"Esa región de donde proceden mis sueños"
Barbarie
y belleza de la ciudad moderna, en cinco poemas de las "Iluminaciones".
Por
Arthur Rimbaud

IX
- Realeza
Cierta mañana,
entre gentes muy dulces, un hombre y una mujer soberbios gritaban
en la plaza pública: "Amigos míos, ¡quiero que
sea reina!" "¡Quiero ser reina!" Ella reía
y temblaba. El hablaba a sus amigos de revelación, de prueba
cumplida. Desfallecían el uno contra el otros.
En efecto, fueron
reyes toda una mañana, en que las tapicerías carmesíes
se elevaron sobre las casas, y toda la tarde, en que avanzaron en
dirección a los jardines de palmeras.
XIII
- Obreros
¡Oh esta cálida
mañana de febrero! El sur inoportuno vino a suscitar nuestros
recuerdos de indigentes absurdos, nuestra joven miseria.
Henrika tenía
una falda de algodón con cuadros blancos y oscuros, que debió
usarse en el siglo anterior, un sombrero con cintas y un pañuelo
de seda. Era mucho más triste que un luo. Dimos una vuelta
por los suburbios. El tiempo estaba nublado, y ese viento del sur
excitaba todos los mezquinos olores de los jardines arruinados y
de los prados marchitos.
Aquello no habría
de fatigar a mi mujer en igual medida que a mí. En un charco
restante de la inundación del mes anterior en un sendero
bastante elevado, ella me mostró unos peces muy pequeños.
La ciudad, con
su humo y su ruido de maestranza, nos seguía desde muy lejos
por los caminos. ¡Oh el otro mundo, la habitación bendecida
por el cielo, y las sombras de los árboles! El sur me recordaba
los miserables incidentes de mi infancia, mis desesperaciones estivales,
la horrible cantidad de fuerza y de ciencia que la suerte siempre
alejó de mí.
¡No!, no pasaremos
el verano en este país avaro donde nunca veremos más
que huérfanos desposados. Quiero que este brazo endurecido
no arrastre más que una imagen querida.
XV-
Ciudad
Soy un efímero
y no por demás descontento ciudadano de una metrópolis
que se supone moderna porque todo gusto conocido se eludió
en el mobiliario y en el exterior de las casas tanto como en el
trazado de la ciudad. Aquí no podríais señalar
los vestigios de ningún monumento de la superstición.
La moral y el lenguaje se redujeron, ¡por fin!, a su expresión
más simple. Estos millones de personas que no tienen necesidad
de conocerse sobrellevan de manera tan semejante la educación,
el oficio y la vejez, que la duración de esa vida debe ser
varias veces menos larga de lo que una estadística insensata
muestra para los pueblos del continente. Así es como, desde
mi ventana, veo espectros nuevos que circulan a través del
apretado y eterno humo de carbón -¡nuestra sombra del bosque,
nuestra noche de verano!-, Erinnias nuevas, ante mi villa que es
mi patria y todo mi corazón, dado que todo se parece aquí
a eso – la muerte sin lágrimas, nuestra activa niña
y sirvienta, un Amor desesperado y un lindo Crimen plañendo
en el lodo de la calle.
XVII-
Ciudades
¡Estas son ciudades!
¡Este es un pueblo para el que se han elevado esos Aleganios y esos
Líbanos de ensueño! Chalets de cristal y de madera
que se deslizan sobre rieles y poleas invisibles. Los viejos cráteres
ceñidos de colosos y de palmeras de cobre rugen melodiosamente
en medio de los fuegos. Fiestas del amor resuenan en los canales
colgados detrás de los chalets. La música de caza
de los carrillones grita en las gargantas. Corporaciones de cantores
gigantescos acuden con ropajes y oriflamas deslumbrantes como la
claridad de las cimas. Sobre las plataformas, en medio de los precipicios,
los Rolandos emiten el sonido de su bravura. Sobre los pasadizos
del abismo y los techos de las posadas, el ardor del cielo empavesa
los mástiles. El derrumbe de las apoteosis alcanza los campos
de las alturas donde las centauras seráficas evolucionan
en medio de las avalanchas. Por encima del nivel de las crestas
más altas, un mar turbado por el nacimiento eterno de Venus,
cargado de flotas orfeónicas y del rumor de las perlas y
de las caracolas preciosas –el mar se oscurece por momentos con
resplandores mortales. En las vertientes, cosechas de flores grandes
como nuestras armas y nuestras copas, mugen. Cortejos de Mabs con
túnicas rojas, opalinas, ascienden de los barrancos. Allá
arriba, los pies en la cascada y los espinos, los ciervos se amamantan
de Diana. Las bacantes de las afueras sollozan y la luna arde y
aúlla. Venus entra en las cavernas de los herreros y las
ermitas. Grupos de campanas de rebato cantan las ideas de los pueblos.
De los castillos construidos con huesos surge la música desconocida.
Todas las leyendas evolucionan y los alces irrumpen en los poblados.
El paraíso de las tormentas se hunde. Los salvajes danzan
sin cesar la fiesta de la noche. Y, a la una, descendí al
movimiento de una avenida de Bagdad donde unas gentes cantaron la
alegría del trabajo nuevo, bajo una brisa pesada, y circulé
sin poder eludir los fabulosos fantasmas de los montes donde debimos
volver a encontrarnos.
¿Qué
buenos brazos, qué hora feliz me devolverán esa región
de donde proceden mis sueños y mis menores movimientos?
XIX
– Ciudades
La Acrópolis
oficial, superior a las más colosales concepciones de la
barbarie moderna. Imposible expresar la claridad producida por el
cielo inmutablemente gris, el resplandor imperial de las mamposterías,
y la nieve eterna del suelo. Se han reproducido con un gusto de
singular enormidad todas las maravillas clásicas de la arquitectura.
Asisto a exposiciones de pintura en locales veinte veces más
vastos que Hampton-Court. ¡Qué pintura! Un Nabucodonosor
noruego hizo construir las escaleras de los ministerios; los subalternos
que pude ver son ya más orgullosos que brahmanes, y he temblado
ante el aspecto de los que custodian colosos y los oficiales de
las construcciones. Mediante el agrupamiento de los edificios, en
plazas, patios y terrazas apretados, se ha sustituido a los cocheros.
Los parques representan la naturaleza primitiva trabajada con un
arte soberbio. El barrio alto tiene partes inexplicables: un brazo
de mar, sin barcos, desenrolla su mantel de granizo azul entre muelles
cargados de candelabros gigantes. Un puente corto conduce a una
poterna situada inmediatamente bajo la cúpula de la Sainte-Chapelle.
Esa cúpula es un armazón de acero artístico
de unos quince mil pies de diámetro.
En algunos puntos
de los pasadizos de cobre, de las plataformas, de las escaleras
que bordean las naves y los pilares, ¡creí que podría
juzgar la hondura de la ciudad! El prodigio que no pude explicarme:
¿cuáles son los niveles de los otros barrios, situados sobre
la acrópolis o debajo de ella?
Para el extranjero
de nuestro tiempo, el reconocimiento es imposible. El barrio comercial
es un circus de un solo estilo, con galerías de arcadas.
No se ven tiendas, pero la nieve de la calle está pisoteada;
algunos nababs, tan raros como los paseantes de una mañana
de domingo en Londres, se dirigen hacia una diligencia de diamantes.
Algunos divanes de terciopelo rojo: se sirven bebidas polares cuyo
precio oscila entre ochocientas y ocho mil rupias. Ante la idea
de buscar teatros en ese circus, me digo si las tiendas no habrán
de contener desde ya dramas bastante oscuros. Pienso que hay una
policía, pero la ley debe ser tan extraña, que renuncio
a hacerme una idea de los aventureros de aquí.
El suburbio,
tan elegante como una hermosa calle de París, se ve favorecido
por un aire luminoso; el elemento democrático cuenta con
algunos centenares de almas. Allí, sin embargo, las casas
no continúan; el suburbios se pierde de manera singular en
el campo, el "Condado" que ocupa el occidente eterno de
los bosques y de las plantaciones prodigiosas donde los gentilhombres
salvajes persiguen sus crónicas bajo la claridad que alguien
ha creado.
AR
Arthur
Rimbaud
(1854 -1891) nació en Charleville, Francia, y comenzó
a escribir poesía en su niñez. A los 17 años
escribió El
barco ebrio, que presentó a Paul Verlaine
(con quien mantuvo una apasionada y violenta relación). Poeta
maldito por excelencia, su obra experimenta con el ritmo, la puntuación
y el valor evocativo de las palabras, además de anticiparse
al psicoanálisis y el surrealismo en la exploración
del subconsciente. Produjo lo esencial de su obra antes de cumplir
los veinte años: Una temporada en el Infierno, Iluminaciones
y la Carta del Vidente (donde sostiene que "la poesía
ya no marcará la acción: estará por delante").
Luego abandonó la poesía, viajó por Europa
y se estableció en el norte de Africa, donde se dedicó
al tráfico de armas.
Proponemos
a nuestros lectores y lectoras que nos envíen las imágenes
que consideren adecuadas (fotos, dibujos propios o ajenos,
collage, croquis, etc.) para acompañar esta poesía
"maldita".
Los
poemas que se reproducen en esta nota fueron traducidos por Raúl
Gustavo Aguirre para la edición de Una temporada en el
Infierno - Iluminaciones - Carta del Vidente realizada
por Monte Avila Editores, Caracas, 1976.
|