltas, pero siempre sueltas. Nosotros, las
personas que “transitamos” sobre ellas, nos vemos obligados
a avanzar cruzando puertas de compartimiento estancos,
encontrando girones de urbanidad, de organizaciones
que no alcanzan a entenderse fuera de su mismidad, de
su universo cerrado y aislado.
Con esta concepción
de la realidad sólidamente construida, nos extraviamos
en el ideal de progreso lineal y continuo. Se vuelve
sobre el pragmatismo que ha hecho históricamente un
mundo de una bipolaridad que excluye cualquier otro
concepto, la realidad del incluido y el excluido; pero
no ya de la ciudad, sino de la salud, del mercado de
trabajo, del acceso a la vivienda, etc.
La ciudad, la urbanidad
de la vida de los hombres ha sido desmembrada. La persona
que tiene acceso a la salud pública y no posee vivienda
ni trabajo, ¿está ejerciendo su derecho a la ciudad?
La referencia urbana se va perdiendo, se va transformado
en la referencia de la parte, del hospital, de la vivienda,
de la escuela. La ciudad desaparece absorbida por
sus partes.
El derecho a la ciudad
es el derecho a la producción de urbanidad, en términos
de las relaciones que hacen de la ciudad un lugar humanamente
habitable, sustentable y socialmente justo. Se vive
en el todo, no en las partes.

Este punto nos deja
en el debate sobre el tipo de ciudad al cuál deberíamos
tener acceso, a la Ciudad Justa, Segura, Democrática,
etc. Y aquí entra el segundo concepto, el de emergencia,
que deviene de comprender a la ciudad como una unidad
global y no elemental.
Para tomar un ejemplo
que está de moda, vamos a hablar de la Ciudad Segura.
Si uno tuvo el oído abierto en los últimos años pudo
haber escuchado millones de recetas sobre la
(in)seguridad. En los términos que venimos
exponiendo, la seguridad, al igual que otras características
de la ciudad como total, es una característica que emerge
de la relación entre los diferentes componentes o elementos
del sistema ciudad. Esto necesariamente nos lleva
a un punto crucial: en los sistemas complejos, en la
ciudad, ni la descripción, ni la explicación de una
característica general puede realizarse al nivel de
las partes.
Hace poco tiempo, unos
meses, escuché una de las recetas más insólitas que
jamás hubiese imaginado: un candidato a futuro funcionario
de seguridad decía que en el tema de la inseguridad
había que llegar a lograr la teoría del “helado”
(o algo así) y consistía en lo siguiente: cuando alguien
va a tomar un helado, mientras hace la cola, debe ver
un policía, mientras le sirven el helado, debe ver otro
policía (distinto del primero) y mientras se come el
helado debe ver al tercer policía. Hace muchos años
que no escuchaba un pensamiento lineal tan dañino
y deformado como este.
La ciudad segura como
cualidad emergente, o la inseguridad como característica
urbana, debe pensarse como una red de relaciones. Aquí
encontramos un artilugio que muchas veces es usado,
con fines espurios, como herramienta cotidiana en la
política, en los medios de comunicación, y las universidades,
a saber: centrarse en los resultados (inferencias
estadísticas, hechos personales, particulares, etc.)
y olvidarse de los procesos que tuvieron parte en lo
que se está discutiendo, oculta los fenómenos que
le dieron origen. Cuestión no menos importante, que
en este tema, entre otras cosas, produce la criminalización
de la pobreza. Desde ahí salen, más de una vez, las
cuentas magníficas al estilo: más ladrones, más policías.
La ciudad segura no
es la ciudad de la policía, ni de los “corredores seguros”,
ni la del “Gran Hermano” con mil cámaras. La seguridad
urbana no es un número, ni la cantidad de gente que
conozcamos que hayas sufrido un hecho delictivo.
Para profundizar vamos
a analizar el caso de las
plazas enrejadas. Plaza enrejada: por fuera
un mundo real y complejo, por dentro la necesidad de
algunos de escapar a ese mundo, linealidad y búsqueda
desesperada de anular la diferencia, un nuevo mundo
donde el “otro” es peligroso; mundo donde sólo algunos
tienen la llave; mundo que se auto delimita geográficamente
para salvaguardar lo que pierde al enrejarse. Un mundo
público que se vende barato y engañado al afiche de
una ciudad segura.
Las rejas destruyen
esa relación libre que existe, desde siempre, en el
espacio público que se asentaba, parafraseando a Artigas,
en la diferencia entre iguales. En un contrario casi
perfecto, ellas (las rejas) son puestas para que
los iguales sean diferentes. Las personas que ponen
las rejas, obviamente, no tienen la intención de resguardar
las plazas de la gente de su propia clase, de sus iguales,
sino a resguardarlas frente al “otro”. Es la negación
de la relación libre que estimula la igualdad en la
diferencia; es la declaración taxativa de que lo diferente
es necesariamente peligroso y pone en riesgo “nuestro”
mundo (el mundo “de la gente como uno”).
¿Esa es la Ciudad Segura?
Policías y rejas, linealidad y diferencia. Ciudad segura
para algunos, ciudadanos peligrosos otros. Misteriosamente,
en este discurso no aparecen algunos procesos que sí
relacionan a muchos de los subsistemas urbanos y que
hacen de las ciudades inseguras, como por ejemplo la
explotación de unos sobre otros (procesos de explotación),
la alienación, la construcción de la figura del otro
como enemigo, la fractura social producida por los
imaginarios urbanos instalados, etc.

No me quiero extender
más, sin antes dejarles algunas conclusiones personales:
La construcción
de la urbanidad es una construcción política, es
una lucha de intereses, de clases. La política, las
relaciones políticas, son las únicas que transforman
la realidad, las que producen otra ciudad, y esto se
da en el marco de la lucha de intereses. El hacer es
político, la urbanidad es necesariamente política.
En la construcción
desde la complejidad, desde las relaciones, desde los
procesos, el Estado tiene un rol indelegable. Las leyes
regulan y determinan muchas de estas relaciones entre
las partes del sistema ciudad. En este sentido creo
imprescindible comenzar a pensar las políticas públicas
desde otro lugar, hay una necesidad de construir políticas
intersectoriales, de dejar atrás el modelo eficientista
y especializado que nos pone una venda sobre los
ojos y no nos permite ver la construcción de una totalidad
más humana, (y no por ello menos eficiente). Murray
Gell-Man, ese extraordinario físico que escribió El
Quark y el Jaguar (además de ganar el Nobel, entre otras
cosas) decía “la realidad tiene problemas, y la universidad
tiene departamentos (facultades)” (haciendo referencia
a la simplificación de la realidad) a lo que agregaría
“la ciudad tiene problemas, y el estado tiene sectorialistas”.
Debemos
empezar a pensar desde los procesos vinculados, desde
las relaciones que se producen, y desde allí pensar
en verbos y dejar de pensar en sustantivos que tienen
existencia propia e independiente. Hay que dejar de
naturalizar la ciudad como si hubiese existido así desde
siempre, como si tuviese una existencia en sí misma.
En
este camino debemos dejar el “yo pienso” cartesiano
y empezar a pensar en el nosotros “desde lo plural,
entendiendo que se piensa en, con, junto y contra del
colectivo en el que vivimos” (Denis
Najmanovich).
No
se tiene derecho al sustantivo Ciudad sino al verbo
Ciudad.
No molesto más.
OJ
El
autor es Arquitecto. Integra los equipos técnicos de
la Subsecretaria de Planificación Territorial de la
Inversión Pública de la Nación (Argentina) y es docente
de la FAU-UNLP.
De
su autoría, ver también en
café
de las ciudades:
Número
138-139 | Ambiente
y política de las ciudades
Inundación
y complejidad en La Plata
I La lluvia no asesinó a nadie, la ciudad sí I Por
Olaf Jovanovich
Sobre
derecho a la ciudad, ver también en café
de las ciudades:
Número
120 | Política de las ciudades (I)
Cómo
hacer de la ciudad una ecuación posible | Las visiones de
David Harvey y Jordi Borja sobre el derecho a la ciudad | Beatriz
Cuenya
Y
sobre seguridad y rejas…:
Número
26 | Política
de las ciudades
La
inseguridad ciudadana en la comunidad andina | Políticas contra la violencia
en América Latina. | Fernando
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Número
79 | Política de las ciudades (I)
El
Muro de La Horqueta | Inseguridad urbana y
políticas socio-territoriales en la Argentina | Por Carmelo Ricot y Lucila Martínez A. |
Número
89 | Política de las ciudades (I)
“El
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a Jaume Curbet | Marcelo Corti
Número
125 | Terquedades
Una
mirada arrabalera a Buenos Aires | Terquedad
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