Espectros
de la ciudad de México
El urbanismo
como mitología.
Por Juan Villoro
N.
de la R.: El escritor mexicano Juan Villoro presentó este
texto en el reciente Encuentro de Pensamiento Urbano Ciudad Abierta
05, realizado los días 5 y 6 de septiembre en el Teatro San
Martín de Buenos Aires. Ver al respecto la nota Cómo
vivir juntos, de Graciela Speranza, en este número
de café
de las ciudades.

Ciudad
y traducción
Extrañas
son las consecuencias de hablar de una ciudad. Su carácter
profundo depende del modo de nombrarla. La ciudad es dicha, interpretada,
ultrajada. ¿Hay un orden en las palabras que provoca? Las leyendas
urbanas son como las malas traducciones: lo que se entiende es
incorrecto pero se entiende. A veces uno de esos malentendidos
adquiere vida propia e influye en la forma en que la urbe se reitera:
un eslabón de sombra, un espectro necesario.
En el siglo
III a. C. los judíos de Alejandría se regían
por los primeros cinco libros de la Biblia (el Pentateuco). Para
entender esta jurisprudencia, Tolomeo II impulsó una traducción
al griego. De acuerdo con la leyenda, 72 sabios partieron de Jerusalén
a Alejandría y durante 72 días se encerraron en 72
cuartos. Al terminar la traducción, cotejaron sus materiales:
los traslados eran idénticos. Esta traducción, conocida
como La Setenta, reafirmó la identidad de la comunidad
judía en el exilio.
La versión
griega era más espuria de lo que aconsejaba el mito, pero
esto sólo importó tres siglos después, con
la llegada del cristianismo. Ciertos errores de traducción
parecían anticipar la figura de Cristo. Los evangelistas
se sirvieron de esta versión para componer el Nuevo Testamento
(de sus 350 referencias al Antiguo Testamento, 300 proceden de La
Setenta; el mismo uso de la palabra "testamento" es
una modificación de los traductores, que así se refirieron
a la "alianza").
El más
célebre cambio en el texto atañe a la ciudad. En Isaías
7,14, la escritura dice: "Una muchacha ha dado a luz a un hijo".
La Setenta ofrece este traslado: "Una virgen ha dado
a luz a un hijo". En su evangelio, San Mateo afirma que María
cumple el augurio de Isaías. De haber leído el hebreo,
no habría incurrido en este equívoco.
¿Qué
tenía en mente el traductor? Una ciudad: Jerusalén,
también llamada "virgen". Como Polo en Las
ciudades invisibles de Calvino, identificó
la ciudad remota con una mujer. Ese objeto del deseo da a luz un
hijo, y cambia el curso de las religiones.
Concebida para
afianzar el judaísmo, La Setenta se convirtió
en una efectiva estrategia de divulgación cristiana; brindó
un mensaje comunicable, impuro y eficaz: traducido.
El apodo de
Jerusalén fundó una mitología. Aunque la leyenda
de los 72 sabios se refería a una recreación perfecta,
su verdadera influencia fue la del misreading. Profecías
hacia el pasado, los errores de traducción modifican el original.
Hace 2.300 años,
un fatigado traductor cedió a un espejismo. Una muchacha
fue para él una ciudad. A ese equivocado escriba se debe
un simulacro más resistente que los muros de Jerusalén.

Aparición
en el agua: la imagen fundadora
Desde su nombre,
la ciudad de México depende de mixtificaciones y problemas
de traducción. En rigor, deberíamos referirnos al
Distrito Federal y a la zona conurbada, que pertenece al Estado
de México. Le adjudicamos el nombre del país entero,
como si fuera la urbe de urbes; al mismo tiempo, la nombramos en
minúsculas. Reconocemos el tamaño del monstruo, pero
lo domesticamos con un apodo.
Nuestra megalópolis
deriva de una imagen aparecida en el transparente aire de los 2.200
metros de altura. Todo comenzó lejos de ahí, en las
húmedas cuevas de la era prehispánica, ese hueco del
tiempo cuya esencia se nos escapa y encandila por lo que omite:
la falta de vías de acceso crea una anterioridad absoluta,
que no ha terminado de suceder porque no podemos precisarla.
De acuerdo con
el mito, los peregrinos de Aztlán, lugar posiblemente situado
donde ahora es Nayarit, perseguían una imagen para levantar
su ciudad: un águila devorando una serpiente. Alfredo López
Austin ha encontrado rastros de esta historia en narraciones modernas
de los indios huicholes, donde el enfrentamiento entre los animales
representa la pugna del sol (el águila) por dominar el agua
(la serpiente). Para matizar esta violencia fundadora, la más
célebre canción que trata de nuestro escudo incluye
estas estrofas:
La
águila siendo animal
Se retrató
en el dinero.
Para subir
al nopal
Pidió
permiso primero.
La letra captura
la hermética cortesía mexicana. El ave de rapiña
solicita licencia para subir al cactus en pos de la víbora.
Quizá se trate del único emblema nacional que es un
acto de depredación.
El pueblo que
buscaba el triunfo del sol venía de un sitio en Aztlán
llamado Chicomostoc, Lugar de las Siete Cuevas. En las cosmogonías
prehispánicas, el origen suele ser representado por una gruta
y la muerte por el inframundo. Lo que ocurre en medio, la vida breve,
es el lapso del sol. Nada más lógico que una tribu
que procede de una cámara oscura busque la luz y una figura
articuladora.
Fieles a esta
tradición fotosensible, los aztecas edificaron su capital
donde surgió la imagen: el águila y la serpiente
se encontraron en un islote, en el lago que cubría buena
parte del valle donde hoy se extiende la ciudad de México.
Se ha concedido
más peso histórico a la imagen que al relato que ahí
comienza: no nos interesa lo que anuncia; nos interesa que haya
ocurrido. Un instante fuera del tiempo.
Aunque no están
en buenos términos, el águila y la serpiente muestran
una cohabitación posible. Nuestro escudo captura el bronco
instante de equilibrio donde la patria es criolla. Lo que vino después,
la digestión voraz, no se menciona.
De esta convulsa
estampa deriva la ciudad de México. El águila y la
serpiente ofrecían un cruento vaticinio: el sol se comería
el agua. Entender la imagen implicaba arrepentirse de ella. El ecocidio
urbano se anuncia en ese mínimo bestiario.
Edificada sobre
el agua, México-Tenochtitlan vivió para combatir inundaciones
hasta desecar el valle entero. Luego los humos industriales, el
polvo en la cuenca lacustre y el fragor de los automóviles
se encargaron de difuminar el cielo. El Distrito Federal cada
vez se parece más a la gruta primigenia: Chicomostoc,
la cámara oscura.

El
desecho como ornamento
El centro simbólico
del Museo de Antropología es el calendario azteca. Sus jeroglíficos
miden "ataduras de años". ¿Qué podemos leer
hoy en ese disco mineral? "Horas de luz que pican ya los pájaros/
presagios que se escapan de la mano", escribe Octavio Paz en
la cadena de endecasílabos blancos con que busca actualizar
el tiempo azteca: "Piedra de sol".
Ávida
de presagios, la mirada moderna suele pactar con los designios circulares
del tiempo mítico. Lo decisivo es lo que regresa. Numerosos
monumentos y edificios de la ciudad remiten a la cultura prehispánica.
El caos cotidiano y la progresiva desurbanización adquieran
así un simulacro de orden. Todo es un desastre, el
autobús no llega, la calle se inunda, el asaltante está
a la vista, pero una greca en una fachada alude a los fundadores
del lugar. El mensaje es confuso: la patente zona de desastre reclama
una grandeza anterior. Esto la inserta en una lógica:
pertenece a una serie trágica. La calamidad no mejora al
vincularse con el pasado; sin embargo, saber que el presente es
una degradación de algo superior brinda un consuelo melancólico,
la nostalgia de lo que no se tuvo.
Con frecuencia,
las megalópolis construyen una geografía imposible
de asociar con la noción de "lugar". La ciudad
de México participa de esta indefinición. En ciertas
zonas, las únicas señas de identidad son los logotipos
de neón. Sabes que circulas porque ya viste tres veces la
eme parabólica de MacDonalds.
Al respecto escribe John Berger: "Las marcas y los logotipos
son los toponímicos de Ninguna Parte. También se utilizan
otras señales que indican Libertad o Democracia, términos
robados a periodos anteriores para crear confusión. Antiguamente,
los defensores de la patria utilizaban contra los invasores una
técnica que consistía en cambiar las señales
de la carretera; así, la señal que indicaba Zaragoza
acababa mostrando la dirección opuesta, Burgos.
Hoy no son los defensores sino los invasores extranjeros quienes
cambian las señales para confundir a los locales,
confundirlos sobre quién gobierna a quién, la naturaleza
de la felicidad, la dimensión del duelo o dónde se
encuentra la eternidad". La reconversión del ciudadano
en cliente hace que recorra la urbe en pos de tiendas y logos reconocibles.
En medio de esta deslocalización, los referentes básicos
de la ciudad de México remiten a una edad desaparecida. De
pronto, una oficina piramidal con vidrios de espejo irrumpe en el
trazo urbano. Poco importa que parezca un delirio futurista de Asia
Menor: toda reminiscencia arqueológica, puede ser vista como
"nuestra". Lo mismo ocurre con los diseños color
"rosa mexicano", tonalidad que nunca favorecemos en lo
que compramos pero que una asentada retórica del gusto nos
obliga a asociar con nuestra indemostrable identidad.
El nacionalismo
ornamental se alimenta de fuerzas históricamente enemigas:
arcos triangulares mayas, las tres cruces del Gólgota, caudillos
revolucionarios que murieron procurando aniquilarse entre sí.
El sustrato último de esta confusión simbólica
es que importa porque no puede volver, o porque sólo puede
hacerlo como adorno.
En "Crimen
y ornamento" comenta Adolf Loos: "A medida que la cultura
se desarrolla, el ornamento desaparece de los objetos cotidianos".
La ciudad de México refuta esta sentencia: los objetos desaparecen
pero no los ornamentos. Al decir del cronista Fabrizio Mejía
Madrid, nuestra capacidad de reciclaje hace que "una lata de
refresco pueda haber sido, en su origen, un taxi". Lo significativo
en esta cadena de deterioro tecnológico es que el resultado
final sirva de adorno. Para que así sea, hay que tener sentido
ecléctico de la decoración y asumir que todo fragmento
mejora al desaparecer su referente.
En cualquier
estacionamiento capitalino es posible hallar altares de la posmodernidad:
una pantalla de televisión con una guirnalda de focos de
árbol de navidad y la cabeza de un muñeco en la antena.
El rasgo estético: la televisión no funciona pero
los focos sí. Sería exagerado decir que la ciudad
es una galería espontánea de instaladores; los desechos
reconvertidos en adornos pertenecen al modo clásico: aspiran
a perdurar, libres ya de lo efímero (su cometido original).
Esta apropiación
del ornato se desmarca del guión que se alimenta de pasado,
pero comparte con él la idea del desperdicio como ornamento.
La historia oficial apuesta por poner en piedra restos de tiempo
(ruinas exprés), del mismo modo en que la instantánea
artesanía descubre el valor eterno de la chatarra.
Territorio del
desgaste, la pobreza y la devastación, la ciudad de México
se desintegra para adornarse. "Nuestra época asocia
la belleza a la desaparición", ha dicho el novelista
Guillermo Fadanelli. No se refiere a la evanescente condición
cinemática que Paul
Virilio
advirtió en las macrópolis, sino a la extinción
real como forma del arte. En nuestra fantasmagoría urbana,
desaparecen los sitios pero no los adornos.

La
utopía del estancamiento
Hace mucho que
el ciudadano común se resignó a no circular.
Un traslado de 45 minutos es juzgado como excepcional por su velocidad.
La mayoría de los viajeros pasa de tres a cuatro horas diarias
en un vehículo. Cuando alguien toca el claxon, suele tener
placas de provincia. El residente ha perdido la esperanza de avanzar.
La hipótesis
de Virilio de que la ciudad moderna crece para derrotar el espacio
y la posmoderna para apoderarse del tiempo ha encontrado un caso
límite en México, DF. La velocidad se ha descartado
del horizonte. Esto refuerza la importancia de la ciudad virtual:
el 30% de la población ve televisión más de
tres horas al día, y las principales formas de relación
dependen de Internet y los teléfonos celulares, que en la
última década superaron los diez millones de teléfonos
fijos instalados a lo largo de un siglo.
La necesaria
renuncia al movimiento ha traído extrañas formas de
vida. La utopía del pasajero detenido no consiste en imaginar
el imposible desahogo del tráfico sino que la ciudad se mueva
en su beneficio. Llegará el día en que la mayoría
de los habitantes estarán encallados y se vincularán
a través de mensajeros capaces de correr largas distancias
como los indios tarahumaras, o de repartidores de pizzas multiusos
(en sus breves motocicletas llevarán un resumen del mundo,
con hilo para coser y agua oxigenada). Un bastión de sedentarios
donde sólo los especialistas serán nómadas.

"Me
gustas porque no te localizo"
Nuestra recurrencia
a la nomenclatura azteca revela que la ciudad puede ser conquistada
pero no entendida. Los nombres raros preservan el imaginario
que culturalmente nos importa, la desaparición que prestigia
el presente con la sugerencia de que en algún momento hubo
un modelo.
La toponimia
azteca alterna con nombres que en su mayoría aluden a la
sangre derramada. Los héroes más reconocibles se reparten
por el espacio con un criterio de hit-parade. Un prócer
sólo significa si se repite mucho. La Guía Roji
de 2005, nuestro más confiable atlas urbano, informa
que hay 283 calles que se llaman Zapata, en otros tantos barrios.
Los nombres
de la ciudad brindan la misteriosa seducción de lo ilocalizable.
Para no quedarse atrás, nuestra estatuaria es nómada:
la Diana Cazadora, la efigie de Cuauhtémoc, los Indios Verdes
y el monumento ecuestre de Carlos IV, conocido como "El Caballito",
han cambiado varias veces de ubicación.
¿Qué
símbolos perduran en este escenario de la virtualidad? Dos
efigies aspiran a la perenne novedad del mito: la Virgen de Guadalupe
y la estatua de Tláloc. En ambos casos, se trata de talismanes
fantasmáticos.
Los datos sobre
la aparición de la Virgen son tan endebles que han sido cuestionados
por la propia jerarquía eclesiástica. En la década
de los noventa el padre Guillermo Schulenburg, abad de la Basílica
de Guadalupe durante 33 años, puso en duda la existencia
de Juan Diego, testigo de la revelación y hoy santo mexicano.
Pero ni el ocasional racionalismo de la Iglesia ha mermado un culto
que no necesita de otra evidencia que su propia fe. Guadalupe existe
como un eficiente simulacro, según demuestran los 9 millones
de feligreses que la visitan el 12 de diciembre, así
como las cantinas, las farmacias y el aceite de cártamo que
se amparan en su nombre. La patrona de México afecta los
más diversos usos urbanos: la única forma de que los
vecinos dejen de tirar basura afuera de tu casa consiste en poner
una efigie guadalupana (llegará el momento en que todas las
calles estarán sembradas de vírgenes como parquímetros
celestes).
No es casual
que la más reciente aparición de la Virgen haya ocurrido
bajo tierra. Todos los días, 5 millones de descendientes
del Lugar de las Siete Cuevas viajan en metro. En 1997 una filtración
de agua produjo un nítido retrato de la Virgen en la estación
Hidalgo. La patrona escogió bien su nuevo santuario: la estación
que lleva el nombre del prócer que blandió el estandarte
de la Virgen para iniciar la gesta de Independencia.
La Iglesia quiso
contener a un pueblo que se precipita para mostrar su fe, pero fue
rebasada por el fervor guadalupano. La estación Hidalgo se
congestionó en tal forma que fue necesario construir una
capilla en la superficie.
El otro mito
que trabaja horas extra pertenece al mundo prehispánico:
Tláloc, dios de la lluvia. Su estatua afuera del Museo de
Antropología es la más contundente presencia del
mundo prehispánico en la ciudad. La mole sin otros adornos
que unos aros de piedra parece representar a un superhéroe
de ciencia ficción. Cubierta de verdín ante un estanque
de agua, tiene en la frente los restos de un graffiti. Alguien quiso
escribir ahí la palabra "Tláloc". Una placa
colocada por las autoridades informa que se trata de la deidad del
agua.
Recuerdo el
día en que llegó a la ciudad de México. El
16 de abril de 1964 yo tenía 8 años y salí
a la calle con mi padre a ver la llegada del monolito. En vez de
seguir una ruta directa al museo, Tláloc dio un rodeo de
campeón olímpico. Lo vimos pasar en un camión
acondicionado para un dios extragrande. Naturalmente, ese día
llovió mucho. Mi padre me dijo que lo mismo había
sucedido en los pueblos que Tláloc recorrió en su
camino a la capital.
Por su dimensión
colosal, la pieza resultó perfecta para expandir la influencia
del museo a la calle. A partir de su llegada, nuestras tormentas
tuvieron una causa. En 2004, Armando Ponce, reportero de la revista
Proceso, mostró que hemos creído en el dios
equivocado. El monolito no representa a Tláloc y se desconoce
su especialidad divina. La idea original era colocar una cabeza
olmeca en la explanada del museo, pero al presidente Adolfo López
Mateos le pareció demasiado pequeña para ser vista
por los transeúntes. Los arquitectos inventaron un dios a
su medida.
¿Ha cambiado
el prestigio del coloso al saber su historia? Por supuesto que no.
Después de décadas de soportar la lluvia ácida,
es el Tláloc que nos gusta.
En su calidad
de espectros, la Virgen de Guadalupe y el Dios del Agua no pueden
ser indagados con el rigor con que buscamos la desaparecida imagen
del águila y la serpiente. Sólo se estudia a fondo
lo que no se localiza.

El
fin del mundo ya pasó
El ecocidio
ha traído una ciudad espectro de sí misma. El bastión
azteca se hunde en el subsuelo, las referencias de la naturaleza
se han borrado, la contaminación del aire difumina los edificios.
A diferencia de otras megalópolis, el DF carece de construcciones
que sirvan de puntos de referencia. Es posible encontrar
asideros visuales en el Zócalo, Santa Fe, Coyoacán
o Paseo de la Reforma, pero se trata de señas regionales.
La dificultad
de localizar una vastedad autocontenida, donde nada queda afuera
y el aeropuerto está casi en el centro, ha traído
una peculiar cultura compensatoria. Incapaz de lidiar con los desastres
reales, el capitalino los exagera para dominarlos como fábula.
Todos los días alguien repite que habitamos la ciudad más
grande del mundo. Aunque esto sea falso tanto en lo que se refiere
a la superficie construida como al número de habitantes,
preferimos el récord que nos califica de excepción.
En nuestro esotérico enfrentamiento con el destino suponemos
que la singularidad salva.
La ciudad de
México ha crecido para escenificar una expresión de
Paul
Virilio:
"el crepúsculo de los lugares". El lago, el cielo,
la ciudad azteca, la ciudad colonial, la ciudad decimonónica
y la ciudad moderna fueron arrasados. ¿Qué explica nuestra
permanencia?
Una fecha define
nuestra capacidad de sobreponernos al DF: 19 de septiembre de 1985.
Esa mañana, un terremoto desconcertó a los sismólogos
porque las ondas de resonancia se comportaron como si viajaran por
el agua. La profecía del águila y la serpiente no
se había cumplido del todo. Desde el punto de vista sismológico,
la ciudad se extiende sobre un lago implícito. No es casual
que las iglesias coloniales se hundan en sus cimientos como navíos
a punto del naufragio
El terremoto
trajo la sepultada memoria del agua y propició un
nuevo trato con la urbe. En un sentido político y comunitario,
permitió que la población se organizara en forma espontánea
para responder a la tragedia ante la inoperancia del gobierno. Un
nuevo rostro ciudadano surgió entre los brigadistas que buscaban
ordenar las piedras rotas. Hubo miles de muertos y desaparecidos,
pero también se fraguó un sentido de la resistencia
hasta entonces inédito. Poco a poco, comenzó a hablarse
del "partido del temblor", la masa crítica
que sacaría al PRI del gobierno de la capital. De manera
significativa, también comenzó a redefinirse la relación
ecológica con la ciudad. La comunidad que se supo milagrosamente
a salvo no eligió el sentido común para valorar su
residencia en la Tierra. Los muchos datos de la catástrofe
urbana no fueron vistos como el anuncio de un fin inminente, sino
como el resultado de un cataclismo del que ya nos habíamos
salvado. Carlos Monsiváis ha definido esta estrategia
de supervivencia como la cultura del post-apocalipsis. Buena parte
de las redes de significación de la ciudad están encaminadas
a potenciar este espejismo compartido. Los estallidos son buenas
noticias: si los oímos es que aún
estamos vivos.

Marcianos
favoritos
Territorio donde
la representación significa más que los hechos, la
ciudad de México ha sido proclive a los contactos ultraterrenos
propuestos por el catolicismo y las mitologías prehispánicas.
Pero también a los del tercer tipo.
Es posible que
la vecindad con Estados Unidos nos haya preparado para ser invadidos
por una ultratecnología. En nuestra álgebra de la
dominación, conquistar a los conquistados parece un acto
liberador. Además, estamos convencidos de caerle bien a los
marcianos.
Una documentada
rama de la arqueología new age informa que los extraterrestres
ya estuvieron entre las tribus del comienzo. En Palenque, una estela
maya incluso recibe el sobrenombre de "El astronauta":
un rey manipula mazorcas de maíz como potenciales instrumentos
de control.
Mi generación
recibió una intensa educación cósmica a través
de la revista Duda, cuyo inolvidable eslogan era: "Lo
increíble es la verdad". Moderno evangelio de la otredad,
Duda mostraba lo cerca que estábamos tanto de los
sumerios como de los marcianos; el pasado y el futuro se constelaban
en una trama donde sólo lo inverosímil era verdadero.
Esta inversión
de lo real -las apariciones como criterio de verificación-
tuvo una decisiva influencia urbanística a mediados de los
años cincuenta. El arquitecto Mario Pani, máximo desarrollador
urbano de la época, concibió Ciudad Satélite,
fraccionamiento para los capitalinos con vocación extraterrestre.
La publicidad mostraba a una familia de marcianos aspiracionales
recién mudados al paraíso suburbano. El arquitecto
Luis Barragán y el escultor Matías Goeritz diseñaron
las Torres de Satélite como un espejismo: cinco piezas romboides
lograban que el concreto simulara la fragilidad del papel.
El número de las torres fue elegido por un principio cabalístico.
Para conciliar retóricas, se pintaron en los obligados colores
"mexicanos". Este sutil artificio nos hizo sentir que
ingresábamos, si no a la estratosfera, al menos a un set
de la televisión japonesa.
Con el tiempo,
los habitantes de Ciudad Satélite recibieron un nombre que
se asociaba menos con los viajes espaciales que con una etnia: los
satelucos. Como en tantas ocasiones, se asimiló la otredad
alienígena al mundo prehispánico, el espacio cultural
donde nadie puede oír tu grito.
Mientras Ciudad
Satélite se edificaba al norte del D.F., la torre de control
del aeropuerto avistaba ovnis por doquier. No es raro que los ufólogos
vean platillos voladores dentro y fuera de su mente, pero sí
que las autoridades reconozcan su presencia. En una crónica
de Sergio González Rodríguez, dedicada a revisar la
copiosa bibliografía sobre México y los ovnis, Enrique
Kolbeck, controlador aéreo del Aeropuerto Internacional Benito
Juárez, afirma que el 80% de sus colegas cree en los ovnis.
Hay testimonios grabados de lucha contra los extraterrestres desde
la torre de control. El 3 de mayo de 1975 el piloto Carlos Antonio
de los Santos viajaba en su avioneta Piper PA-24 sobre el lago de
Tequesquitengo, cerca del DF, cuando fue privado de su autonomía
de vuelo por la presencia de tres naves. Logró llegar sin
aparatos al aeropuerto de la capital y manipular el tren de aterrizaje.
Su diálogo con la torre fue grabado segundo a segundo. La
explicación racional del suceso es que el piloto tuvo una
crisis de hipoglucemia en las alturas. Todos los testigos prefieren
la hipótesis de los ovnis.
En abril de
2004, el ejército mexicano expidió un curioso boletín:
había tenido un encuentro con once objetos voladores no identificados.
Para evitar suspicacias, el despacho aclaraba que la Fuerza Aérea
no pudo precisar de qué clase de civilización se trataba.
La Secretaría
de la Defensa respondía a un anhelo colectivo. Dos años
antes, en diciembre de 2002, el principal noticiero televisivo del
país hizo una encuesta que mostró la predisposición
del pueblo a ser mutante. Dos preguntas permitieron detectar la
soluble identidad de los mexicanos. La primera de ellas: "¿Es
usted feliz?" En forma abrumadora, los encuestados confesaron
su desgracia. La segunda pregunta significó una epifanía:
"¿Le gustaría ser clonado?" Sin sombra de duda,
el pueblo infeliz aceptó su deseo de clonación. Me
atrevo a suponer que el misterio de la respuesta está en
que no se asume la clonación como una copia de lo mismo sino
como una abducción hacia otro destino. El ejército
mexicano patrulla nuestros cielos en busca de ese anhelado desprendimiento.

La
ciudad traducida: Chicago, DF
Si los salmistas
del cristianismo se inspiraron para su causa en un error de traducción
(Jerusalén confundida con la Virgen), el mexicano ha encontrado
un oráculo a su medida en los resistentes malentendidos que
provocan los taxistas.
Dos requisitos
certifican que un hombre trabaje detrás de un volante en
la ciudad de México: no sabe dónde está
y no deja de hablar. Piloto de lo ilocalizable, el taxista enfrenta
mejor el sinsentido si ignora sus claves: "Usted me dice por
dónde", le pide al pasajero. En lo que llega a su destino,
habla como un teólogo de un territorio conjetural que compensa
ese valle de lágrimas.
Una tarde, un
taxista se refirió al frío como metáfora fundacional
de su teodicea. La nieve que no veíamos por ninguna parte
fue su pretexto para entrar al tema de interés: Chicago,
la ciudad donde trabajó varios años. Me preguntó
si la conocía. Le dije que no y sonrió con la felicidad
de las anunciaciones. A continuación, quiso explicarme cómo
era Chicago. Para que yo entendiera, tradujo una ciudad en otra.
Ningún toponímico de Chicago podía tener sentido
para mí. Así las cosas, me contó que en el
Estadio Azteca jugaban los Osos, Paseo de la Reforma se llamaba
la Milla Magnífica y en el bosque de Chapultepec no había
cisnes sino patos salvajes que venían de Canadá. Los
chinos prósperos vivían en Ecatepec, los negros en
Ciudad Satélite y los chicanos cerca del mercado de La Merced.
El Zócalo estaba rodeado de pizzerías de italianos
y la Iglesia de Santo Domingo era una sinagoga. Sus palabras construyeron
una urbe de fábula: Chicago, Distrito Federal. Cuando me
despedí, me dijo que la plática le había dado
nostalgia. "¿De Chicago?", le pregunté. "¡Nombre:
del DF!", respondió, y desapareció rumbo a la
ciudad transfigurada. Aquel taxista atravesaba un espectro absoluto,
un mapa superpuesto.
Para Marina
Tsvietáieva, los fantasmas son "la condescendencia más
grande del alma con los ojos". La inhabitable capital de México
mejora como espectro. Error de traducción, imagen devorada
por imágenes, sede de falsos dioses, dirección ilocalizable,
estancamiento donde todo desecho es adorno, plataforma de bienvenida
para los marcianos, amanece al día siguiente del Apocalipsis,
dispuesta a sacudirse la realidad para estar más allá
de la desgracia y reconocer que el urbanismo es una forma de
la mitología.
JV
El
autor es escritor y periodista, nació en México DF
en 1956. Estudió la licenciatura en sociología en
la Universidad Autónoma Metropolitana. Fue director del suplemento
cultural "La Jornada Semanal" de 1995 a 1998. Ha colaborado
en las revistas Cambio, Gaceta del Fondo de Cultura Económica,
Universidad de México, Crisis, La Orquesta, La Palabra y
el Hombre, Nexos, Vuelta, Siempre!, Proceso y Pauta (de la cual
fue jefe de redacción) entre otras. Entre sus obras se encuentran
Tiempo transcurrido, El mariscal de campo, La Máquina
de Escribir, La noche navegable, El cielo inferior,
Albercas, Palmeras de la brisa rápida, un viaje
a Yucatán, La alcoba dormida, Autopista sanguijuela,
La casa pierde, El disparo de argón, Materia
dispuesta, y las traducciones de Engaños, cuentos
de Arthur Schnitzler, El general, de Graham Greene, Memorias
de un antisemita, de Gregor von Rezzori y Aforismos,
de Georg Lichtenberg.
De
Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, ver la
descripción de Dorotea en la presentación del
número 27 de café
de las ciudades.
Sobre
McDonald´s y sus "arcos dorados" ver la nota Piensa
globalmente, actúa cerrando locales,
en el número 3 de café
de las ciudades.
De
Paul Virilio, ver un fragmento
de su Ville Panique
en la presentación de este número de café
de las ciudades.
|